viernes, 27 de abril de 2012

'REC 3. GÉNESIS'. La boda cadáver

CRÍTICA DE CINE

'REC 3. Génesis'
Paco Plaza. España, 2012

La irrupción de ‘REC’ (2006) sobresaltó el sosegado estado de ánimo del terror hecho en España. La fórmula, tan sencilla como eficaz, funcionó, se exportó y generó una nueva línea de creación en el género. Atrajo así a una generación de cineastas curtidos en el corto que vieron en el terror una vía para modelar su carrera. ‘REC’ hizo temblar al espectador desde la sorpresa. La continuidad estaba asegurada. El problema de ‘REC 2’ estuvo en las expectativas creadas y la necesidad de obtener respuestas. El resultado no estuvo a la atura, decepcionó al adentrarse en terreno místico, un campo de minas para aquel espectador que solo pedía diversión.

La tercera parte de ‘REC’ trata de recuperar la frescura que irradiaba la primera. Ya no está Balagueró al mando, sino su lugarteniente Paco Plaza, un director que sabe dotar de personalidad a sus productos aunque sean encargos, como demostró en ‘Cuento de Navidad’, de lo mejor de aquel proyecto fallido que fue ‘Películas para no dormir’. Su ‘REC 3’, mal apellidado ‘Génesis’ –su visionado es alternativo y no imprescindible para disfrutar de la saga- se acerca más a la comedia sociológica que al terror. Rebosa tanta sangre como irreverencia, y en tiempos en los que los zombies se toman muy en serio (el caso de la excelente serie ‘The walking dead’), opta por el entretenimiento sin dobleces ni trampas.
 
En realidad hay dos películas en una en ‘REC 3’, tanto a nivel de formato como de género. La primera recurre a una de las premisas básicas de la saga, la cámara al hombro. Es patrimonio sociológico, con el certero retrato de lo que supone una boda en España, con todo lo que conlleva de terror para muchos. La orgía de sangre se desata a la media hora, ya planteado un radical cambio de estilo. ‘REC 3’ pierde los frenos, se quita el disfraz y, en plan videojuego, se lanza directa hacia la catarsis final. Ya no hay respiro, los personajes no se desarrollan y la única tregua se firma para dar unos cuantos capones al afán recaudatorio de la SGAE en forma de los personajes del inspector de la entidad y de Johnny Esponja.

Entre novias con motosierras, guiños a las cruzadas, chascarrillos inofensivos y, por todo lo alto, el amor que se profesan los protagonistas, ‘REC 3’ se diluye rápidamente dejando una estela de sangre que desaparecerá, sin remedio, al poco tiempo de ser vista. Si bien reinstala los ejes de la saga, desordenados en la secuela, no deja cerrado el interrogante que abre en su interesante desdoblamiento: la posibilidad de que el terror esté en su modélica primera parte, una boda como cualquier otra, y no en su segunda.

viernes, 20 de abril de 2012

'MEMORIAS DE UN HOMBRE EN PIJAMA'. Paco Roca



CRÍTICA LITERARIA

'Memorias de un hombre en pijama'
Autor: Paco Roca
Editorial: Astiberri (2012)





PARA NO IRSE A DORMIR

El auge comercial que la novela gráfica ha experimentado en los últimos años es significativo. Paco Roca (Valencia, 1969) puede atribuirse un destacable porcentaje de mérito. Si algo que valorar de este autor es su contribución directa o indirecta a la popularización del género, el sacarlo de las trincheras de las minorías y mostrarlo sin temores a plena luz del día. El punto de inflexión se produjo en 2007 con la aparición de ‘Arrugas’, un inesperado acontecimiento que fue recompensado por partida doble: la concesión del Premio Nacional del Cómic y la adaptación al cine. Roca, como reflejó en ‘Emotional World Tour’ (2008), saboreó las mieles del éxito. Acumuló en poco tiempo presentaciones alrededor del mundo, visibilidad en los grandes medios, conferencias y todo tipo de actos que, además de colorear su figura, de paso dieron un empujón –relativo- al cómic hecho en España.

La luz de ‘Arrugas’ no debe ocultar la larga trayectoria previa de Roca. Es en proyectos como ‘Memorias de un hombre en pijama’ (Astiberri, 2012) donde se ve al dibujante de raza, aquel que empezó publicando historietas para adultos en ‘El víbora’, el alejado de los oropeles. Roca se arremanga y, ya consagrado, se atreve a publicar en un medio que anda de capa caída, la prensa escrita. El gesto constituye involuntariamente un tributo al género que dio cobijo al cómic en sus inicios y le conecta en sus raíces con clásicos como Escobar.

Durante medio año Roca publicó la serie ‘Memorias de un hombre en pijama’ en el periódico valenciano ‘Las Provincias’. La obra encierra una obvia lectura sociológica, despojada de los acercamientos metafísicos, corporativistas e históricos característicos otras de sus creaciones. No hay nada que un viñetista maneje con tanta suficiencia como lo que le rodea. El protagonista de ‘Memorias de un hombre en pijama’ es el propio autor, espejo en el que pueden mirarse los recién entrados en los cuarenta, urbanitas y de alma errante. Todo gira a su alrededor: sus fobias, su relación con su omnipresente pareja, las secuelas de los traumas no cerrados de la infancia, las conversaciones de barra de bar con los amigotes, el proceso creativo desde casa y los rutinarios actos de presentación de libros y viajes al extranjero.

Roca no se pone el pijama, lo cierto es que se lo quita y deja al descubierto, sin importarle, todo lo que tiene. Demuestra que reírse de uno mismo es una de las mejores recetas para paliar las insensateces de la vida diaria. Rápidamente hace suya la historia y no queda más remedio que acompañarle en la suma de situaciones cotidianas por las que pasa, entre el esperpento, la ternura y el surrealismo. Roca sabe sacar jugo a hechos intrascendentes como el proceso de descongelación de su frigorífico y convertir simples anécdotas en material creativo. ‘Memorias de un hombre en pijama’ construye así otro peldaño en la ascendente progresión de un autor que sabe llegar al público sin bajar el pistón ni conceder licencias ajenas a su voluntad, aunque su continua exposición mediática provoque que, últimamente, haya trabajos suyos que pasen por funcionariales. Esta obra, que en otros casos no pasaría de una simple recopilación y aquí goza de una coherencia insólita, corrobora todo lo positivo.

martes, 10 de abril de 2012

UNA COPITA DE CINE

El vino se fermenta en la oscuridad. El cine pasa la prueba de fuego con las luces apagadas. En ese silencio de negro se juzga su calidad. El vino se profesionalizó a finales del siglo XIX, justo cuando se alumbró el arte cinematográfico. Son productos únicos, a veces tutelados por el elitismo y otras al acceso de toda garganta. El buen cine se conserva y se defiende con ardor del cumplir años. El mejor de los vinos gana fama, prestigio y sabor con el paso del tiempo. El proceso de fabricación de ambos es igual de minucioso, aunque se dé en diferentes contextos. Una botella de vino puede saber de otra forma dependiendo del día que se abra. Una misma película entrará mejor o peor teniendo en cuenta diversos factores. Los dos son, en definitiva, organismos vivos, mutables, subjetivos.
 
Vino y cine forman una alianza fácilmente justificable. Su relación crece al añadir la larga lista de anécdotas que los une. Entre las curiosidades, la botella se descorcha al conocer la profesión del padre de Pedro Almodóvar, vendedor de vinos. Otro apellido ilustre es el de Lumiére. Los ínclitos hermanos alquilaron una bodega desde la que rodaron ‘Salida de los trabajadores de la fábrica Lumiére’. Fue en 1895 y lo que los libros de texto no ilustran es la copa de vino con la que se celebró la escena. Ya más en la actualidad, un puntal de ‘star system’ del séptimo arte, Viggo Mortensen, viajó a España en 2003 para rodar ‘Alatriste’ (2006). La ruleta de la vida le premió por partida doble: conoció a la que ahora es su pareja y se enamoró de un líquido color sangre que le emborrachó de placer. Al terminar el rodaje regaló al resto del equipo doce cajas de Rioja del 94, como recuerda el actor Juan Echanove r en el prólogo de ‘El cine del vino’, indispensable ensayo escrito por Bernardo Sánchez Salas.

España puede presumir, lo sabe Mortensen, de una gastronomía exuberante, fértil y variada. El panorama perfecto para condimentar cualquier película. Por sorpresa, no es así, salvo chispazos ocasionales o el empeño de algún cineasta (Bigas Lunas) en reivindicar la dieta mediterránea añadiendo a la receta un poco de picante. Con el vino sucede lo mismo. España ocupa el tercer puesto de países productores, aunque solo es el noveno en cuanto a consumidores. Sí lidera el ranking en extensión de viñedos, como supo reflejar Julio Medem en ‘Tierra’ (1996). Una inmensa superficie vinícola cubre este inclasificable largometraje, un delirio en tono realista en el que el vino ejerce un papel protagonista y no decorativo. Es una excepción, porque el cine español todavía ve demasiado lejos el otorgar a esta bebida que tanta fama internacional ha ofrecido al país la categoría de actor principal. Sí se la dio Alexander Payne en ‘Entre copas’ (2004), probablemente el mejor poema de amor escrito en honor al vino. De esta ‘road movie’ hecha para paladares exquisitos y alguno grueso han salido los mejores diálogos y escenas dedicadas a la bebida favorita de tantos.

Lo que corretea por las venas de los protagonistas de ‘Gran Reserva’ (2010) no es sangre, aunque tenga el mismo color. Es una de las series de moda en España, aupada por la audiencia y emitida por TVE. Enfrenta a dos sagas familiares separadas por viñedos y conflictos extremos. Hay críticos que opinan que es sospechosamente similar a ‘Falcon Crest’, legendario culebrón ochentero estadounidense, otra rodeada de bodegas.

El vino como un producto exquisito, remate a una cena que busca beso y puede que algo más, aparece en ‘Bon Appétit’ (David Pinillos, 2010), pequeña fábula antirromántica protagonizada por un joven cocinero español que viaja a Suiza para crecer profesionalmente. En Ginebra se enamorará de una compañera de trabajo, a la que agasajará a base de un poco de timidez y un mucho de mano culinaria. Si ‘Bon appétit’ recurre con elegancia al vino, ‘Fuera de carta’ (Nacho G. Velilla, 2008) lo derrama por la mesa. El vino funciona en esta caja de risas televisivas como un aperitivo del montón.

Hay que tirar de memoria para encontrar una película realmente representativa en esta simbiosis. Es ‘Marcelino pan y vino’ (Ladislao Vajda, 1954), título que, aunque hoy no diga mucho, figura en el salón de la fama del cine español.

Y la botella se acaba casi cuando ya asoman los títulos de crédito. Para la escena final nada más original que recurrir a uno de los mejores fragmentos de la última década del cine internacional. Pertenece a la citada ‘Entre copas’. Miles (Paul Giamatti), divorciado, deprimido y apasionado del vino, culmina su periplo por el largometraje solo y derrotado, andar paquidérmico y con la única compañía de una botella de gama alta. Giamatti decide honrarla como debe. Acude a un McDonald’s, pide un McMenú y, rodeado de adolescentes, la descorcha. ¡Salud!

'Una copita de cine', artículo sobre vino y cine aparecido en la revista Iberystyka ¿? de la Universidad de Varsovia (pág. 24).
http://www.iberystyka.uw.edu.pl/pdf/jornal/jornal-23.pdf