viernes, 31 de diciembre de 2010

'BALADA TRISTE DE TROMPETA'. Culto al descaro


CRÍTICA DE CINE

'Balada triste de trompeta' (Álex de la Iglesia. España, 2010)

Ya sea por su mediática labor al frente de la Academia del Cine, por su hiperactividad laboral (series, videoclips, películas), por el reciente triunfo en la Mostra de Venecia o por abanderar con fiereza a los defensores de la ley antipiratería, Álex de la Iglesia está de moda. Ahora más que nunca, justo cuando se cumplen quince años del estandarte de su filmografía, ‘El día de la bestia’, aquella locura que revitalizó al famélico cine español de los 90. Todo coincide con la aparición de su última producción, ‘Balada triste de trompeta’, película destinada a habitar en las estanterías del cinéfago y que en unos años será clasificada con la etiqueta de culto. No le falta nada para entrar en esa categoría a un trabajo que sigue con la lógica secuenciada que lleva la carrera de De la Iglesia. Salvo el abúlico paréntesis que supuso ‘Los crímenes de Oxford’, demasiado formal, excesivamente británica, ‘Balada triste de trompeta’ conecta con la práctica mayoría de criaturas paridas por el vasco con anterioridad. Con la incomprendida ‘Muertos de risa’ es con la que más lazos establece (la dictadura franquista como periodo que obsesiona al director, el espíritu irreconciliable y blanquinegro de la época y, a menor escala, la doble cara del cómico), aunque aquí reluce un lado más amargo y sórdido.

‘Balada triste de trompeta’ es un filme arrollador, casi físico, hecho desde las entrañas, a corazón abierto. Con sus defectos a nivel de desarrollo de personajes, deshilachado, pero de apabullante personalidad, fresco y descarado. Sólo por eso se debe (sobre)valorar una producción de estas características, un pintoresco cuadro que no esconde una amarga crítica al endeble sistema de valores existente en uno de los periodos más oscuros de la historia española.

Tras unos apabullantes veinte minutos iniciales (incluyendo unos espeluznantes títulos de crédito), De la Iglesia representa a la España grisácea y dividida de los 70 en la figura de dos payasos, el triunfador, aquel al que todos le ríen los chistes sin gracia y nadie rechista por miedo, y el triste, incapaz de sonreír y corroído por el resentimiento tras perder a su padre en la Guerra Civil. Que su evolución esté sujeta a la acción y no a su desarrollo interior o que se rodeen de otros compañeros de viaje poco perfilados queda en un segundo plano ante el volcán visual que desfila por pantalla, coronado espectacularmente desde las alturas (más conexiones pretéritas) cuando ya poco importa el desenlace que aguarda a sus desagradables protagonistas.

A jirones y entre el disparate ilógico y un reciclado esperpento valleinclaniano avanza así un trabajo que muestra el lento proceso de madurez de un cineasta del que se sigue esperando una explosión definitiva. Arriesgada en lo formal pero algo reiterativa argumentalmente si se valora su filmografía al completo, ‘Balada triste de trompeta’ se define como un material potentísimo aunque desordenado y de irregular guión, como lo manifiesta el grupo de referencias culturales y sociológicas de la época, incrustadas la mayoría más por capricho que por lógica (a excepción de la reivindicativa aparición de Fofito). Todo lo que se podía esperar, no obstante del que es, desde ya hace dos décadas, uno de esos directores que urgen y necesita el cine español.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

'BRUC. EL DESAFIO'. 'Bructus'


CRÍTICA DE CINE

'Bruc. El desafío' (Daniel Benmayor, 2010. España)

Hay material de sobra para elaborar con la denominada leyenda del Bruc, acto de resistencia localizado en la Guerra de la Independencia, un producto cinematográfico de primer orden. El pack incluye un héroe, una historia en la que todavía aguantan interrogantes, una desigual refriega bélica y un entorno hechizante. Otros lo intentaron décadas atrás y Daniel Benmayor toma ahora el testigo en la que es su segunda película tras ‘Paintball’ (2009), con la que comparte una identidad y un estilo común. El cineasta basa su propuesta en una reformulación de esta leyenda de principios de siglo XIX. Más bien la arrincona y centra sus esfuerzos en dibujarle un contexto. ‘Bruc. El desafío’ se constituye así como un ‘qué pasó después’, un ‘survival’ en el que el uso de la sangre, un lenguaje descarnado y una bienvenida rebaja del tono épico adherido a este tipo de aventuras no logran desviar la atención sobre lo que realmente es, un producto sorprendentemente ingenuo, con aspiraciones de saltar fronteras y que gira alrededor de la figura descamisada de Juan José Ballesta, con todo lo que conlleva de cara a la captación de un público juvenil.

Benmayor manejó en la febril aunque incompleta ‘Paintball’ un referente como ‘Depredador’ (John McTiernan, 1987). Había ahí un cineasta de pulso ágil, inteligente en el manejo de las distancias cortas y hábil para registrar sensaciones como el miedo desde el prisma de la soledad. En ‘Bruc. El desafío’ sube las aspiraciones y se extiende en una interminable persecución a vida o muerte entre el protagonista, finalmente reconvertido en un alter ego ‘light’ y sin relecturas posibles del Stallone de ‘Acorralado’ (Ted Kotcheff, 1982), y una avanzadilla de soldados franceses sin otro objetivo que reestablecer la honra napoleónica. La estimulante puesta en escena y la majestuosidad bien (sobre)explotada de las montañas de Montserrat no ocultan las carencias a nivel interpretativo y emotivo de un filme que deja en compás de espera la explosión del potencial que se le supone a Daniel Benmayor.

domingo, 26 de diciembre de 2010

'BIUTIFUL'. Hipérbole de la desolación


CRÍTICA DE CINE

'BIUTIFUL' (Alejandro González Iñárritu, México/España, 2010)

Resultaba del todo lógica la expectación levantada ante el nuevo proyecto de Alejandro González Iñárritu una vez roto el binomio sociolaboral que formaba con Guillermo Arriaga. Tras el solvente aunque poco rompedor debut de la mitad del tándem (‘Lejos de la tierra quemada’), quedaba la incógnita por conocer qué rumbo tomaría el director de ‘Babel’ o ‘Amores perros’ ya sin la pericia al guión de su ex compañero. Un secreto ya al descubierto mediante esta hipérbole del fracaso y la desolación que es ‘Biutiful’, un vertiginoso descenso a los infiernos que no admite resquicios de esperanza, una máquina de triturar estados de ánimo positivos que se regodea y revuelca en el lodo de la miseria.

Puestos a comparar con lo ya digerido, la película supone una ruptura del esquema tradicional del cineasta mexicano. González Iñárritu se olvida de las historias cruzadas. Rompe el puzzle tridimensional típico de su filmografía anterior y dirige la artillería hacia un único objetivo. Es tan recta y firme su apuesta, la del preciso aunque cargante retrato de un perdedor por antonomasia que, sorpresa, deja en un segundo plano a todo aquello que le rodea. Los caminos secundarios de ‘Biutiful’ quedan así desdibujados y acartonados (la conexión china o las raíces familiares del protagonista) ante el obsesivo proceso de destrucción al que es sometido el personaje interpretado por Javier Bardem. Héroe del averno de intachable dignidad, el actor se apodera de principio a fin de la cámara. La embruja de tal forma que da la sensación de que la película, sin su presencia u otra diferente, sería valorada de diferente forma, tirando al aprobado raspado. Bardem da brillo, si puede ser así, a un personaje que probablemente sea junto al Santa de ‘Los lunes al sol’ su mejor creación.

Aunque tanta zancadilla moral, ética, física y espiritual se amontone, haga fuerza y abrume en exceso, ‘Biutiful’ deja constancia de que hay Iñárritu para rato tras su separación de Arriaga, que le queda fuelle, mantiene la capacidad de crear imágenes poderosas y sigue con cosas interesantes que contar. Además, reitera su saber hacer para retratar la cara oscura de lugares de imagen exterior intachable. Ya lo hizo con Tokio y en esta ocasión le toca a una Barcelona más demacrada y peligrosa que nunca.

lunes, 6 de diciembre de 2010

'BON APPÉTIT'. El amor se quema


CRÍTICA DE CINE

'BON APPÉTIT' (David Pinillos. España 2010)

‘Bon Appétit’ se cocina a fuego lento, como una exquisitez propia de un horno europeo, con productos exportados de la blanca Zurich, la precisa Munich y la febril Bilbao. Sobre esos tres pivotes continentales gira el debut de David Pinillos, montador habitual de atinados directores –y guionistas-, una historia de (des)amor cubierta de nieve y con la que no resulta complicado conectar. Pese a los rigores socioculturales que impone la distancia –se hace imprescindible el visionado en versión original-, el cuestionable uso de un personaje comodín –el chef italiano- y ciertos desfallecimientos narrativos, ‘Bon Appétit’ se descubre como un agradable ejercicio de cuestionamiento del concepto de comedias románticas y se sitúa en la trinchera del mejor Cesc Gay, el de ‘Ficción’. Entre los sofisticados fogones de un restaurante suizo se mastican besos Erasmus, ambiciones laborales desmedidas, parejas imposibles, problemas idiomáticos e incertidumbres treintañeras ante el futuro. Todo cuidado con mimo, sin grandes alardes. Cine de aroma ‘indie’ –dato verificable al repasar su sutil banda sonora-, sujeto a un par de atinadas interpretaciones –Unax Ugalde y Nora Tschirner- y revelando que, ante el exceso de dulzor romántico vomitado en tantas películas, el amor es otra cosa. Es algo que quema, y mucho, las lágrimas que hay detrás de cada beso dado con sinceridad. Y por la mejilla de ‘Bon Apettit’ se deslizan unas cuantas.

'AGNOSIA'. El reverso de la historia


CRÍTICA DE CINE

'AGNOSIA' (Eugenio Mira. España, 2010)

Eugenio Mira pertenece al sector de ‘outsiders’ de la industria. Hace unos años debutó con un producto poco convencional y atípico titulado ‘The birthday’, que no llegó a las salas comerciales pese a contar un reclamo ‘freak’ como Corey Feldman –el niño de los ochenteros Goonies- y demostrar tener eso tan complicado que es una mirada personal. Con ‘Agnosia’ salta de división y se introduce de lleno en otro sector al alza, el de esos directores jóvenes y pujantes que apuestan por un guión alejado del toque social y que, cámara en mano, conoce los resortes del cine de género. En esa línea, su muy ambiciosa segunda película es un híbrido entre drama psicológico, cine de terror y romanticismo decimonónico. Lo mejor que se puede decir de ‘Agnosia’ es que introduce al espectador en un universo desconcertante y febril, una Barcelona del siglo XIX en la que se cruzan bandoleros, sectas masónicas, extrañas enfermedades sensoriales, empresarios de postín y millonarios de mansión. La trama se desarrolla a un ritmo extremadamente lento, en realidad el que exige la historia, y sin apostar con decisión por una de las muchas vías por las que transita. El resultado es desconcertante, fatigoso a ratos. Desorienta tanto que hasta parece afectar a las interpretaciones, con actores de experiencia extrañamente desdibujados y poseídos por la blandura de un guión tocado por demasiadas manos, como así explican los títulos de créditos. ‘Agnosia’ supone así el reverso a todas esas películas que han dominado el cine español durante tantos años, más preocupadas por expresar con las palabras que con las imágenes. Reivindica lo opuesto, hasta tal punto que llega el momento en el que la historia es lo de menos. Tanto mimo por la puesta en escena no oculta las notables carencias de ‘Agnosia’ en otros apartados, como se proclama en su estrepitoso desenlace, una poderosísima imagen visual derretida por su escaso potencial dramático.

sábado, 21 de agosto de 2010

'PAINTBALL'. A bolita limpia

CRÍTICA DE CINE

'PAINTBALL' (Daniel Benmayor, 2009, España)

Recibe el nombre de 'paintball' una modalidad deportivo-militar de efectos antiestrés en la que un grupo de personas se dedica a guerrillear sustituyendo pólvora por pintura. Es un divertimento adaptado casi en exclusiva al paladar de dos tipos de colectivos, trabajadores de jerarquía y dinero a la búsqueda de sensaciones nuevas y colegas sin demasiadas pretensiones.

En su acercamiento a esta práctica, abordada desde las convenciones genéricas del 'survival', Daniel Benmayor prescinde del dibujo psicológico de los personajes, de modo que desde el inicio se configuran como arquetipos de los que poco se sabe y menos interesa. El interés de 'Paintball', un debut con aspiraciones de saltar fronteras, se concentra por completo en la forma, una apuesta por una perspectiva en el que la cámara es otro personaje, un angustiado miembro más del grupo de protagonistas sometido a una despiadada cacería humana. Esta elección comporta no prestar tanta atención al desarrollo argumental. Hay que hacerlo a lo aterradoramente real que se presenta la imprevisible y macabra colección de formas de morir que tiene en nómina el perseguidor, algo más que un familiar cercano del Depredador que hace décadas se divirtiera con una pandilla de mercenarios capitaneada por Arnold Schwarzenegger.

En esa huida hacia la nada a la que son condenados los participantes en el juego, Benmayor deja una reflexión sobre dos ideas machacadísimas a nivel cinematográfico, la sociedad contemporánea vive, respira y necesita la violencia y el peor enemigo del ser humano no está fuera ni cerca, está dentro. Tras poco más de 80 adrenalíticos y distendidos minutos, la ópera prima del cineasta barcelonés llega a ese callejón sin salida, ofreciendo un desenlace convencional y que subraya lo evidente. Poco importa, puesto que lo importante, que en este caso reside en lo visual, en ese parentesco con un videojuego de última generación y en la habilidad para montar larguísimos planos-secuencia finalmente bañados en sangre, ya estaba aclarado.

(http://www.lacallemayor.net/dyn/cultura/cine/criticas-de-cine/)

miércoles, 18 de agosto de 2010

LOS SERES FANTÁSTICOS Y EL CINE ESPAÑOL


LAS MIL CARAS DE LA BESTIA

Un recorrido por la compleja relación entre los seres fantásticos y el cine español


Entre el polvoriento género fantástico sesentero y pretransición y un panorama actual en el que industria y arte pugnan por ocupar el trono del cine español, se dejó ver un mamífero de malos humos y oscuros antecedentes. Álex de la Iglesia (Bilbao, 1965) sacó del rebaño de su enfermiza imaginación el demonio más terrorífico y original que se ha paseado por una pantalla peninsular, una cabra con alergia al plató, descendiente del ser imaginario más temido, el Mal.

La irrupción de este animal coronaba ‘El día de la bestia’ (1995) un filme imprescindible para entender la relación entre los seres imaginarios y el cine español. Asomaba por la pantalla una bestia agonizante, paradigma de la compleja alianza establecida entre el celuloide hecho en España y esos mundos paralelos alejados de la realidad. En todo caso, un familiar directo de otro de esos monstruos fetenes a los que el tiempo elevará a la categoría de icono, el fauno fabricado por Guillermo del Toro (Guadalajara, México, 1964), estandarte de una producción, ‘El laberinto del fauno’ (2006), rebosante de elementos extraídos del paraíso de la imaginación. De la Iglesia y Del Toro practicaron con sus películas un masaje cardíaco providencial para la alicaída fantasía del cine español. La bestia respiró. Todavía sigue viva.

El tercer vértice del triángulo es más joven y ejerce de símbolo contemporáneo de la resistencia del fantástico. Viste de rosa, lleva tatuajes en forma de cicatriz y se comunica a base de gruñidos. Aunque parezca originaria de Egipto, guarda en el bolsillo de su única vestimenta, una gabardina desgastada por los años, un DNI que conduce hasta un caserío del País Vasco. Es la momia que Nacho Vigalondo (Cabezón de la Sal, 1977) hizo desfilar por esa disparatada pasarela que denominó ‘Los Cronocrímenes’ (2009), una producción que abandera a una generación de jóvenes cineastas que se están abriendo paso con un mecanismo de funcionamiento tan básico como eficaz: una apuesta contundente por el cine de género, tan maltratado históricamente en España.

Demonio, fauno y momia. Seres imaginarios sin parentesco directo con la mitología, vivero habitual de individuos de esta raigambre y que en España apenas ha tenido incidencia cinematográfica. Lo mismo pasa con la dicotomía superhéroe- supervillano, sin cultivar en el campo del cómic español, más próximo a legitimar personajes de un surrealismo cañí como Mortadelo y Filemón y Zipi y Zape, ambos trasladados al cine con mala fortuna. En el ámbito de las leyendas generacionales, como un islote en medio del océano se sitúa ‘Romasanta’ (Paco Plaza, 2003), ambientado en la Galicia del siglo XIX y que se acerca, sin demasiado éxito, a la historia real de Manuel Blanco Romasanta, para los amigos ‘El hombre lobo de Allariz’. Un oasis en una industria que apenas ha apostado por el imaginario colectivo. El motivo salta como un resorte. Durante mucho tiempo, en España no ha hecho falta imaginar ni fabricar leyendas. Los monstruos ya estaban demasiado cerca.

Valgan los tres ejemplos citados, para los que no hay que viajar demasiado en el tiempo, apenas una década, para plantear la relación entre los seres maquillados por la mente del guionista y el producto final, aquel bajo el que dictan sentencia los degustadores de palomitas y los que aspiran a vivir lo imposible. Porque ante la achacosa realidad, no hay nada mejor que dejar volar la imaginación. Y en esa labor pocas disciplinas se defienden mejor que el cine, un billete a terrenos inexplorados poblados en tantas ocasiones por aquellos personajes que Borges clasificara en ‘El libro de los seres imaginarios’.

Si la bestia, la momia y el fauno capitanean el renovado batallón de seres imaginarios en estos tiempos en los que el cine de género gana peso y adeptos, hay que rendir honores a los antepasados, a los pioneros, a aquellos creadores que despejaron el camino. Entre aullidos de licántropos en huelga de hambre, el carisma de monstruos de leyenda cocinados a la española y las presencias fantasmagóricas con vivienda en mansiones poseídas por embrujos ancestrales se pueden escuchar los gritos de un viento que sopla nombres como Paul Naschy, Jess Franco, Segundo de Chomón, José Luis Cuerda, Daniel Monzón, Jaume Balagueró, Paco Plaza, Brian Yuzna y hasta el ‘McDonaldizado’ Alejandro Amenábar.

Hay que retroceder un siglo para encontrar al tatarabuelo de los seres imaginarios. En 1908, Segundo de Chomón edificó ‘El hotel eléctrico’. Todavía hoy provoca escalofríos contemplar, bajo el ritual técnico de la manivela, el deambular de maletas sujetadas por la nada. Quedaba bautizada la primera generación de espectros. Como casi todos, de aviesas intenciones. Seguiría esta senda otra producción totémica obra de Edgar Neville y ‘La torre de los siete jorobados’ (1947), un edificio al completo de seres imposibles y fantasmas. Después, trazando una ruta rematadamente irregular, el listado se extiende en nombres, aunque no en importancia, cosas del cine español. Desde los hombres lobo de Paul Naschy, ídolo en Estados Unidos y anónimo en España, hasta los niños espectrales de ‘Los otros’ (Alejandro Amenábar, 2001) y ‘El orfanato’ (Juan Antonio Bayona, 2007), hay un largo trecho lleno de piedras y peligros, como los que infectan otra saga de prestigio internacional, ‘REC’ (2007), de Jaume Balagueró. La elección ya queda en manos del espectador.

LOS ESCENARIOS DE LA BESTIA
La magia que desprende todo ser imaginado se expande por los alrededores. Su personalidad y físico se contagia a los escenarios, una comunión perfecta capaz de generar universos imposibles. Ningún turista ni madrileño de alma podrá ver un Madrid como el reflejado por ‘El día de la bestia’. El influjo del demonio permite ver una ciudad llena de señales ocultas, poseída por una Navidad insana. Daniel Monzón la oscureció aún más en ‘El corazón del guerrero’ (1996). La película ideada por el autor de la multipremiada ‘Celda 211’ (2009) dibujó un Madrid que ardía en las llamas del consumismo, un juego de rol en la mente de su joven protagonista, un Bastian de ‘La historia interminable’ al que Monzón quitó toneladas de ingenuidad.

Todo, hasta el paisaje más irreal, está contaminado por la imaginación. Una mente que no tiene límites es la de José Luis Cuerda, que antes de tomarse demasiado en serio (‘Los girasoles ciegos’, ‘La educación de las hadas’) apostó a principios de los 80 por una trilogía imposible (‘Total’, ‘Amanece que no es poco’ y ‘Así en la tierra como en el cielo’) en la que los seres irreales eran de carne y hueso. La bestia en aquellos años 80 dormitaba y se movía a velocidad zombi -qué mal ha tratado el cine español a estos entrañables seres-, aunque disfrutaba de esporádicos sueños placenteros.

Siguió durmiendo el resto de la década, con un cine español rendido a las subvenciones políticas. Sólo despertó a mediados de los 90 tras una revuelta capitaneada por Álex de la Iglesia, un superhéroe de carne y hueso. El vasco se ha propuesto dar una vuelta al cine español desde su nuevo puesto de director de la Academia del Cine. La última ceremonia de los Premios Goya 2010, planificada al fin a la perfección, fue el primer paso. No estará sólo De la Iglesia en esa lucha para demostrar que el cine español, además de dogmatizar y socializar, puede entretener. Cuenta con las mejores armas de un creador: la imaginación y, aquí radica su singularidad, la perpetua  compañía de una bestia de mil vidas que, como todo ser imaginario, sabe que nunca le dejará solo. Una auténtica superviviente.

'Las mil caras de la bestia', artículo sobre los seres imaginarios y el cine español aparecido en la revista Iberystyka ¿? de la Universidad de Varsovia (págs. 22 y 23).
http://www.iberystyka.uw.edu.pl/pdf/jornal/jornal-20.pdf

miércoles, 21 de julio de 2010

'UNA HORA MÁS EN CANARIAS'. Tinto sin burbujas


CRÍTICA DE CINE


'Una hora más en Canarias' (David Serrano, España, 2010)

Hay algo que no termina de encajar en el cine de David Serrano, que con ‘Una hora más en Canarias’ contabiliza ya tres películas. Deja su todavía breve filmografía chispazos demasiado esporádicos para catalogar alguno de sus trabajos como sólidos o completos. Existe la sensación general de trabajo más o menos bien hecho, de cine de referentes marcados y conexiones limpias, apoyado por actores que hacen funcionar sus papeles, nada que extrañe al estar en un país con excelente cantera de virtudes tragicómicas. Pero siempre hay defectos que enturbian el resultado final, ya sea una trama demasiado superficial, unos diálogos inconsistentes o, directamente, la falta de gracia, apunte el último que vale para ilustrar el balance global de ‘Una hora más en Canarias’.

‘Días de fútbol’ se aprovechó del vacío, cuando no maltrato, establecido en la relación entre cine y fútbol. Todo apunta a que la consecución del Mundial no mejorará la situación. El carisma desplegado por los intérpretes de esta película admirablemente dominguera dieron algo de empaque a uno de los mayores tropezones visto en años, la incomprendida ‘Días de cine’, apuntalada por pequeñas dosis de ideología anulada ante una propuesta tan desconcertante. Con ‘Una hora más en Canarias’, David Serrano ha querido reencauzar su cine, llevándolo a los orígenes, cuando tocó cumbre con el guión de la saga iniciada por ‘El otro lado de la cama’.

Persigue esa estela ‘Una hora más en Canarias’, pero desde el momento en el que la trama toma el avión todo carece de grosor y ni en sus mejores momentos resiste la comparación con los híbridos cómico-musicales de Emilio Martínez-Lázaro Ya antes hay avisos suficientes de que la fórmula está agotada, rota ante la superficialidad de unos personajes que ni en las mejores líneas de diálogo delatan algo de vida por dentro. El frágil cuadrilátero de amor que se dibuja entre Pablo (Quim Gutiérrez) y sus tres pretendientes, las colombianas Angie Cepeda (Claudia) y Juana Acosta (Mónica), y la bisoña Miren Ibarguren (Elena), se mueve entre una sofisticada puesta en escena de aires pop y colores vivos y el ritmo vertiginoso, ‘naif’ y tontorrón de los diálogos. El factor musical tiene menos peso –y nivel- del esperado y sólo la frescura y espontaneidad de una Ibarguren inexplicablemente en paradero desconocido durante gran parte del metraje y el torrencial humor sin corsés de Eduardo Blanco dan algo de vida a un conjunto sumamente plano y de enganche emocional fallidamente ‘culebronizado’.

A diferencia de tantas comedias con aspiraciones, a ‘Una hora más en Canarias’ le salva su coherencia interna, fuera de toda aproximación realista. Serrano no hace trampas ni decora diálogos y situaciones. Su profundidad es la que es y no la disfraza: cero. ‘Una hora más en Canarias’, anotada la arbitrariedad de situar la acción en las Islas Afortunadas –tampoco puede funcionar como reclamo turístico-, es como otro de esos tinto de veranos insípidos que abundan en el estío. Se toma y se olvida, y lo peor es que quién sabe dónde se quedó algo parecido a un agradable sabor de boca.

domingo, 11 de julio de 2010

'QUE SE MUERAN LOS FEOS'. Un actor entre la blancura


CRÍTICA DE CINE

'Que se mueran los feos' (Nacho G. Velilla. España, 2010)

El cine español alivia los rigores del periodo estival a base de comedias. Y nada más, vale con repasar la famélica cartelera de cada verano. ‘Que se mueran los feos’ es el pelotazo típico de estos meses, una comedia rural que oscila entre el olor rancio del costumbrismo más atroz –véase cómo se trata al personaje interpretado por Ingrid Rubio- y rescatables picotazos de un melodrama de mayor profundidad de la esperada. En ese equilibrio se ejercita el segundo largometraje del orfebre de la gran pantalla, Nacho García Velilla, mente de la que salieron proyectos tan rentables y poco discutibles como la fundacional ‘7 vidas’ y ‘Aída’. Tras su debut con ‘Fuera de carta’, colección de chistes fuera de casilla y de tono presuntamente sofisticado, Velilla se arremanga, baja al pueblo, coge los tópicos más manidos –casi todos, una verdad- y los pone al servicio de los verdaderos adalides de la función, Javier Cámara y Carmen Machi, los dos fetiches de la factoría Velilla. El primero proporciona dignidad, coraje y hasta credibilidad a su personaje, un cuarentón con billete de ida a la soledad. Son de su propiedad los mejores momentos del largometraje, en contraposición a lo desubicada que se muestra Machi, sorprendente al tratarse de una actriz superada en su trasvase al drama al arrastrar tan profundo y completo equipaje en materia cómica.

A ‘Que se mueran los feos’ le falta la chispa necesaria para consolidarse como una comedia por encima de la media. Hay alguna magnífica idea, como ese retrato, tierno en definitiva, de la vida en el ámbito rural, y la sensibilidad con la que se cuida a Javier Cámara, pero en general escasea la imaginación y se echa de menos el uso de un registro más melodramático en aquellas ocasiones en los que la historia parece pedirlo a gritos. Todo se fía finalmente a las dotes interpretativas de Cámara, un respiro entre tanto personaje secundario de un único ángulo y una historia que transcurre relajadamente entre lo ya preestablecido ante este tipo de situaciones. A nadie ya puede sorprender la redención final de los personajes masculinos, el discurso moralizante del epílogo y el anticlímax de la última escena, confeccionado para blanquear una producción en la que, si lo que se quiere contar se mueve entre la realidad y la ficción, debería haber primado, en cualquiera de los dos casos, la negrura.

miércoles, 7 de julio de 2010

'RABIA'. Mordedura superficial


CRÍTICA DE CINE

'Rabia' (Sebastián Cordero, 2010. España)

El Festival de Cine de Málaga deja caer en cada edición una o dos películas a rescatar. En la última edición ha impulsado la carrera comercial de ‘Rabia’ mediante la concesión del principal galardón, de irregular fiabilidad analizando el historial del palmarés, con premios recientes a ‘Los aires difíciles’ (2006), ‘Bajo las estrellas’ (2007) o ‘Tres días’ (2008), salvando a la mordaz ‘La vergüenza’ (2009). Siguiendo estas estelas, el nuevo largometraje del cineasta ecuatoriano Sebastián Cordero, arropado por un Guillermo del Toro en labores de producción, se define como un explosivo cóctel de géneros agarrado por un punto de partida como mínimo inquietante. Un amor incipiente es lo único que da estabilidad a un inmigrante peruano golpeado desde los cuatro ángulos del cuadrilátero. En el inicio, Cordero salpica de crítica social –pespuntes de ese racismo subterráneo que habita en la conciencia del ciudadano medio- la andadura del protagonista, aunque pronto dejará de lado la salida melodramática, la densidad psicológica y la incorrección moral en beneficio de un ‘thriller’ hecho para provocar angustia e inquietud en el espectador. Tras un arranque prometedor, ‘Rabia’ adelgaza vertiginosamente y se le ven los agujeros, ensanchados por la debilidad de un guión que aplana y hace verbalizar en exceso a los personajes y una ambiciosa cámara que se pone por encima de las necesidades argumentales.

En ese viaje de un exterior irrespirable a la atmósfera degradada de la mansión en la que se concentra toda la tensión del segundo tramo, ‘Rabia’ conecta con filmes de tono igualmente claustrofóbico aunque más ajustados a códigos genéricos como ‘El habitante incierto’ (Guillem Morales, 2005). Ahí falla el debut de Cordero, en la ausencia de intriga que genera una vez se encierra en el caserón. Progresivamente se hincha de preguntas sin respuesta y asiste en paralelo al desfile de una cadena de personajes secundarios apenas dibujados en ocasiones y en otras innecesarios. A falta de clímax en el epílogo, sustituido por un largo plano secuencia con el que el director deja una imponente huella visual, ‘Rabia’ revela por el lado positivo la poderosísima escena de la fumigación y un sólido elenco resumido en las interpretaciones de Concha Velasco como matriarca con heridas sin cicatrizar y del protagonista, un Gustavo Sánchez Parra carne de futuros galardones.

jueves, 29 de abril de 2010

'HIERRO'. Artesano de lo hipnótico

CRÍTICA DE CINE

'Hierro' (Gabe Ibáñez. España, 2009)

A Gabe Ibáñez todavía se le recuerda en el circuito cortometrajístico por el impacto que causó con ‘Máquina’. La adolescente endiabladamente inteligente y perversa de ‘Hard Candy’ (David Slade, 2006) empequeñece en la comparación con aquella sanguinaria protagonista emparentada con las últimas oleadas de cine nipón de terror. Ibáñez tiró en aquella ocasión de un guión algo endeble para dar rienda suelta a un imaginario bañado de una sangre con la que enrojecía una puesta en escena esterilizada por el blanco.

Es lo que se viene reclamando desde unos años el cine español, artesanos de la imagen. Ya es conocida las elevadas prestaciones que hay a nivel formativo en materia de guión. Faltan directores que sorprendan desde lo estético, cineastas que prioricen por una vez lo visual y sensorial a lo puramente dramático, sin obviarlo necesariamente.

Gabe Ibáñez pertenece a esta generación. Lo demuestra en su debut, la hipnótica ‘Hierro’, película de género sujetada por un guión mínimo y fiada al exceso de una puesta en escena que encandila e hipnotiza y que como contrapunto negativo acaba por desgastar y sobrecargar por ese énfasis por demostrar que el cine es mucho más que texto e interpretación. Sobre esa balanza se (des)equilibra esta propuesta de terror psicológico que guarda su mejor baza en la verdadera protagonista, una isla de El Hierro por la que se despeña Elena Anaya a la búsqueda de su hijo desaparecido.

Poco importará la resolución, atada a un giro que ya no sorprende a unos ojos desgastados por lo presuntamente imprevisible, ante el volcán de imágenes, flash-back y saturación musical ideados por Ibáñez y el equipo técnico, conscientes en todo momento de mirar desde arriba a la otra mitad, la artística. Todo resulta excesivo. Es de suponer que el poso y la experiencia irá progresivamente atenuando esta vigorosa huella estética que, por otro lado, se manifiesta sumamente interesante y provista de una energía pocas veces vista en el celuloide español.