domingo, 19 de octubre de 2008

MAYORGA, EL ESCRITOR DESCONOCIDO

ARTÍCULO DE OPINIÓN

Andrés Lima mira a los ojos cuando habla. El desenfreno que reina en los montajes que suele dirigir al frente de Animalario contrasta con la placidez con la que se entrega a la conversación. De vez en cuando suelta frases que solicitan un lugar en la memoria o dos pares de líneas en el cuaderno de mano del olvidadizo. Entre ese grupo, suele colar sentencias proféticas soltadas con total seguridad. Hace poco le escuché una: “Dentro de unos años los textos de Juan Mayorga se estudiarán en los colegios del país”. No es un elogio gratuito. Lima conoce bien a Mayorga. No perfectamente, porque hay una barrera insalvable entre el artista y el escritor, la que impone el respeto que se profesan mutuamente ambos profesionales. Irreverente e imaginativo el director y actor, disciplinado y serio el dramaturgo.

Mayorga es un caso extraordinario dentro de la literatura española, fuera etiquetas sectoriales. Procede de dos ámbitos teóricamente lejanos a la escritura, la filosofía y las matemáticas. Su pugna fue, en este caso, doble. Primero tuvo que ganarse el respeto de una profesión con un elevado grado de endogamia y que podría verle como un extraño. En segundo lugar, debió moldear con un lenguaje teatral el estilo profundamente personal, teórico e intelectual, narrativo para sus detractores, transmitido por su formación, un hecho que todavía lo distingue del resto de compañeros generacionales. Lo consiguió a base de trabajo, perseverancia y unas condiciones naturales para la escritura. Mayorga cuenta con una de las trayectorias más admirables de la dramaturgia contemporánea. Escribió desde abajo, se formó en talleres, levantó proyectos de la nada y construyó historias que, con la ayuda de puestas en escena adecuadas, ya forman parte del imaginario colectivo de las últimas generaciones de espectadores teatrales. ‘Hamelin’ supone todavía la cima de su teatro, un texto riquísimo, exigente, polémico, implacable y saturado de matices, de lo mejor que se ha visto en la última década en un escenario del país. Andrés Lima lo entendió a la perfección.

Hay otro rasgo que caracteriza a Mayorga, además de ese esfuerzo heroico por poner al descubierto las miserias de la sociedad contemporánea. Es la exigencia. La que se impone a sí mismo y a todos los que le rodean. Esa cualidad se manifiesta especialmente en los montajes en los que colabora estrechamente. ‘La tortuga de Darwin’, uno de sus tres textos que resisten estos días en cartelera (los otros son ‘La paz perpetua’ y ‘El gordo y el flaco’), se beneficia de la coordinación entre el dramaturgo y Ernesto Caballero, sólido director de una fábula dramática que bajo un disfraz de humor de peso ligero encierra una crítica acidísima al ser humano. Si se le suma la memorable interpretación de una inmensa Carmen Machi, por fin libre de todo corsé televisivo, el resultado es una nueva manifestación de la tremendamente exigente escritura del madrileño, bien afilada en el tramo final y algo estereotipada en el enfrentamiento librado entre la ciencia y la historia, los dos polos que pelean por quedarse con el trono del conocimiento y avance humano. Insuficiente lo último como para no otorgarle un notable alto.

Lean a Mayorga, disfruten de su creatividad, acudan a sus montajes. Un motivo engloba al listado que se puede ofrecer: no suele defraudar. Si no es así y todo sigue igual, Mayorga seguirá siendo el mejor escritor desconocido que hay en la literatura española en estos momentos. Tendrá que ser el futuro, esos niños a los que aludía Lima que se beneficiarán de sus lecturas, los que pongan en su justo lugar a un hombre empeñado en cambiar la dinámica del mundo en cada uno de sus textos. Puede que algún día lo consiga.

miércoles, 15 de octubre de 2008

'NOVECIENTOS'. Babel al piano

CRÍTICA DE TEATRO

'Novecientos'
Autor: Alessandro Baricco
Dirección: Noelia Domínguez
Compañía: Peripecia Teatro
Escenario: Teatro Moderno (Guadalajara). 17 de octubre de 2008

En esencia, ‘Novecento' es un personaje y una metáfora nítida y universal ligada a tal perfil insólito. Con estos mimbres, Alessandro Baricco, laureado internacionalmente gracias a las cien prescindibles páginas de ‘Seda', fabricó un monólogo teatral íntimo y en miniatura agrandado posteriormente en el celuloide por la brillante versión firmada por Giuseppe Tornatore (‘La leyenda del pianista en el océano', 1998). Una leyenda en mayúsculas la brindada por aquel enigmático pianista que cautivaba a los sucesivos pasajes del trasatlántico que le había visto nacer, crecer y madurar. Un personaje fuerte y provisto de matices, bien afilado por los cuatros costados, un canto a la melancolía entendido a la antigua usanza. Sin renunciar a ese tono utópico y bajo la ley del respeto al original, Peripecia Teatro ha sustituido la poesía algo almibarada del texto raíz por improvisación, la cualidad que distingue a la compañía lusa, junto a otra igualmente refrescante y más cercana al concepto de interculturalidad. Los actores manejan indistintamente en escena tres idiomas, portugués, italiano y español, en un frenético y enriquecedor intercambio de vocablos.

El desarrollo argumental queda tapado, arrinconado en beneficio de estas virtudes. La selección de ‘Novecento' por parte de Peripecia Teatro no responde a ninguna necesidad profunda, ni en lo que refiere a ofrecer una relectura diferente al original ni por el interés en proclamar un mensaje o idea determinada. Sólo sirve de plataforma por la que la compañía saca brillo a sus mejores bazas. Hay dos actores curtidos en el arte de la improvisación (Sérgio Agostinho y Ángel Fragua), otro par de músicos modélicos que avivan y ralentizan el ritmo de la función a base de jazz de calidad (Luis Filipe Santos y Tiago Abrantes) y una contagiosa atmósfera de sana felicidad que se traslada con facilidad al graderío. Una sintonía perfecta atiborrada de buenas intenciones que, en contrapartida, relega al olvido la percha del espectáculo, el personaje del pianista, aquel hombre bautizado con el nombre del año en el que fue encontrado. El rol del protagonista se diluye entre tanto jolgorio, un festín para los actores que se toman todo tipo de licencias, hasta improvisar una estiradísima retransmisión radiofónica. El resultado va por detrás de las intenciones, en este último caso y en el resto de vanos intentos de aproximar la función al espectador. Como tantas otras, ‘Novecientos' no lo exigía.

Hay golpes ingeniosos, instantes brillantes propiciados por la soltura de los dos intérpretes. Es el caso del duelo a cuatro manos entre el protagonista y su rival, el autoproclamado inventor del jazz, de una imaginación desbordante. La poética se sustituye, como se comprueba, por un tono festivo en el que el principal perjudicado es el papel del pianista, difuminado entre tanta pirotecnia interpretativa. ‘Novecientos' se revela así como un espectáculo efectivo y agradable con dos únicos problemas, la irrelevancia a la que somete a la historia, reducida casi a la nada y de un grosor famélico y, en consecuencia, el levísimo poso que deja. Teatro palomitero que envuelve a una historia que, posiblemente, precisaba de un tono diferente.

sábado, 4 de octubre de 2008

'URTAIN'. Tras el mito

CRÍTICA DE TEATRO

'Urtain'
Autor: Juan Cavestany
Dirección: Andrés Lima
Compañía: Animalario
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 1 de octubre de 2008

Animalario ha hecho del exceso un estilo. Todo lo que trabaja la compañía toma la intensidad como punto de partida. Obras exigentes, tanto para intérpretes como espectadores, vistas desde el lado físico y el ámbito emocional. ‘Urtain' no se sustrae a esa tendencia, pero tampoco se deja aniquilar por ella. Al contrario, sorprende, de entrada, que haya relegado a un segundo plano el tono político y crítico que contextualiza a un montaje tan determinado por las circunstancias de la época. El término es contención, un reflejo de madurez. Las reflexiones se dejan para extraerlas tras la conclusión, un dato que ya la aleja de ‘Argelino, servidor de dos amos'.

El libreto de Juan Cavestany, autor a recuperar y habitual colaborador de la compañía, se abre para dejar sitio a la alargada sombra de un mito caído, otro más, triturado por las fauces del deporte. El público más joven, a la vez el más entusiasta seguidor de Animalario, no vio combatir a José Manuel Urtain, el ‘Tigre de Cestona'. Pero sí conserva, si es aficionado al deporte, los regates de Paul Gascoigne en el Mundial de Italia'90, la madrugada en vela junto a Poli Díaz soportando los guantazos de Pernell Whitaker y las paradas de Jesús Rollán en la piscina. Todos, como tantos, metidos en la misma cesta depredadora de las consecuencias del éxito mal digerido.

Urtain acabó mal. Solo, presa de sus recuerdos, se tiró de un décimo piso a cuatro días de la ceremonia de inauguración de Barcelona'92. Un símbolo de la España en blanco y negro sustituido por el evento que iba a funcionar como impulsor de la renovación de la imagen del país, cruel paralelismo. Aunque no lo haya pretendido, Animalario ha excavado en la figura del ídolo de barro y sus componentes sociológicos, amplificados en esta ocasión al tratar con un deporte tan llevado al extremo como el boxeo, manantial incansable de referencias épicas.

Hay una decisión tomada de inicio que agranda el pesaje de la función. El texto se ciñe a la biografía de Urtain, alejado de otros derroteros que han hecho particularmente conocida a Animalario. Una cuenta atrás que se inicia con la muerte del púgil y que desemboca en la España rural de los 60, un desarrollo que lleva la función del clímax a un descenso a tumba abierta de pesadumbre. Todo sucede en un cuadrilátero, con una puesta en escena propia de un combate de boxeo de primer nivel: un presentador guía-espiritual de la velada, efectos luminosos de discoteca, música de época y periodistas incrustados en los laterales. Andrés Lima dirige con aplomo, ya no es novedad, un montaje saturado de guiños a un pasado grisáceo asumido desde la actualidad sin espacio a la melancolía. Por el escenario pasan los chistes de Eugenio, las canciones de Raphael, el periodismo envenenado de José María García, los puñetazos multidireccionales de Pedro Carrasco, un Adolfo Suárez presidiendo el ente RTVE y un surtido variado de mujeres vistas como elementos decorativos y secundarios.

Los pasajes que peor funcionan son los que toman el camino de la parodia grotesca, aquellos que se pasan de rosca y a los que es tan proclive en ocasiones Cavestany. Aparecen enlazados por el uso de referentes como Raphael y el poco sutil presidente de la Federación Española de Boxeo y médico personal de Franco. Caricaturas que relajan una sequedad ambiental que se nutre de escenas especialmente efectivas como la del bar al que acude un Urtain cuarentón para rememorar las hazañas del pasado, y el combate, una coreografía limpia y efectiva, que libró con Cooper en Londres, principio de todos los males. Un rosario de circunstancias que deja constancia del aprovechamiento al que fue sometido un boxeador que no lo era, un pobretón muchacho ignorante que se llegó a postular como rival de Cassius Clay, un ‘aizkolari' que fue de mano en mano hasta caer presa del olvido en una depresión ya irrecuperable. Puñetazos se llevan todos, desde los medios de comunicación, elementos fundamentales en la construcción de un ídolo al que luego relegan al olvido, hasta el régimen franquista y la represión de la España rural, pasando por esa pléyade de truhanes que rodean al deportista y luego le abandonan. La responsabilidad sobre lo sucedido, al menos en esta ‘Urtain', aparece repartida, con pocas papeletas, eso sí, para el peso pesado de Cestona, ingenuo objeto volátil sobre el escenario.

‘Urtain' no sería lo mismo sin Roberto Álamo. Adjudicarle la responsabilidad supone una justa recompensa para este intérprete, mediáticamente en la segunda línea de Animalario. La suya es una labor espectacular, vista desde la escasez de referencias sobre Urtain. Suda, sufre, se retuerce de dolor y atrapa igualmente con superior rabia el papel de padre del púgil. Noventa minutos con la adrenalina a tope, sin tregua, un ejercicio de concentración del que no desfallece. El resto del elenco le secunda en esa misma línea, aunque los debutantes, Raúl Arévalo y Alfonso Lara, bajan un poco el listón. La maquinaria de Animalario está perfectamente engrasada y cuesta subirse y hacerse hueco en un vagón que circula a tanta velocidad y derrocha tal exceso de potencia. Orbitan todos alrededor de un Álamo sublime, principio y fin de la dura recreación de una existencia que llevaba el aliento de la tragedia impresa desde sus primeros balbuceos. Demasiado teatral, tristemente real.

jueves, 2 de octubre de 2008

MULTICINES CISNEROS

Los Multicines Cisneros de Alcalá de Henares se apagan y, de la mano, toda una generación que ha crecido al calor de esta sala de barrio planteada a la antigua usanza. Ha resistido demasiado, más de lo previsto, advertirán los optimistas. El cierre definitivo de los Cisneros, todavía por confirmar, supondría la peor de las noticias para aquellos románticos ajenos a las modas y que resisten el pulso del cine comercial, las macrosalas última generación y las megapantallas hogareñas. Los Cisneros significaban el último reducto para aquellos cinéfilos que conservaban la afición de acudir a un cine de toda la vida, un proyecto suicida en los tiempos que corren, un refugio que siempre te concedía la posibilidad de reconciliarse con el séptimo arte. El espectador le debe tanto a estos multicines que lo único que puede hacer por devolver los servicios prestados durante tantos años es extender la idea de que Alcalá no debe prescindir de un edificio de estas características. Un esfuerzo, por otro lado, de una ingenuidad aplastante, visto el talante, tacto y conocimiento de los ‘gestores’ culturales de la ciudad complutense.

Desde hace unas semanas la cristalera de los céntricos cines está adornada con dos folios que intentan responder de mala manera a la pregunta del motivo por el que siguen cerrados. “Problemas técnicos”, mientras se pueden observar las facturas que el cartero ha depositado tras las rejillas. Los Cisneros, se presumía, no eran rentables. Hay que recapacitar sobre lo sucedido. El único culpable de la situación es el espectador. Nosotros. Nadie más. Y puede que asumirlo haya llegado demasiado tarde.

Probablemente los Cisneros reabran con motivo de la celebración de ALCINE38, del 7 al 15 de noviembre. El festival no puede renunciar a esta instalación, una de sus señas de identidad. Será un espejismo, el último aliento de un moribundo. Nada nuevo, por otra parte. Ya pasó con Madrid Rock, sustituida por una multinacional del tejido en plena Gran Vía, y con tantísimos cines céntricos de la capital, vendidos al mejor postor tras resistir todo lo posible el asedio de los números rojos.

Es el turno de los agradecimientos. Realmente, los Cisneros sólo han sido, que es muchísimo, tres salas que durante años han enseñado a un selecto colectivo de alcalaínos a amar, cuidar, respetar y disfrutar del cine con mayúsculas. Un recuerdo para siempre.