lunes, 29 de diciembre de 2008

CINCO INICIAL 'Mi viejo baúl' 2008

Top 5 Teatro 'Mi viejo baúl' 2008:

1. ‘Molly Sweeney’ (Brian Fiel): Dirección escénica en estado de gracia, interpretaciones de peso y un texto complejo e iluminador, con tanta altura poética como envergadura simbólica. ‘Molly Sweeney’ late con fuerza desde el primer al último parpadeo. Nuevo regalo de la Guindalera hecho desde la intimidad. Que no se corra la voz, que siga siendo un refugio escondido para los aficionados al teatro hecho a base de verdad.

2. ‘Carnaval’ (Jordi Galcerán): Jordi Galcerán deja a un lado los complejos y se atreve con un ‘thriller’, teatro de género confiado al buen hacer en la dirección de Tazmin Townsend. Perfume cinematográfico el proyectado por esta angustiosa carrera contrarreloj por salvar la vida de un niño en el que el autor de ‘El método Grönholm’ pone manifiesto la modélica arquitectura de cada uno de sus textos. El terror que nace del miedo a lo desconocido y la violencia sometida a la sinrazón gana por poco al suspense. Reflexión aparte para un desenlace enredado en una trampa y abocado a la posterior discusión y a una definitiva controversia.

3. ‘Après moi, le deluge’ (Lluïsa Cunillé): Conversación a dos mantenida en un escenario cerrado, la habitación de un hotel de lujo. Con tan contados mimbres, Carlota Subirós sacó todo el rendimiento posible al texto de Lluïsa Cunillé, escaparate de las miserias del continente maldito. Occidente sonríe mientras África muere. Flechas envenenadas lanzadas desde las pestilentes cloacas de Kinshasa que se van clavando en el alma de dos personajes corrompidos por el pasado y el cinismo. Con sus defectos, un texto y un montaje necesarios.

4. ‘La tortuga de Darwin’ (Juan Mayorga): Sin ser de lo mejor de Juan Mayorga, una obra que dignifica el devaluado concepto de teatro comercial. La consagración definitiva de Carmen Machi, que carga a la espalda con el pesado caparazón de una tortuga bicentenaria y con el tonelaje total de un artefacto maravillosamente ensamblado por la pericia de Ernesto Caballero. Todos los elogios por inventar a una interpretación para enmarcar, virtud a la que añadir la capacidad probada que poseen los textos de Mayorga para inquietar, entretener y hacer reflexionar.

5. ‘Kampillo o el corazón de las piedras’ (Pepe Ortega): El último aliento de la Sala Ítaca antes de quedar sepultada por el papeleo burocrático. Teatro duro de mascar, un laberinto de emociones que pone complicado el hallazgo de la salida, un cara a cara con el espectador que no huye de asuntos habitualmente intocables –el terrorismo y la reinserción- y enseña con fino humor y heroísmo de bajos fondos qué hacer con esas heridas del pasado que no cicatrizan.

Mención especial: Roberto Álamo, por ‘Urtain’ (Animalario), un montaje que se quedaría semivacío sin su descomunal interpretación.

sábado, 27 de diciembre de 2008

'MOLLY SWEENEY'. Los lamentos del deseo


'Molly Sweeney'

Autor: Brian Fiel
Adaptación y dirección: Juan Pastor
Reparto: María Pastor, Raúl Fernández, José Maya
Escenario: Guindalera (Madrid). 26 de diciembre de 2008

Cuánto daño puede provocar la solidaridad mal encauzada, aquella que involuntariamente invierte el rumbo y convierte intenciones plausibles en pésimas gestiones. En un recuento subjetivo, puede que menos que esas otras acciones movidas por el irrefrenable y personal empeño en cicatrizar heridas relacionadas con el orgullo. La ceguera de Molly Sweeney, una treintañera instalada en la armonía de una vida plena en todos los sentidos, asumidas sus limitaciones, se topa de frente con esa pared de anchura doble. Una vez alcanzada la estabilidad y liquidados los problemas de la infancia, la pizpireta protagonista se ve envuelta en un progresivo retroceso a la marginalidad, traducida en una oscuridad casi definitiva. La culpa hay que atribuírsela a un joven dispuesto llegar hasta el final para que la mujer con la que se ha casado recupere la vista y a un doctor que pretende recuperar un prestigio profesional ensuciado en el pasado. Representantes cada uno del sector emocional y del científico, unidos por distintas causas para menoscabar la alegría de Molly, ciega desde los diez meses de vida. Hasta qué punto se le puede reprochar a la protagonista lo que le sucede es una tarea que se asigna a cada espectador. Que lo vea, escuche y que juzgue, dictamina con inteligencia Juan Pastor, responsable de montar un texto de perfil ‘chejoviano’ escrito por el irlandés Brian Fiel, una nueva pugna que enfrenta a deseo y equilbrio.

Pone Pastor al servicio de las profundidades simbólicas del texto todos los instrumentos manejados desde la dirección. Un escenario limpio y desnudo cede la responsabilidad a los intérpretes, que se hacen dueños de tan potente material dramático. Molly se coloca en el centro, flanqueada por el doctor y su joven esposo, iluminados de forma alternativo por tímidos destellos de luz. Un triángulo que va elaborando la historia de manera externa a los acontecimientos, narraciones indirectas y soltadas de cara al público, con lo que eluden el enfrentamiento y posicionan al montaje en un código hermanado con el relato oral. Todo en un tono de fábula contada en la intimidad, en un silencio sólo roto por la desesperación con la que Molly revela su inconformidad interna a la operación de reconstrucción óptica a la que va a ser sometida. La manifiesta en la noche anterior mediante un frenético baile en el transcurso de una fiesta que recuerda a aquella otra que con tanta brillantez reflejara James Joyce en ‘Dublineses’. La seductora melodía de ‘El lamento de Limerick’ suena de fondo mientras Molly se despide de la lógica de treinta años de oscuridad asimilada y se apresta a recibir un nuevo universo de imágenes y formas que le llevará a una ruptura total de esquemas ya establecidos.

Cuando se descubren las consecuencias que la operación ha dejado en Molly la obra no desfallece. Ya está completamente solidificada, lista para exprimir todo su significado, para dejar volar el lirismo que impregna cada uno de los monólogos, tajadas de textos que se dicen y se sienten por actores, los tres, de oficio. Esa es la palabra. Cada uno se aventura por los derroteros técnicos que exige la compleja personalidad de su personaje. María Pastor se lleva la mejor parte con una interpretación magnética. Es una Molly que exterioriza todo lo que le pasa por dentro. Necesita hacerlo ante la convulsión provocada por un amor fulminante, el proceso preoperatorio y su desenlace. Raúl Fernández lleva a Frank al otro lado del escenario, joven atolondrado que no ha hallado el sitio que le corresponde, lleno de tantas buenas intenciones como temeroso de asumir responsabilidades. La seriedad la pone el doctor Rice, otro rol afilado el construido por Fiel y trabajado con solvencia por José Maya. Una terna que ilumina al arrebatador personaje central y que constata que el éxito, como concluye el actor José Sancho en las memorias que acaba de publicar, ‘Bambalinas de cartón’, se mide por lo a gusto que uno está con su vida y no por lo lejos que haya llegado.

Ahí, en esa teoría que sale de la experiencia, anida todo el jugo que se puede extraer de esta ‘Molly Sweeney’, nostálgica balada irlandesa tejida con fino hilo poético por Juan Pastor. Una nueva muestra de teatro hecho desde las entrañas, sincero hasta la médula y con la chispa y el aplomo necesario para que su mensaje, alejado de un fondo moralizante, salga adelante entre tantas decisiones tan miserablemente humanas.

lunes, 22 de diciembre de 2008

'EL HOMBRE QUE QUISO SER REY'. Los cinco sentidos de la aventura


'El hombre que quiso ser Rey'

Autor y dirección: Ignacio García May
Producción: Centro Dramático Nacional y Tigre Tigre Teatro
Reparto: Marcial Álvarez, José Luis Patiño. Majid Javadí y Eduardo Aguirre de Cárcer (músicos)
Escenario: Sala Princesa del Teatro María Guerrero (Madrid). 21 de diciembre de 2008


En una gruta escondida del bullicio de la gran ciudad, un mercader descalzo, vestido con una túnica y cubierto por un turbante subasta una alfombra. Oferta rechazada por los curiosos, material de poca calidad. Vuelve a la carga y ofrece un producto de linaje superior. Nueva negativa. Cede y finalmente pide unas monedas a cambio de relatar una historia. Así, apelando a un recurso clásico, se activa el resorte que impulsa a ‘El hombre que quiso ser Rey', una función que hace de la sencillez y la limitación de medios planteada una virtud. A base de imaginación, puesto que lo único que se puede echar de menos en esta obra de género puro y duro, se agradece, es una hoguera a la que rodear antes de abrir bien los oídos y dejarse atrapar por el seductor relato entonado por el vendedor de alfombras.

Ignacio García May logra transportar al espectador a una realidad muy alejada de la suya, a un mundo exótico poblado por soldados buscavidas, tierras lejanas, tesoros perdidos y serpientes venenosas. Un viaje al reino perdido de Kafiristán, billete en clase VIP para la memoria y territorio señalado para la leyenda y sellado por la literatura de Rudyard Kipling. Lo ha hecho exprimiendo a tope sus contados recursos. Dos (excelsos) músicos que se desdoblan en actores cuando la situación lo requiere, alfombras de valor incalculable, una sábana blanca que tapa de nieve a los protagonistas, otro par de taburetes y unos inmaculados uniformes coloniales. La imaginación tapa las zonas a los que no llegado el presupuesto de esta producción modesta de ropaje, paupérrima a nivel económico en comparación de la versión cinematográfica encumbrada por John Houston, Michael Caine y Sean Connery.

El filme queda así como una referencia alejadísima de lo expuesto por la adaptación de García May, que ha colocado hábilmente el texto al servicio de una puesta en escena brillante, rápida, diligente y condensada. Ante lo visto y vivido, una experiencia física casi en primera persona, en un segundo plano se coloca la lectura profunda de las experiencias por tierras indómitas de esos dos pícaros de casaca roja. Como toda leyenda resistente al paso del tiempo, ‘El hombre que quiso ser Rey' se gana la atención del oyente sin estridencias, un puzzle que va encajando en silencio, poco a poco, artesanalmente. En el camino a la resolución, porfiada al ‘mametiano’ recurso de hombre humilde involucrado en una situación que le supera, deja escenas a guardar como la llegada de Carnehan (Marcial Álvarez) y Dravot (José Luis Patiño) a los asalvajados poblados de Kafiristán, cuatro en escena que se proyectan como centenares. Otro tanto para la perfecta escenografía verbal diseñada desde la dirección, una obligación a mantener los cinco sentidos, de una forma u otra, atentos.

Teatro en miniatura que puede competir en interés y rendimiento escénico con cualquier otro proyecto de colosales dimensiones, ‘El hombre que quiso ser Rey’ deja de lado apuntes históricos y lecturas moralizantes para entregarse por completo a lo que debe ser una obra del género de aventuras, tan poco tratado en el teatro: el entretenimiento. Sólo esa modestia tan asumida desde el inicio y algún toque cómico innecesario le impide cuadrarse como un montaje sin tacha alguna.

sábado, 20 de diciembre de 2008

'LA TABERNA FANTÁSTICA'. Parroquianos del pasado


'La taberna fantástica'

Autor: Alfonso Sastre
Dirección: Gerardo Malla
Producción: Centro Dramático Nacional
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 17 de diciembre de 2008


La afirmación admite pocos titubeos. La obra de Alfonso Sastre pasa por un gozoso estado de forma. Tras un largo recuento de décadas sometido al silencio, el vacío y hasta el desprecio, se asiste a un proceso de reconocimiento de los méritos acumulados por un autor que colecciona los condicionantes precisos para portar la mal asumida etiqueta de maldito, a la altura de artistas de otros territorios como Antonio Vega y Juan Goytisolo. Colectivo de resistentes en todo caso, aunque ya escépticos perdidos para la causa. En el caso de Sastre, la suya ha sido una actividad incesante que cubre análisis teóricos, ensayos, textos oscurecidos por la censura y otros atrapados de forma incomprensible en ese túnel que conecta a la literatura dramática con el escenario.

Proyectos arropados por el Centro Dramático Nacional como ‘La taberna fantástica’ ponen en su sitio a un dramaturgo heterodoxo que siempre ha tenido algo interesante que contar, aunque perdido tantas veces en los excesos que conlleva la fe inquebrantable en las causas perdidas. Sirva esta nueva reposición de ‘La taberna fantástica’, acercamiento poco contemplativo al extrarradio madrileño del franquismo tardío, para subrayar las virtudes del teatro de Sastre, una escritura precisa, directa y sin medias tintas. Un texto que, si bien no se abre al volcán ideológico y de denuncia que ha regido la mayor parte de su trayectoria, si queda como manifiesto de la autenticidad de las líneas tejidas por el madrileño y testimonio de la existencia de unos seres humanos a los que no se solía dar voz y presencia en el ámbito cultural.

Gerardo Vera ha puesto en manos de otro Gerardo, Malla, un montaje que ya tutelara hace más de dos décadas. Sorprendió a mediados de los 80 la repercusión obtenida por este drama de caña, navaja albaceteña y venganzas de barriada, que colocó a Sastre en una cúspide que anteriormente tenía vetada. Malla ha optado por no desempolvar aquel espectáculo y así rescatar el mismo espíritu. Arma de doble filo, puesto que asoma el peligro del anacronismo para unos personajes sepultados por el –oscuro- pasado del país. Por ‘La taberna fantástica’ desfila un batallón de tipos de vuelta de todo. Seres descarriados con la violencia y la marginalidad tatuadas en las venas. Perdedores en grado sumo acunados por Luis (excelente Carlos Marcet), un tabernero que tira cañas como ya no se hace, con los dedos de espuma justos, confesor y algo más de la larga ristra de compulsivos bebedores que se citaban puertas adentro de tan particular cantina. A trago limpio, ‘La taberna fantástica’ va componiendo una tragedia típica de los bajos fondos, envuelta por puñaladas verbales de lenguaje de extrarradio. Es ese punto cuando más brilla las dotes de Sastre, en la milimétrica reproducción de una jerga tan concreta, responsable directa de una ambientación que por sí mismo vale más que la exigentísima escenografía, casi de porcelana, levantada por Quim Roy. Un diccionario que seduce a los oídos por encima de un argumento de poco peso y que va perdiendo fuelle desde el arrebatador prólogo hasta el huidizo desenlace.

El CDN no ha escatimado en detalles a la hora de sacar adelante el proyecto: producción de envergadura, de kilométrico reparto y dotada de una envoltura visual y melódica de primer nivel. Aires renovados en ese sentido, al contrario que lo trabajado desde una dirección conservadora que conduce a un cruce de interpretaciones desiguales, algunas con el aroma ochentero de la naftalina, y a una historia que sonará tan lejana a la nueva legión de espectadores, detectado el riesgo de relacionar el legado de Sastre con un teatro demasiado polvoriento. Esa conexión entre pasado y presente se advierte como el hilo más débil de un montaje al que una corriente de aire fresco le hubiera venido mejor. Tanto respeto al espíritu de la primera versión resta verismo, no autenticidad, a lo exprimido por esta función, cuyo potente valor simbólico ha quedado, por medio del tiempo transcurrido, por debajo de esa línea de denuncia y compromiso defendida siempre por Sastre. La chispa que da el atrevimiento y deriva en la novedad.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

TRÉBOL DE CERVEZA NEGRA

(Escrito ganador de Creajoven 2008, categoría 'Cuaderno de viajes')

TRÉBOL DE CERVEZA NEGRA


I. AEROPUERTO DE DUBLÍN

Una leyenda de origen tabernario asegura que Martin Sheen, estrella en ‘Apocalypse Now’, juerguista oficial de Hollywood y padre de otro actor de relumbrón, Charlie Sheen, estudia en la Galway University. Que se pasea, ya setentón, a bordo de un descapotable, y que suele pasarse por algún fiestorro de esos que organizan los Erasmus en vísperas del fin de semana. Si se exprime la imaginación se le puede ver paseando por el jovial campus académico de la ciudad irlandesa, carpeta al brazo y rodeado de holandesas de embaucadores iris azulados. Como toda leyenda que se precie, hay que darle una cuota fija de verosimilitud. Un puñado de fotos que pululan por la red añaden más misterio al asunto.

Verdaderamente, en pocos sitios se puede pasar tan desapercibido como en Galway, un combinado de nacionalidades, razas y pautas de comportamiento que convive en perfecto equilibro, un conjunto armónico que se ve acompañado por la magia élfica de sus paisajes y el carácter amigable de sus gentes. El visitante, por ojos rasgados, acento intraducible y objetivos extravagantes que persiga, no llamará la atención. En Galway se respira tranquilidad. Aunque Martin Sheen la haya elegido como lugar de residencia.

Acudo a Galway, 196 kilómetros al oeste de Dublín, por varios motivos. La necesidad de recuperar la inspiración tras un largo periodo en el dique seco ocupa el primer puesto, seguida del amor reverencial que uno profesa al país del trébol tras varias estancias estudiantiles. Como Dublín se salía de los márgenes -la capital ha perdido encanto a pasos agigantados-, Galway se puso en el pedestal de mis preferencias. El mes ideal sería septiembre, todavía bajo el manto alargado del verano y con la ciudad a la espera del desembarco estudiantil de octubre, fecha de inicio del curso académico.

La tercera villa irlandesa en población tras Dublín y Cork regala copioso material para historias de alto tonelaje poético. En esta ciudad costera que vive y deja vivir se refugiaron artistas como William Butler Yeats, que se enfrascó en largas conversaciones con la niebla que depararon algunos de los versos más estremecedores de la literatura británica. Yeats pasó largas temporadas en Galway, renunciando a la vida cultural de la capital, la adecuada para colmar el ego de escritores de su talla. Si se llega a conocer Galway en profundidad, se comprenderá esa decisión. El viaje se inicia bajo las citadas premisas y con un calculado deseo de distanciamiento de la comodidad del día a día. A lo Yeats, en miniatura.

Bajo del avión. Un vuelo sin complicaciones, con el silencio de los trayectos aéreos que se encuadran lejos de las rutas turísticas. Recorro los pasillos familiares del aeropuerto de Dublín. Observo a la gente ataviada con periódicos y tarjetas de embarque. La rutina acelerada de Barajas se ha transformado en apenas minutos en la prisa cómoda que acompaña a los ejecutivos irlandeses y a las muchachas que despegan hacia el sol. Toda una filosofía de vida. Las reflexiones del recién llegado me acompañan mientras espero al autobús de línea.


II. AUTOBÚS DE LÍNEA. DUBLÍN-GALWAY. FILA 7, ASIENTO 26.

Vuela la imaginación y me asaltan los recuerdos. Ya lo escribió Yeats. Un paseo por esas calles empinadas que culminan en las inquietas aguas del Atlántico dispara la creatividad. Un dato que ya anuncia la policromática travesía que une Dublín con Galway. El autobús avanza recreándose en el paisaje que posa tras los cristales como una modelo de modales exquisitos. Nadie golpea el claxon ni se realizan adelantamientos suicidas. Todos parecen estar de acuerdo en que hay que disfrutar del viaje. Un pacto del que la vista sale reforzada.

Una neblina cada vez más densa se va apoderando de las llanuras verdosas en las que pastan en paz rebaños de vacas de anuncio publicitario. Galway se aproxima. Los acantilados que se asoman por el fondo, con el mar salvaje que acabó con las esperanzas de la Armada Invencible en el siglo XVI como testigo, le confieren a la escena un ambiente de película con aroma a café humeante de taberna marítima. Ahora puedo comprender al Clint Eastwood de ‘Million Dollar Baby’. El cineasta cinceló sabiamente un viejo púgil harto de pelear con la vida que anhelaba pasar sus últimos días en la costa oeste de Irlanda. Eastwood se refería a esto, sin duda. El lugar al que uno escaparía y en el que no desearía ser encontrado jamás.

El espíritu de tantos creadores que han frecuentado Galway a la caza de la inspiración ya se palpa, se saborea con la certeza de que en lo efímero se esconde lo maravilloso. Restan tres kilómetros. Consecuencias de la globalización y de la reciente prosperidad económica del país, impulsada por el sector de la construcción, Galway no supone el reflejo cristalino de esa Irlanda profunda, ancestral y fantasmagórica, condiciones atribuidas por tantas películas, canciones, libros y leyendas. Pero es innegable que se aproxima a esa idea de reducto al que van a parar los que quieren saldar algún tipo de cuenta con las alturas. Aquellos que van o vienen, almas perturbadas, corazones inquietos.


III. CAMINO AL HOTEL

El viaje, tres horas y siete euros por cabeza, acaba en las puertas de lo que vendría a ser una oficina de turismo. Está en el principio de una cuesta que se pierde en el horizonte. Primer aviso. Galway es un tobogán, diseñada al estilo de una mortífera etapa rompepiernas del Tour de Francia. Chispea con poca intensidad, casi se diría que con amabilidad. Es una característica habitual de la climatología irlandesa, al igual que la visión de un sol dominante en las alturas que reluce escudado entre un colectivo de nubes grisáceas. El astro rey sale, desaparece y vuelve a irradiar luz en cuestión de minutos. Actúa como si girase en un tiovivo, niño travieso de las alturas. Por lo visto, toca mañana plácida de septiembre. Aunque pronto se confirmará el carácter rebelde de las nubes irlandesas.

Camino del hotel, se inicia el recuento de Bed&Breakfast. Son casas de dos pisos con jardín, separadas por vallas de madera de clase de iniciación al bricolaje, aparcamiento de una plaza y caseta para el perro. La mayoría presenta a pie de puerta una alfombrilla que regala al visitante un lema amistoso. Un cartel indica si hay habitaciones disponibles y la hora a la que se sirve el desayuno. Los propietarios suelen ser matrimonios con hijos mayores ya independizados, que rentan las habitaciones al turista ocasional. Ingresan a cambio una pequeña cantidad económica, aunque el principal beneficio lo encuentran en el componente afectivo. Salvo excepciones, tratarán al visitante como uno más de la familia. Las desconfianzas, tan en boga fuera de la isla, aquí palidecen en beneficio de la amabilidad y del favor que no busca nada a cambio.


IV. ‘DOWNTOWN’


Las viviendas del centro no superan los dos pisos, por lo que la altura de los edificios apenas excede los cuatro metros. Una ciudad disfrazada de pueblo escondido entre los acantilados, con el encanto que encierra la definición. El ‘downtown’ de Galway empieza en una plaza monumental, la Eyre Square, en la que un grupo de franceses se mofa de la vestimenta gótica de dos adolescentes que encajarían perfectamente en el papel de chicos raros del instituto. La plaza se abre definitivamente a la Shop Street, el pulmón por el que respira Galway, 60.000 habitantes al alza. La calle, que desemboca en el punto en el que el río Corrib realiza esta misma acción, se ha maquillado en los últimos tiempos. Un tipo pelirrojo canta con una guitarra, fragancia acústica de campamento estival de colegio religioso. El parecido físico es asombroso, aunque no es Glen Hansard, el cantautor que salió del anonimato gracias a su participación en la película ‘Once’ (John Carney, 2007). Hansard es desde hace unos meses una celebridad en Irlanda. Ganó inesperadamente un Oscar por algo tan sencillo como entonar una canción de guitarra, guantes y funda, la maravillosa ‘Falling Slowly’. Un cantautor a la antigua usanza que ya no correteará por las calles de Dublín. Otra leyenda para un país que no sabría respirar sin estas historias de superación.

Lejos de la idealización que propone la fórmula ‘Once’, la Shop Street ha adoptado el modelo de consumismo europeo. Las tiendas se reparten en cada acera. El pórtico más ancho pertenece a un centro comercial en el que anidan establecimientos de firmas de ropa internacionalmente reconocidas. Por supuesto, inaccesibles para el mileurista. Aun así, persisten rasgos que delatan que no todo está perdido, como los malabaristas que se citan cada noche a la caza de las monedas que deja caer la generosidad asociada a la borrachera o el hipnótico sonido que se escapa de las puertas entreabiertas de los clubes nocturnos de jazz, custodiados por fornidos guardaespaldas sonrientes.


V. ‘AL INFIERNO O A LOS CONNACHT’

Los irlandeses son tipos tranquilos, otra verdad a sumar en la cuenta del tópico. Gente que pasea por la calle sin levantar la voz. Un taxista que se compadece de tu desorientación y no te cobra por un viaje demasiado breve. Un conductor de autobús que no duda en detener la venta de billetes para ayudar a subir un equipaje pesado. Dos jóvenes que prestan el móvil a un desconocido en la madrugada de la dublinesa O’Connell Street. Geográfico cruce de caminos, los irlandeses se han acostumbrado a convivir con el visitante. La sociedad ha crecido amparada en esa diversidad, al tiempo que respetaba las viejas tradiciones. El rugby es una de ellas.

Galway se vacía los sábados por la tarde. Sus habitantes acuden en masa al campo de los Connacht. ‘Al infierno o a los Connacht’ reza el lema promocional del equipo. El estadio se sitúa en medio de una explanada, a muy poca distancia del cementerio gótico de la localidad, un lugar escalofriante, por cierto, si se gira el cuello de madrugada y, de improviso, uno se topa a centímetros con una imagen que podría haber salido en estampida de un relato de Lovecraft.

Asistir a un partido de rugby en uno de los países que veneran este deporte -Irlanda es un habitual del legendario Seis Naciones- es una experiencia altamente recomendable. Las comparaciones con un choque futbolístico se desvanecen desde el pitido inicial. El taquillero ofrece las entradas a precio reducido, descuento de estudiante. No busca hacer negocio con el novato. El público accede al graderío con botellines en la mano. Está permitido. Se sabe que nadie se atreverá a usarlos como arma arrojadiza. Salta al campo el equipo rival, un combinado escocés con el que existe máxima rivalidad, según explican desde los altavoces del estadio, y no se le abuchea. Un silencio respetuoso se extiende por el campo.

Me sitúo en un lateral, apiñado entre un grupo de irlandeses ataviados con la bufanda de los Connacht. Un hombre de mediana edad y barba frondosa que acompaña a un niño al que la mascota del equipo, una especie de pollo recalentado, acaba de regalar un pequeño balón amelonado, me pregunta por mi nacionalidad. Me cuenta que ha estado en España un par de veces. Todo gira alrededor del sol, la playa y la religión, lo último una nueva demostración de que proceder de un país de mayoría católica es un salvoconducto social en Irlanda. La conversación se alarga y entra en el terreno del rugby.

- Es un deporte incomparable. El único a nivel de selecciones que aglutina a toda Irlanda. Hasta se han tenido que inventar un nuevo himno. Aunque sólo sea por unas horas, une a gente de convicciones totalmente opuestas.

Le miro y trato de encontrar algo en España que pudiera compararse con lo que acaba de exponerme. Decido dejarlo por imposible.

Me despido amablemente. Durante el descanso cambio de ubicación y me coloco detrás de una de las zona de marca. Los niños corretean con total libertad a unos escasos centímetros del campo. Nadie les llama la atención. Acaba el encuentro. El resultado parece no importar. El equipo local ha perdido, pero ha peleado hasta el final y la afición lo agradece en forma de cálida ovación. Y lo más llamativo, ¿ha habido árbitro?


VI. FÚTBOL Y PINTAS


El fútbol en Irlanda se coloca en un plano secundario. Importa la selección nacional, de capa caída la última década. Los clubes irlandeses apenas asoman la cabeza fuera de las ligas regionales que componen la estructura futbolística del país, asimilada bajo las siglas FAI. Uno de los pocos equipos que ha logrado ganarse el respeto dentro de las islas británicas ha sido el Derry City. Cito a este club para ilustrar con una anécdota el espíritu que está bañando mi periplo por Ia costa oeste de Irlanda.

La segunda noche en Galway decido tomar unas cervezas en una taberna del centro de la ciudad. Accedo a un establecimiento de pintoresco aspecto externo. Por dentro, su estructura se asemeja a la bodega de un navío del siglo XVI. Dando por buena la impresión, una bandera pirata cuelga de una de las paredes. Otra se cubre con una vitrina en la que se exponen más de un centenar de jarras de cerveza. Vacías, por si acaso. Las rellenas por el líquido de la cebada están en posesión de los parroquianos, unas dos decenas de nativos entre los que se inmiscuye una familia rubiales de aspecto nórdico y dos veinteañeros que conversan a grito pelado. Italianos, probablemente.

Dos actitudes me llaman la atención dentro de esa atmósfera saturada de alcohol, humo y cánticos. De un rincón de la barra, el más alejado de la mesa que ocupo, empieza a salir un melodioso sonido emitido por dos voces rudas y cargadas de años. Un par de hombres que superan la cincuentena golpean sus jarras atiborradas de cerveza mientras entonan viejas canciones en gaélico, indiferentes al jaleo que les rodea, desinteresados por un mundo que ya no es el suyo y que no quieren comprender. La imagen daría para arrancar una novela. Tres televisores sintonizan con un partido de la UEFA. Enfrenta al Derry City con el Paris Saint-Germain. Un grupo de seguidores del conjunto irlandés ríe, bebe y protesta las decisiones arbitrales frente a mi mesa. Temibles ‘hooligans’, me impone el sentido común. Sorprendentemente, optan por apartarse nada más percibir de mi parte un leve gesto de interés por lo proyectado.

- ¿Así puede verlo bien? –brama un hombretón de pómulos rosáceos.

El joven del mentón enrojecido y tres de sus acompañantes se apartan para mejorar la visibilidad de un foráneo, aun a costa de perder la suya. Aquello que Dublín se negó a enseñarme, Galway me lo muestra sin haberlo solicitado. Actos tan sencillos como hermosos. Si no fuera porque las telarañas anidan en los bolsillos de mi pantalón, no dudaría en compartir una pinta con estos extraños, más cercanos que muchos de aquellos que me rodean a diario.


VII. TÉ Y PASTAS

La tercera mañana de mi estancia en Galway adquiero una representación de prensa de tirada nacional y local. Un caso de corrupción política, nada comparable a la especulación urbanística tan de moda en España, centra la actualidad. A pie de portada, el diario más vendido de Galway da noticia de un suceso: la sustracción por la fuerza de tres euros a un viandante. Leer para creer. Esa misma mañana la agenda obliga a un recorrido por la Universidad. La sombra de Martin Sheen se agranda.

Poco tiene que ver aquel ambiente con el caos, asfixiante y entrañable, de la Universidad Complutense. Extensas explanadas de césped semidesierto rodean edificios silenciosos, imponentes, distintos. Recuerdo la prisa continua del campus madrileño, las hordas de semiadolescentes con carpetas, el ruido obligado de los pasillos de la facultad. Ni siquiera la Universidad, bullente por naturaleza, perturba la calma de Galway, su serenidad asumida. Me alejo después de una pausa de lectura solitaria para dirigirme al Spanish Arch, punto señalado en los mapas turísticos y visita obligada para el forastero. Discreto, silencioso, alejado de la majestuosidad del que demanda atención. Paseo por la costa durante algunos minutos, observo la desembocadura imponente del Corrib y esquivo la mirada escrutadora de las gaviotas. Me refugio en una galería vanguardista escondida en un recodo junto al arco. Contrastes en medio del silencio. Me alejo del mar y abandono el centro, salpicado de sonidos de canción de autor, para dirigirme a la periferia, al reencuentro con una infancia borrada por los desengaños del paso del tiempo.

Las callejuelas del centro desaparecen para dejar paso a los centros comerciales y las tiendas de bricolaje. Luce el sol y aún es de día, últimos suspiros de luz en el ocaso del mes de septiembre. La ruta me conduce a la casa que, algunos años atrás, se convirtiera en refugio de una inocencia con deseos de conocer nuevos mundos, un puente al otro lado de los golpes de la vida. Tranquilidad escondida detrás de paredes blancas, puertas azules y pequeños jardines de clase media. Una sonrisa cómplice abre la puerta, me hace un hueco en la cómoda salita plagada de fotos familiares y me ofrece un pastel cocinado a fuego lento. La conversación transcurre entre recuerdos borrosos, comentarios intrascendentes, despedidas de soltera en Barcelona y la embriagadora sensación que supone regresar a un lugar que parecía desaparecido para siempre, a un rincón imborrable que volverá a evaporarse. Nuevamente compruebo las diferencias palpables del carácter irlandés, la hospitalidad del entrañable semidesconocido que no duda en ofrecerte té y pastas delante de su foto de comunión. Una oportunidad impensable en la bulliciosa Madrid.


VIII. AUTOBÚS DE LÍNEA. GALWAY-DUBLÍN. FILA 7, ASIENTO 26.

La calma que Galway me había ofrecido durante días se evapora cuando el viaje comienza a apurar sus últimos sorbos. Chaparrón impertinente, ausencia de paraguas, carreras resbaladizas hasta la parada de autobús. Un conductor aficionado al aire acondicionado dirige mi despedida, rumbo a aquel aeropuerto familiar que me espera entre niebla y tormenta. Los viajes de vuelta siempre resultan más breves, fenómeno provocado por la tranquilidad del que no espera la llegada. Ejecutivos con tarjeta de embarque y jovencitas que despegan hacia el sol comparten mi tiempo junto a la puerta de salida. Apuro el último diario irlandés mientras una azafata me ofrece un ejemplar de prensa española. La selección vence 4-0 a Ucrania. Vamos a ganar el Mundial. Otra vez. Todo sigue igual, por fortuna. Pido una cerveza. Negra, por supuesto. El dibujo de la chapa me llama la atención. Un trébol de cerveza negra. Dos horas después, Madrid me devuelve la rutina acelerada y entrañable de lo conocido. Regreso a casa con los objetivos cumplidos. Ocho páginas en un suspiro de tres días. Calma, escritura y la perpetuación de dos leyendas, la de Martin Sheen estudiante universitario y la de Irlanda como el mapamundi de mis sentimientos.

martes, 11 de noviembre de 2008

'HOY NO ME PUEDO LEVANTAR'. La ley del rompetaquillas

CRÍTICA MUSICAL

'Hoy no me puedo levantar'
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 2 de noviembre de 2008

Hace falta poco para cubrir la cuota de favor del gran público. A estas alturas, más de un millón y medio de espectadores, así lo proclama la hoja promocional, han contemplado el musical ‘Hoy no me puedo levantar’, rompetaquillas en la cartelera madrileña. Un público que no duda en desembolsar una cantidad que cuadriplica, si no se recurre a la piratería, el precio de un disco en el mercado del grupo homenajeado, y que supera la cifra exigida para cualquier concierto realizado en directo. Es la ley del musical que resucita al grupo de culto que sea, nuevas maquinarias para generar ingresos y captar nuevos públicos a base de discursos políticamente correctos, uniformes y que nada nuevo –ni viejo- aportan al bosque cultural. Productos de usar y tirar, de una calidad ínfima y que demuestran que todo vale para captar la atención del consumidor. En este caso, ‘Hoy no me puedo levantar’ se vale de un nombre que no admite dudas, el de Mecano, primer paso imprescindible para sellar la pieza de inicio del que ha sido uno de los negocios más rentables de los últimos años, la catapulta al fenómeno del musical.

De primeras, el nivel artístico de ‘Hoy no me puedo levantar’, aunque el éxito proclame por lo contrario, deja demasiado que desear. El libreto es una acumulación incesante de tópicos sobre todo aquello que tiene que ver con el auge y posterior caída de un grupo musical. Hay de todo, para elegir entre tantos lugares comunes deformados en aras del ‘buenrollismo’ del proyecto: dos jóvenes con ganas de comerse el mundo que dejan atrás el pueblo para instalarse en la gran ciudad, un presunto ‘heavy’ que cambia de carril ante el primer acorde pop que se encuentra, un espinoso y –peligroso- acercamiento a las drogas, la marcha del primer espada a construir una carrera en solitario y el posterior regreso alimentado por el espíritu del que ya no está. Moralina a raudales y humor de bajos vuelos escudado en chascarrillos locales. Todo lo enumerado no vale para bajar la nota a un musical, que no deja de ser lo que expresa el término, una sucesión de números cantados y bailados, una banda sonora prestada del vasto cancionero de una formación que por méritos propios descansa en un espacio de privilegio del salón de la fama del pop nacional del siglo XX. Desafortunadamente, ‘Hoy no me puedo levantar’ se espesa más todavía en esta zona, salvo esporádicos trallazos vocales de boca de los intérpretes en canciones como ‘Mujer contra mujer’ y ‘Barco a venus’, hasta derivar en una sinfonía interminable –cuatro horas- de desaciertos. Los arreglos estropean más de una obra maestra del legado de los hermanos Cano, véase la alucinógena ‘Dalí’.

‘Hoy no me puedo levantar’ emplea con igual descaro que eficacia la estructura del best-seller literario. Sólo hay que sustituir las frases cortas e impactantes por una colección de canciones archiconocidas incrustadas entre una lacrimógena historia de redención personal. Todo desemboca en una catarsis colectiva en forma de estribillos aptos para ser coreados servida bajo mínimos. Adecuado epitafio para un ceremonial carente de originalidad que se vale de la estandarización de contenidos que demanda el mercado para esbozar una sonrisa. Un favor más a la perpetuación de un modelo unidireccional, el de un proyecto que ofrece rentabilidad a cambio de una calidad ínfima. La eterna pugna, aquí en un alarmante desequilibrio. Si pueden, no sigan el juego, que es adictivo.

martes, 4 de noviembre de 2008

'EN ATTENDANT LE SONGE'. La fiesta de la imaginación

CRÍTICA DE TEATRO

'En attendant le songe'
Autor: William Shakespeare
Dirección y adaptación: Irina Brook
Compañía: Compagnie Irina Brook
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 2 de noviembre de 2008


Hay dos vocablos que ‘En attendant le songe’ respeta por encima del resto: imaginación y libertad. El resto es material listo para el reciclaje. Lo primero es un guiño propio de teatreros a la antigua usanza, una interpelación a la creación colectiva, una fantasía acorde al contenido del espíritu del original en el que se basa la función, el ‘El sueño de una noche de verano’ shakesperiano. ‘En attendant le songe’ son seis actores y poco más. La fantasía sale de ellos, de cada uno de los trucos interpretativos que ponen en liza y de la libertad que la directora, Irina Brook, apellido de tronío, les ha concedido encima –y debajo- del escenario. Un teatro que, aunque pueda parecer lo contrario, exige mucho y recompensa en la misma medida. Al fin una función que huye de monstruosidades dedicadas a revolucionar a los clásicos y devuelve al género al terreno de la sencillez y la claridad, donde gana en presencia y poso. Un teatro complicado pese a que la puesta en escena proclame algo distinto. Abultado por el divertido intercambio lingüístico (francés, español y gotitas de griego) y disminuido por algún exceso ya en la parte final que exigiría algo más de mano dura desde la dirección. No todo puede ser perfecto.

Al público, ya se ha dicho, la Compagnie Irina Brook le pide mucho. Que deje volar la imaginación, que vea hermosas damiselas donde hay un hombretón musculado con el ombligo al aire, que se crea que una jovenzuela pueda tener algo más que pelusilla en el mentón, que contemple un bosque mágico en el lugar en el que no hay nada, que los duendecillos se diviertan a ritmo de hip hop. La primorosa construcción de una escenografía verbal es la gran virtud que manifiesta ‘En attendant le songe’ que, en un juego metateatral tantas veces expuesto en las tablas, conecta las dos historias del argumento sobre la experiencia casi real de un grupo de albañiles que ha quedado separado vía conexión aérea de los verdaderos actores de la función. La obra se las ingenia así para romper, arreglar y volver a romper la cuarta pared, en una espiral sin fin. El teatro se equipara a la realidad y lo aleja de la mera representación, a base de una comicidad excelentemente trabajada por un reparto granítico.

Aunque se cuelen deslices como el señalado ya cerca del epílogo, estirado y hasta estilizado al máximo, y otro, ya de orden ortográfico, en los incómodos por himalayescos subtítulos de traducción, ‘En attendant le songe’ devuelve la esperanza a ese espectador atenazado ante tanta experimentación y lenguajes etiquetados como innovadores. Si hay riesgo sobre un escenario, lo que hacen los albañiles ficticios de ‘En attendant le songe’ se acerca mucho al concepto, puesto que son actores que se exponen por completo para hacer algo que aparenta tanta sencillez formal como una agradable comedia de enredos amorosos, que, a fin de cuentas, es lo que no deja de ser al descubierto ‘El sueño de una noche de verano’.

domingo, 19 de octubre de 2008

MAYORGA, EL ESCRITOR DESCONOCIDO

ARTÍCULO DE OPINIÓN

Andrés Lima mira a los ojos cuando habla. El desenfreno que reina en los montajes que suele dirigir al frente de Animalario contrasta con la placidez con la que se entrega a la conversación. De vez en cuando suelta frases que solicitan un lugar en la memoria o dos pares de líneas en el cuaderno de mano del olvidadizo. Entre ese grupo, suele colar sentencias proféticas soltadas con total seguridad. Hace poco le escuché una: “Dentro de unos años los textos de Juan Mayorga se estudiarán en los colegios del país”. No es un elogio gratuito. Lima conoce bien a Mayorga. No perfectamente, porque hay una barrera insalvable entre el artista y el escritor, la que impone el respeto que se profesan mutuamente ambos profesionales. Irreverente e imaginativo el director y actor, disciplinado y serio el dramaturgo.

Mayorga es un caso extraordinario dentro de la literatura española, fuera etiquetas sectoriales. Procede de dos ámbitos teóricamente lejanos a la escritura, la filosofía y las matemáticas. Su pugna fue, en este caso, doble. Primero tuvo que ganarse el respeto de una profesión con un elevado grado de endogamia y que podría verle como un extraño. En segundo lugar, debió moldear con un lenguaje teatral el estilo profundamente personal, teórico e intelectual, narrativo para sus detractores, transmitido por su formación, un hecho que todavía lo distingue del resto de compañeros generacionales. Lo consiguió a base de trabajo, perseverancia y unas condiciones naturales para la escritura. Mayorga cuenta con una de las trayectorias más admirables de la dramaturgia contemporánea. Escribió desde abajo, se formó en talleres, levantó proyectos de la nada y construyó historias que, con la ayuda de puestas en escena adecuadas, ya forman parte del imaginario colectivo de las últimas generaciones de espectadores teatrales. ‘Hamelin’ supone todavía la cima de su teatro, un texto riquísimo, exigente, polémico, implacable y saturado de matices, de lo mejor que se ha visto en la última década en un escenario del país. Andrés Lima lo entendió a la perfección.

Hay otro rasgo que caracteriza a Mayorga, además de ese esfuerzo heroico por poner al descubierto las miserias de la sociedad contemporánea. Es la exigencia. La que se impone a sí mismo y a todos los que le rodean. Esa cualidad se manifiesta especialmente en los montajes en los que colabora estrechamente. ‘La tortuga de Darwin’, uno de sus tres textos que resisten estos días en cartelera (los otros son ‘La paz perpetua’ y ‘El gordo y el flaco’), se beneficia de la coordinación entre el dramaturgo y Ernesto Caballero, sólido director de una fábula dramática que bajo un disfraz de humor de peso ligero encierra una crítica acidísima al ser humano. Si se le suma la memorable interpretación de una inmensa Carmen Machi, por fin libre de todo corsé televisivo, el resultado es una nueva manifestación de la tremendamente exigente escritura del madrileño, bien afilada en el tramo final y algo estereotipada en el enfrentamiento librado entre la ciencia y la historia, los dos polos que pelean por quedarse con el trono del conocimiento y avance humano. Insuficiente lo último como para no otorgarle un notable alto.

Lean a Mayorga, disfruten de su creatividad, acudan a sus montajes. Un motivo engloba al listado que se puede ofrecer: no suele defraudar. Si no es así y todo sigue igual, Mayorga seguirá siendo el mejor escritor desconocido que hay en la literatura española en estos momentos. Tendrá que ser el futuro, esos niños a los que aludía Lima que se beneficiarán de sus lecturas, los que pongan en su justo lugar a un hombre empeñado en cambiar la dinámica del mundo en cada uno de sus textos. Puede que algún día lo consiga.

miércoles, 15 de octubre de 2008

'NOVECIENTOS'. Babel al piano

CRÍTICA DE TEATRO

'Novecientos'
Autor: Alessandro Baricco
Dirección: Noelia Domínguez
Compañía: Peripecia Teatro
Escenario: Teatro Moderno (Guadalajara). 17 de octubre de 2008

En esencia, ‘Novecento' es un personaje y una metáfora nítida y universal ligada a tal perfil insólito. Con estos mimbres, Alessandro Baricco, laureado internacionalmente gracias a las cien prescindibles páginas de ‘Seda', fabricó un monólogo teatral íntimo y en miniatura agrandado posteriormente en el celuloide por la brillante versión firmada por Giuseppe Tornatore (‘La leyenda del pianista en el océano', 1998). Una leyenda en mayúsculas la brindada por aquel enigmático pianista que cautivaba a los sucesivos pasajes del trasatlántico que le había visto nacer, crecer y madurar. Un personaje fuerte y provisto de matices, bien afilado por los cuatros costados, un canto a la melancolía entendido a la antigua usanza. Sin renunciar a ese tono utópico y bajo la ley del respeto al original, Peripecia Teatro ha sustituido la poesía algo almibarada del texto raíz por improvisación, la cualidad que distingue a la compañía lusa, junto a otra igualmente refrescante y más cercana al concepto de interculturalidad. Los actores manejan indistintamente en escena tres idiomas, portugués, italiano y español, en un frenético y enriquecedor intercambio de vocablos.

El desarrollo argumental queda tapado, arrinconado en beneficio de estas virtudes. La selección de ‘Novecento' por parte de Peripecia Teatro no responde a ninguna necesidad profunda, ni en lo que refiere a ofrecer una relectura diferente al original ni por el interés en proclamar un mensaje o idea determinada. Sólo sirve de plataforma por la que la compañía saca brillo a sus mejores bazas. Hay dos actores curtidos en el arte de la improvisación (Sérgio Agostinho y Ángel Fragua), otro par de músicos modélicos que avivan y ralentizan el ritmo de la función a base de jazz de calidad (Luis Filipe Santos y Tiago Abrantes) y una contagiosa atmósfera de sana felicidad que se traslada con facilidad al graderío. Una sintonía perfecta atiborrada de buenas intenciones que, en contrapartida, relega al olvido la percha del espectáculo, el personaje del pianista, aquel hombre bautizado con el nombre del año en el que fue encontrado. El rol del protagonista se diluye entre tanto jolgorio, un festín para los actores que se toman todo tipo de licencias, hasta improvisar una estiradísima retransmisión radiofónica. El resultado va por detrás de las intenciones, en este último caso y en el resto de vanos intentos de aproximar la función al espectador. Como tantas otras, ‘Novecientos' no lo exigía.

Hay golpes ingeniosos, instantes brillantes propiciados por la soltura de los dos intérpretes. Es el caso del duelo a cuatro manos entre el protagonista y su rival, el autoproclamado inventor del jazz, de una imaginación desbordante. La poética se sustituye, como se comprueba, por un tono festivo en el que el principal perjudicado es el papel del pianista, difuminado entre tanta pirotecnia interpretativa. ‘Novecientos' se revela así como un espectáculo efectivo y agradable con dos únicos problemas, la irrelevancia a la que somete a la historia, reducida casi a la nada y de un grosor famélico y, en consecuencia, el levísimo poso que deja. Teatro palomitero que envuelve a una historia que, posiblemente, precisaba de un tono diferente.

sábado, 4 de octubre de 2008

'URTAIN'. Tras el mito

CRÍTICA DE TEATRO

'Urtain'
Autor: Juan Cavestany
Dirección: Andrés Lima
Compañía: Animalario
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 1 de octubre de 2008

Animalario ha hecho del exceso un estilo. Todo lo que trabaja la compañía toma la intensidad como punto de partida. Obras exigentes, tanto para intérpretes como espectadores, vistas desde el lado físico y el ámbito emocional. ‘Urtain' no se sustrae a esa tendencia, pero tampoco se deja aniquilar por ella. Al contrario, sorprende, de entrada, que haya relegado a un segundo plano el tono político y crítico que contextualiza a un montaje tan determinado por las circunstancias de la época. El término es contención, un reflejo de madurez. Las reflexiones se dejan para extraerlas tras la conclusión, un dato que ya la aleja de ‘Argelino, servidor de dos amos'.

El libreto de Juan Cavestany, autor a recuperar y habitual colaborador de la compañía, se abre para dejar sitio a la alargada sombra de un mito caído, otro más, triturado por las fauces del deporte. El público más joven, a la vez el más entusiasta seguidor de Animalario, no vio combatir a José Manuel Urtain, el ‘Tigre de Cestona'. Pero sí conserva, si es aficionado al deporte, los regates de Paul Gascoigne en el Mundial de Italia'90, la madrugada en vela junto a Poli Díaz soportando los guantazos de Pernell Whitaker y las paradas de Jesús Rollán en la piscina. Todos, como tantos, metidos en la misma cesta depredadora de las consecuencias del éxito mal digerido.

Urtain acabó mal. Solo, presa de sus recuerdos, se tiró de un décimo piso a cuatro días de la ceremonia de inauguración de Barcelona'92. Un símbolo de la España en blanco y negro sustituido por el evento que iba a funcionar como impulsor de la renovación de la imagen del país, cruel paralelismo. Aunque no lo haya pretendido, Animalario ha excavado en la figura del ídolo de barro y sus componentes sociológicos, amplificados en esta ocasión al tratar con un deporte tan llevado al extremo como el boxeo, manantial incansable de referencias épicas.

Hay una decisión tomada de inicio que agranda el pesaje de la función. El texto se ciñe a la biografía de Urtain, alejado de otros derroteros que han hecho particularmente conocida a Animalario. Una cuenta atrás que se inicia con la muerte del púgil y que desemboca en la España rural de los 60, un desarrollo que lleva la función del clímax a un descenso a tumba abierta de pesadumbre. Todo sucede en un cuadrilátero, con una puesta en escena propia de un combate de boxeo de primer nivel: un presentador guía-espiritual de la velada, efectos luminosos de discoteca, música de época y periodistas incrustados en los laterales. Andrés Lima dirige con aplomo, ya no es novedad, un montaje saturado de guiños a un pasado grisáceo asumido desde la actualidad sin espacio a la melancolía. Por el escenario pasan los chistes de Eugenio, las canciones de Raphael, el periodismo envenenado de José María García, los puñetazos multidireccionales de Pedro Carrasco, un Adolfo Suárez presidiendo el ente RTVE y un surtido variado de mujeres vistas como elementos decorativos y secundarios.

Los pasajes que peor funcionan son los que toman el camino de la parodia grotesca, aquellos que se pasan de rosca y a los que es tan proclive en ocasiones Cavestany. Aparecen enlazados por el uso de referentes como Raphael y el poco sutil presidente de la Federación Española de Boxeo y médico personal de Franco. Caricaturas que relajan una sequedad ambiental que se nutre de escenas especialmente efectivas como la del bar al que acude un Urtain cuarentón para rememorar las hazañas del pasado, y el combate, una coreografía limpia y efectiva, que libró con Cooper en Londres, principio de todos los males. Un rosario de circunstancias que deja constancia del aprovechamiento al que fue sometido un boxeador que no lo era, un pobretón muchacho ignorante que se llegó a postular como rival de Cassius Clay, un ‘aizkolari' que fue de mano en mano hasta caer presa del olvido en una depresión ya irrecuperable. Puñetazos se llevan todos, desde los medios de comunicación, elementos fundamentales en la construcción de un ídolo al que luego relegan al olvido, hasta el régimen franquista y la represión de la España rural, pasando por esa pléyade de truhanes que rodean al deportista y luego le abandonan. La responsabilidad sobre lo sucedido, al menos en esta ‘Urtain', aparece repartida, con pocas papeletas, eso sí, para el peso pesado de Cestona, ingenuo objeto volátil sobre el escenario.

‘Urtain' no sería lo mismo sin Roberto Álamo. Adjudicarle la responsabilidad supone una justa recompensa para este intérprete, mediáticamente en la segunda línea de Animalario. La suya es una labor espectacular, vista desde la escasez de referencias sobre Urtain. Suda, sufre, se retuerce de dolor y atrapa igualmente con superior rabia el papel de padre del púgil. Noventa minutos con la adrenalina a tope, sin tregua, un ejercicio de concentración del que no desfallece. El resto del elenco le secunda en esa misma línea, aunque los debutantes, Raúl Arévalo y Alfonso Lara, bajan un poco el listón. La maquinaria de Animalario está perfectamente engrasada y cuesta subirse y hacerse hueco en un vagón que circula a tanta velocidad y derrocha tal exceso de potencia. Orbitan todos alrededor de un Álamo sublime, principio y fin de la dura recreación de una existencia que llevaba el aliento de la tragedia impresa desde sus primeros balbuceos. Demasiado teatral, tristemente real.

jueves, 2 de octubre de 2008

MULTICINES CISNEROS

Los Multicines Cisneros de Alcalá de Henares se apagan y, de la mano, toda una generación que ha crecido al calor de esta sala de barrio planteada a la antigua usanza. Ha resistido demasiado, más de lo previsto, advertirán los optimistas. El cierre definitivo de los Cisneros, todavía por confirmar, supondría la peor de las noticias para aquellos románticos ajenos a las modas y que resisten el pulso del cine comercial, las macrosalas última generación y las megapantallas hogareñas. Los Cisneros significaban el último reducto para aquellos cinéfilos que conservaban la afición de acudir a un cine de toda la vida, un proyecto suicida en los tiempos que corren, un refugio que siempre te concedía la posibilidad de reconciliarse con el séptimo arte. El espectador le debe tanto a estos multicines que lo único que puede hacer por devolver los servicios prestados durante tantos años es extender la idea de que Alcalá no debe prescindir de un edificio de estas características. Un esfuerzo, por otro lado, de una ingenuidad aplastante, visto el talante, tacto y conocimiento de los ‘gestores’ culturales de la ciudad complutense.

Desde hace unas semanas la cristalera de los céntricos cines está adornada con dos folios que intentan responder de mala manera a la pregunta del motivo por el que siguen cerrados. “Problemas técnicos”, mientras se pueden observar las facturas que el cartero ha depositado tras las rejillas. Los Cisneros, se presumía, no eran rentables. Hay que recapacitar sobre lo sucedido. El único culpable de la situación es el espectador. Nosotros. Nadie más. Y puede que asumirlo haya llegado demasiado tarde.

Probablemente los Cisneros reabran con motivo de la celebración de ALCINE38, del 7 al 15 de noviembre. El festival no puede renunciar a esta instalación, una de sus señas de identidad. Será un espejismo, el último aliento de un moribundo. Nada nuevo, por otra parte. Ya pasó con Madrid Rock, sustituida por una multinacional del tejido en plena Gran Vía, y con tantísimos cines céntricos de la capital, vendidos al mejor postor tras resistir todo lo posible el asedio de los números rojos.

Es el turno de los agradecimientos. Realmente, los Cisneros sólo han sido, que es muchísimo, tres salas que durante años han enseñado a un selecto colectivo de alcalaínos a amar, cuidar, respetar y disfrutar del cine con mayúsculas. Un recuerdo para siempre.

lunes, 29 de septiembre de 2008

'BROKERS'. En crisis

CRÍTICA DE TEATRO

Obra: 'Brokers'
Compañía: Yllana
Escenario: Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares). 27 de septiembre de 2008

Los ‘brokers' portan look a lo Beatle, consumen todo tipo de estupefacientes, viven colgados del móvil y juegan al squash. Al menos, así los dibuja Yllana. Una radiografía anunciada de antemano y dispuesta a ser exprimida desde el tópico que, lejos de lo esperado, apenas se explota en el escenario. Yllana se ha alejado tanto de la esquematización del adicto a los negocios que ha terminado por producir un espectáculo en el que estos personajes figuran como elementos secundarios. Por delante se posiciona el afán de establecer una cercanía con el público, una rentabilidad a base de sonrisas fáciles que se traduce en un humor ligero, lineal y menos trabajado de lo que se presupone a una compañía como Yllana.

Tras el irreprochable y triunfal ‘Pagagnini', todavía en cartelera, y el escatológico y algo más infantil ‘Buuu', era de esperar una nueva vuelta de tuerca al concepto de humor gestual que caracteriza a Yllana, un sector en el que apenas encuentra competencia dentro de la escena nacional. Hay algo de inicio en ‘Brokers' que desbarata esta percepción. La primera escena, un inocente baño de agua para las butacas más cercanas a las tablas, se alarga y estira exasperadamente, cuando el efecto que se buscaba ya estaba conseguido. La situación se repite en el siguiente ‘sketch', un partido de squash entre colegas, y poco después en la macabra secuencia del robo de zapatillas de último diseño entre compañeros ejecutivos.

Ni un atisbo de esa acidez que sí tenían artefactos de apariencia inocente como ‘Olimplaff'. Todo de una liviana superficialidad, apartada la voluntad de radiografiar a ese estrato sociocultural que forman los ‘brokers'. En ese sentido, hay que recordar el loable intento de reconstruir el perfil del pijo de Juan Cavestany en la tan discutible como criticada ‘El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo' (2004), filme que bajo la máscara de la comedia arrojaba una considerable dosis de inquina hacia la frivolidad de aquellos encorbatados o uniformados con el polo de la marca de marras y el jersey colgando del cuello. ‘Brokers', desde luego, se queda lejos de plasmarlo. De hecho, apenas lo intenta.

Todo el teatro de ‘Brokers' se concentra en el tramo final. El resto es pirotecnia, de máxima eficiencia en el lado audiovisual, y hecha para el lucimiento de los intérpretes, ingenuos juegos de manos a veces impropios del nivel de Yllana. Llegado el desenlace, la función pasa de golpe de decepcionante a recuperable. Son diez minutos mágicos que hacen recuperar la noción de que sobre el escenario trabaja Yllana, la compañía que tantos minutos de alegría ha deparado al espectador en los últimos años. En ese descenso a los infiernos del triunfador, la soledad del fracasado y su posterior ascensión al olimpo del ladrillo sí hay material que puede perdurar más allá del instante. El volumen de risas disminuye, es cierto, pero sale ganando la sensación de estar ante una secuencia cómica redonda, perfectamente acompañada por la banda sonora seleccionada, y ejecutada con una agradecida dosis de sinceridad, acidez e inteligencia. A la citada escena la antecede otra en el que la puesta en escena ejecutada desde la dirección es soberbia. Es la recreación de un casino al que va parar uno de esos ejecutivos que pasea por la vida con la tarjeta de crédito como documento acreditativo, un eficaz planteamiento construido alrededor de dos planchas metálicas.

‘Brokers', por fortuna, se salva por ese epílogo. Los actores se redimen y se detecta al fin un afán de ir un poco más lejos que ese humor de usar y tirar. Yllana en estado puro. Aunque sólo fuesen diez minutos, valió la pena. Un espectáculo, lo demás, que corretea en paralelo a la tan cacareada crisis económica, que todo lo contamina.

jueves, 25 de septiembre de 2008

'BORIS GODUNOV'. La Fura se contiene

CRÍTICA DE TEATRO

Obra: 'Boris Godunov'
Dirección escénica y dramaturgia: Àlex Ollé y David Plana
Compañía: La Fura dels Baus
Escenario: Teatro María Guerrero (Madrid). 24 de septiembre de 2008

La Fura dels Baus se ha caracterizado desde los inicios por desechar la indiferencia. Así lleva funcionando dos décadas largas. Tanto en sus inolvidables cimas, como en los montajes de transición y desarrollo y los experimentos fallidos. Cuando se olvida del principio fundacional, los espectáculos se resienten. Hay detalles que permiten asegurar que la compañía barcelonesa atraviesa un descenso en cuanto a la efectividad de sus artefactos escénicos. La aparatosa ‘Imperium' ya dejó huecos sin rellenar, agujeros que ‘Boris Godunov' ha agrandado.

El origen del planteamiento, el secuestro del Teatro Dubrovka de Moscú por terroristas chechenos, anticipaba un filón en manos de La Fura, una tragedia pegada a una realidad aparentemente tan desconocida, sumida en la nueva era digital de información en tiempo real. Una espiral de terror, en definitiva, metida entre las cuatro paredes de un teatro. El producto resultante tras el trabajo de Àlex Ollé y David Plana no desfallece, como era previsible, en la sección multimedia, una hábil combinación de videomontajes, iluminación y proyecciones. Ladea en el apartado emocional e, inesperadamente, en el tono reivindicativo, en la (tibia) fortaleza con la que se lanzan los mensajes y las ideas, tocados por la ambigüedad.

La dramaturgia de ‘Boris Godunov' ha cogido un hecho real y lo ha limpiado de toda referencia geográfica, política y social. La purga de cualquier anotación concreta merma el potencial del conjunto. El asalto al Teatro Dubrovka de 2002 sucedió en un contexto muy determinado. Aplicarlo como metáfora global del terrorismo contemporáneo, una postura reduccionista, le resta fuerza. "Si eres checheno", escribe Guerman Saduláyev en ‘Soy checheno', "estás obligado a matar a quien haya vertido la sangre de los tuyos". Nada de eso vale, porque el desarrollo de ‘Boris Godunov' se bifurca al encuentro de otros destinos. El principal apunta al estado de desprotección de las sociedades desarrolladas, por encima de cuestiones como la justificación de la violencia como defensa legítima y los mecanismos con los que hacer frente a un peligro potencial desconocido. Todo batido en unas secuencias de poco peso, sólo aumentadas por el notable rendimiento interpretativo. Gana la partida en el sentido de la reflexión el videomontaje de la mesa de debate que se genera alrededor del presidente de la nación, indeterminada, atacada. De lejos, lo más clarificador.

En el camino, La Fura se ha olvidado de engrasar la historia de los terroristas que secuestran el teatro. Tras su sorpresiva irrupción Kaláshnikov al hombro entre las butacas, espectacular en su ejecución, los perfiles de los personajes seleccionados van adelgazando, con excepciones, hasta la irrelevancia del estereotipo. De teatro que se puede sentir y casi sufrir a otro de ideas y de desarrollo ya anunciado. Sobresale dentro del abatimiento el rol de la mediadora, la Anna Politkovskaya de la realidad, que muta de la dura periodista real -asesinada posteriormente en Moscú en circunstancias no esclarecidas- a doctora que, en su afán de tranquilizar a los espectadores retenidos, les dice que "el gobierno no hará nada que pueda ponerles en peligro". Enemiga declarada de Putin, Politkovskaya no cedía ante nada. En el asalto final al Dubrovka fallecieron 121 civiles. La Fura ha optado, así, por una idea más global, la representada por ‘Boris Godunov', la obra que se desarrollaba antes del asalto en esta ficción, un ejercicio ampuloso de crítica al poder y la corrupción. Su elección se perderá después en un ir y venir de escenas sueltas, deslavazadas del resto del conjunto. La tensión dramática va perdiendo intensidad por detalles como el citado.

Acuden al rescate del montaje escenas de gran valor, como el monólogo final de una de las secuestradoras, poseída por la rabia de seguir viva, el imponente trabajo interpretativo de Pedro Gutiérrez como líder de los terroristas, y las garantías que ofrece el trabajo multimedia de La Fura dels Baus. Poco para el bagaje de la compañía, en lo que parece un trabajo que se ha quedado a medio camino en ese intento de plasmar un sincero discurso abierto a la reflexión. Puede que por una contención autoimpuesta o por la, a veces, innecesaria obligación de dejar espacio a todos los ángulos que pivotan sobre el espinoso tema del terrorismo.

A ‘Boris Godunov' lo remata para mal un elemento inesperado, un epílogo que cae con total frialdad. El día de la función unos espectadores culminaron la gris faena con unas risas anteriores a los aplausos, la prueba de que el desenlace, al menos para unos cuantos, había sabido a poco. Un seguidor de La Fura esperaba, de inicio a fin, un acercamiento más real a lo sucedido dentro del Dubrovka durante aquellos tres días de octubre de 2002.

viernes, 19 de septiembre de 2008

'BELGRADO'. Angélica Liddell




CRÍTICA LITERARIA

Obra: 'Belgrado. Canta lengua el misterio del cuerpo glorioso'
Autora: Angélica Liddell
Editorial: Artezblai
Género: Literatura dramática
Año: 2008



POESÍA TRAS LA DESTRUCCIÓN

Belgrado se oscureció tras los bombardeos de la OTAN de 1998. La afirmación vale tanto como realidad como metáfora. Un foco de historia contemporánea que sigue descolocado una década después, desplazado de la esfera internacional y a distancia de una recuperación efectiva. Los Balcanes regalan material de sobra para una aproximación como la buscada por Angélica Liddell, dramaturga de moda, mal que le pese, engordada de premio, títulos y distinciones de rango institucional los últimos meses.

Una alegría en esta dirección se la proporcionó ‘Belgrado', accésit del Premio Lope de Vega 2007 otorgado por la Comunidad de Madrid, un texto en el que Liddell sigue vomitando ira, violencia y miseria. Lugares comunes a su dramaturgia que en esta ocasión se desplazan a Belgrado. Una ciudad y un país, Serbia, todo contradicción, punto de cita de prejuicios salidos de la ignorancia. En esas condiciones de desorden y vacío moral es cuando mejor se maneja Liddell, a la que hay que agradecer que traslade sus intereses de espacios simbólicos a otros reales, la búsqueda de nuevos horizontes muy localizados y apenas frecuentados en los escenarios.

‘Belgrado. Canta lengua el misterio del cuerpo glorioso' se divide en trece actos construidos bajo las órdenes de una magnética poética de la destrucción y unidos por un hilo argumental diluido entre largos monólogos punteados por afilados diálogos a dos bandas. No se puede formular reproche alguno al proceso de investigación del conflicto balcánico explotado por Liddell. Otra cosa será la puesta en escena, proclive a la exageración y al exceso de espectacularidad, pero de la lectura de ‘Belgrado' se sacan ideas concretas, más allá de las típicas tarascadas y andanadas lingüísticas tan características de la autora. Una por encima del resto, la marginalidad que se cierne sobre Serbia, relegada al papel perverso del conflicto balcánico y condenada a un ostracismo continental, económico y social, otra vez los prejuicios, del que le será complicado salir. ¿Es justo? Liddell no da respuestas, difuminadas las lecturas de autores como Peter Handke y de las tesis oficiales establecidas por los medios de comunicación, sólo deja caer una argumentación vagamente ambigua para intentar poner algo de luz a una situación que no deja de arrojar interrogantes de réplica todavía sorda.

Liddell emplea el mismo vocabulario sucio, hiriente y malsano, aspecto ya reconocible, para apuntar al centro de la diana. Así saca adelante otro texto para golpear desde la contradicción. Variantes habituales su discurso, como la doble moral de la solidaridad, los puntos negros de la religión católica y el machismo ("las mujeres tienen hijos para complacer ‘a lo católico', ‘a lo misógino", suelta uno de los personajes) se contrarrestan por el efecto producido por acercarse una cuestión que todavía hierve como la de los Balcanes.

El relato va tomando forma en base a los hirientes cánticos a la nada apuntados por el hijo de un Nobel de visita informativa a Belgrado, personaje aterrado por lo que escucha y contempla y de amplio recorrido, y una periodista especializada en el conflicto de los Balcanes que en sus últimos suspiros proclama que el amor es la única vía posible para alcanzar la libertad, toda una declaración de intenciones. Sus particulares reflexiones sociológicas y sentimentales se completan con las declaraciones anónimas de ciudadanos serbios de la calle, en lo que se significa como un acercamiento a un teatro documental de mayor precisión y rigor. Lidell da voz a gente que adora a Milosevic, detractores, civiles que participaron en el genocidio de Srebenica, personas que sólo buscan salir adelante, supervivientes, nostálgicos, objetivos de los bombardeos de la OTAN... Una suma de emociones desatadas y otras subterráneas que dan forma a un texto resuelto con habilidad y que refleja acertadamente esa telaraña de pasiones encontradas en el que está envuelta Serbia, todos los prejuicios que atenazan la evolución del país y las grandes dificultades que deberán afrontar para tomar cuenta del pasado y así despejar el futuro.

Una sorpresa grata la ideada por Angélica Liddell que pasará una prueba de fuego una vez que se suba a los escenarios si, como sería de desear visto el potencial de la propuesta, lo consigue.

jueves, 18 de septiembre de 2008

'NO DISPAREN CONTRA EL CRÍTICO (O APUNTEN ENTRE LOS OJOS)'. Javier Cortijo



CRÍTICA LITERARIA

Obra: 'No disparen contra el crítico (o apunten entre los ojos)'
Autor: Javier Cortijo
Género: Ensayo
Editorial: Jaguar
Año: 2000



LA CRÍTICA, AL DESNUDO

Hagan la prueba. Si no quedan convencidos tampoco pasará nada, que de la lectura todavía no se conocen efectos secundarios de talante negativo. Leer un artículo firmado por Javier Cortijo, crítico cinematográfico incrustado en la alineación titular del diario ABC como medio punta con olfato de gol, le permitirá, como poco, opositar a una sonrisa, cuyo precio en el mercadeo de la comunicación escrita cotiza al alza. Pasea este periodista por las páginas del matusalénico periódico un característico estilo que navega entre lo irreverente, lo sarcástico y lo directo. Lo último, tal y como se procesa en los cónclaves de especialistas, se agradece por parte del lector profano. Cortijo, como descripción de diccionario de una línea, no se corta delante del teclado. No se arredra si tiene que denostar a obra maestra venerada por el clan de eruditos del celuloide y, menos, si cree que debe defender a esa perla minimalista de semana en cartelera que apenas goza de repercusión mediática. Vigila ambas producciones por igual, analizadas con una literatura atiborrada de referencias contemporáneas captadas por el olfato cinéfilo de un treintañero que creciera disfrutando de autores como Fellini en aquellos añorados cines de barrio del Madrid que apuraba los felices 80.

Sus textos, a veces exprimidos en contadas líneas listas para ser asimiladas en un par de minutos, acotan esa distancia, a veces insalvable, que se establece entre especialista afín a la literatura cinéfilo-trascendental y espectador palomitero. Hecha la presentación del autor, el propio Cortijo publicó hace ya unos años un distendido ensayo, igualmente comprimido en poco más de cien páginas. Le dio por dar rienda suelta al vasto imaginario que hospeda en la mente de una forma inesperada, una expiación profesional, el coto cerrado de la crítica cinematográfica, no comparable a la de otros géneros, El tema podía tratarse desde decenas de perspectivas. La de Cortijo no será la mejor. Para eso ya están los afilados diálogos de la parte final de ‘Ratatouille' y ese texto todavía por concluir que el dramaturgo Juan Mayorga tiene en mente. Es la suya, que ya es suficiente, porque le acredita un buen trato con la escritura y un conocimiento real de los entresijos de esta tarea.

Las intenciones del autor están claras desde el título, ‘No disparen contra el crítico (o apunten entre los ojos)'. Cortijo intercala aspectos autobiográficos, los relacionados con su relación con el séptimo arte, con otros gremiales que se estrujan entre la leyenda, el tópico y la realidad. Se advierte cierta falta de estructura. Capítulos y anécdotas que se amontonan y sueltan sin un orden definido. Lastres menores ante el ingenio derrochado en determinados pasajes. A grabar en la memoria el decálogo del crítico perfecto y, más tronchante y revelador todavía, el bestiario que con el que clasifica a las diferentes especies de profesionales del sector que pululan por las salas de cine. Un lector con conocimientos en la materia puede jugar a adivinar quién se esconde detrás de los animales sobre los que fabula Cortijo. La lectura, en definitiva, se hace amena en virtud de esas comparaciones imposibles empleadas, metáforas colmadas de ingenio, disparatadas y en algunos casos descaradamente rebuscadas.

Las clasificaciones propuestas tienen más de divertimento que de tesis rigurosa. A fin de cuentas, la de crítico es una profesión tan ligada a la industria del cine y por extensión del ocio y entretenimiento, como la de cualquier otro estamento cercano a las cámaras, incluido el de espectador con conocimientos. Lejos de clichés y de aseveraciones irrebatibles, Javier Cortijo formula sus propias teorías al respecto, basadas en la desmitificación de la figura de este profesional.

‘No disparen contra el crítico (o apunten entre los ojos)' queda así como un saludable ejercicio introspectivo que permite conocer un poco más de cerca a esa fauna que decide las fronteras entre el buen y mal cine. No hay nada mejor que tomarse tamaña responsabilidad con un poco de humor, conclusión a la que se llega tras digerir este divertidísimo ensayo.

viernes, 12 de septiembre de 2008

LA FURA SE HACE CON EL CDN

'Boris Godunov', de La Fura dels Baus, del 18 de septiembre al 19 de octubre. Teatro María Guerrero (Madrid)

PREVIA

“Deben saber que estamos preparados para morir”. El entrecomillado pertenece a uno de los rehenes del Teatro Dubrovka de Moscú, una periodista rusa que se disponía a contemplar a finales de octubre de 2002 la ópera ‘Boris Godunov’, firmada por Mussorgski sobre el libreto de Alexander Puishkin. Un grupo de chechenos detuvo la representación y bloqueó las puertas de la instalación. “Es difícil ser checheno”, escribe Duerman Saduláyev en la novela de fragmentación ‘Soy checheno’. Terroristas, hombres y mujeres que habían perdido toda esperanza. Chechenos. Las palabras de la periodista, recogidas posteriormente por Anna Politkovskaya, anticipaban la catástrofe. Horas después, los comandos de intervención rusos asaltaron el teatro. Murieron los 41 secuestradores y 129 espectadores. Es la única realidad. En base a lo relatado, La Fura dels Baus ha construido una ficción. Sólo es teatro. Y descontextualizado, aunque se ofrezcan pasajes verídicos y conversaciones que realmente se escucharon en el Teatro Dubrovka. Chechenia sigue siendo el gran conflicto caucásico olvidado por Occidente, hermanado con otros tantos que mutilan el África ignorada. Los hechos reales quedan como plataforma con la que La Fura pretende lanzar una reflexión sobre el terrorismo a escala global.

A punto de cumplir tres décadas de trayectoria, La Fura dels Baus amaga en ‘Boris Godunov’ con regresar a los inicios. Aquellos tiempos en los que la tónica habitual era traspasar la cuarta pared, la interacción con el patio de butacas. ‘Boris Godunov’ se queda a medio camino. Los actores rompen la frontera con el espectador, aunque la posterior dinámica de los acontecimientos les excluye de participar en el montaje. Rompe así, en parte, con los planteamientos recientes de la compañía catalana. La fallida ‘Imperium’, críptico mensaje no rentabilizado por la dificultosa y arriesgada puesta en escena, se salía de esos márgenes ahora bien delimitados en esta nueva incursión ‘furera’. Predomina así el mensaje por encima de una estética. En esa línea, la dramaturgia de ‘Boris Godunov’ se va alejando de la esfera checheno-rusa para adentrarse en terrenos más dispersos, con decibelios cedidos a personajes tan dispares como George Bush, Che Guevara y Nicolas Sarkozy.

El espectáculo se estrenó el pasado 6 de marzo en Molina de Segura (Murcia), para después girar por los escenarios del país. Las críticas no han sido excesivamente benevolentes con ‘Boris Godunov’, con los elogios concentrados en la labor interpretativa del elenco seleccionado: Pedro Gutiérrez, Pep Miras, Juan Olivares, Francesca Piñón, Albert Prat, Óscar Rabadán, Fina Rius, Sara Rosa Losilla y Manel Sans. Àlex Ollé, director de la altamente recomendable ‘Fausto 5.0’, firma la idea original, dirección artística, escénica y dramaturgia del proyecto, levantado sobre el texto original de David Plana.

‘Boris Godunov’ pondrá en marcha la nueva temporada del Centro Dramático Nacional. El espectáculo, de dos horas de duración, se recluirá del 18 de septiembre al 19 de octubre en el Teatro María Guerrero de Madrid. Las entradas ya están a la venta, tanto en las taquillas del CDN como en el servicio telefónico y de Internet dispuesto por Servicaixa.
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jueves, 11 de septiembre de 2008

'URTAIN', EL ÚLTIMO ASALTO DEL MITO CAÍDO

'Urtain', del 25 de septiembre al 2 de noviembre. Sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán de Madrid.

PREVIA

Hace tiempo que Animalario dejó de ser una compañía que malvivía en un cómodo anonimato. Llegaron los premios, una cascada de elogios y el encumbramiento definitivo. Una catarsis que se asomó con ‘Alejandro y Ana’, se solidificó con ‘Últimas palabras de Copito de Nieve’, tocó techo con ‘Hamelin’ y se corroboró con ‘Marat Sade’. La posterior ‘Argelino, servidor de dos amos’ quedó así como el grito, puede que estéril, que proclamaba que la irreverencia y el posicionamiento ideológico seguían siendo señas de identidad de la compañía. La reivindicación sonó con exceso de potencia salida del altavoz plantado por Alberto San Juan en el mísero personaje arlequinesco de Javier Gutiérrez.

‘Urtain’ es el siguiente paso de la compañía. Andrés Lima retoma la varita mágica tras un escarceo con el género lírico y una triunfal y poco mediática estancia en París. El texto lo firma Juan Cavestany, autor a reivindicar en el panorama creativo del país. Una vuelta a los primeros pasos de la compañía una vez introducida en la ruleta de la opinión pública. Del desbordante humor saturado de ácido indigesto característico en la escritura de Cavestany salieron escenas de la memorable sátira ‘Alejandro y Ana’. A su invención se debe, ya en el cine, el guión de ‘Los Lobos de Washington’, un filme a recuperar. Peor resultado han obtenido sus incursiones en la dirección. La última, la defenestrada por la crítica aunque recuperable ‘Gente de mala calidad’. ‘Urtain’ bebe del celuloide, sale de un proyecto cinematográfico frustrado. Quedó del trasvase de géneros un laborioso trabajo de documentación y la idea, manifestada por el propio autor, sobre la que hacer girar el sentido del texto dramático, el viaje “a través de una España que se mueve por un camino marcado por la sangre y la política, el destino y la fabricación, la inocencia y la mentira, el deseo atormentado y la posibilidad siempre fugaz del éxito”.

Un material que en manos de Animalario se aventura prometedor. La suma es explosiva: la biografía de un mito caído en el olvido, la radiografía de un país instalado en una opresiva grisura, y el encuentro con un deporte, el boxeo, coto en el que confluyen épica, poética y violencia. Tanto hallazgo propenso a la interpretación corre el riesgo de desequilibrarse en uno de esos excesos a los que es tan proclive Animalario. Una baza favorable procederá de la labor de un reparto granítico, capitaneado por un Roberto Álamo transfigurado en el Urtain real. Su transformación física se asemeja a la sufrida por Christian Bale en ‘El maquinista’ o Tom Hanks en ‘Náufrago’. Ha modificado su fisonomía, kilos de musculatura, para aproximarse lo más posible al rotundo aspecto del Morrosko de Cestona, sobrenombre que acompañó a Urtain en los cuadriláteros.

Animalario quiere sujetar la función por el vértice biográfico y sociológico. De lo primero se encarga el propio discurrir de los acontecimientos que marcaron la vida de Urtain. El ascenso al estrellato, la conversión del futuro peón de albañil en ejemplo a seguir, las victorias que se iban sucediendo, el campeonato europeo, la pérdida del trono en Wembley y la posterior caída libre hasta derivar en la bancarrota económica y anímica. Urtain se suicidó cuatro días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, el evento que iba a impulsar definitivamente a España lejos de un pasado olvidable. Así se enlaza con el otro factor determinante del montaje, el retrato de esa España sumida en las tinieblas de la dictadura y transición.

La representación se ha dividido en ocho actos leídos como asaltos de un combate pugilístico. Lima la ha rodeado de un continuo trasiego de apuntes musicales y sociales de la época. Por el ring pasean personajes habituales la década de los 60 y 70, como los periodistas José María García y Manuel Alcántara, el también boxeador Pedro Carrasco y el cantante Raphael. Una España de otro tiempo, la de los combates en blanco y negro, la forjadora de mitos que luego cayeron en el olvido.

Mientras mantiene ‘Argelino, servidor de dos amos’ de gira por los escenarios del país, Animalario pondrá en escena ‘Urtain’ del 25 de septiembre al 2 de noviembre en un recinto acondicionado para espectáculos de pequeño formato. El Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional cederá la Sala Francisco Nieva para las representaciones de la compañía madrileña, de martes a sábado a las 20.30 horas y los domingos a las 19.30. Las entradas ya están a la venta por precios que oscilan entre los 10 y 15 euros.

‘Urtain’ es una coproducción del Centro Dramático Nacional y Animalario con dirección de Andrés Lima, escenografía y vestuario de Beatriz San Juan, música de Nick Powell e iluminación de Valentín Álvarez y Pedro Yagüe. En el reparto, además del citado Roberto Álamo, figuran un Raúl Arévalo que debuta en la compañía, Luis Bermejo, Luis Callejo, María Morales, Alberto San Juan, Alfonso Lara y Estefanía de los Santos.
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sábado, 30 de agosto de 2008

'DIARIOS DE COREA'. Bruno Galindo



CRÍTICA LITERARIA

Obra: 'Diarios de Corea'
Autor: Bruno Galindo
Género: Literatura de viajes
Editorial: Debate
Año: 2007



ESPEJO DE DOS SUPERFICIES


Corea. La guerra más absurda, todas los son, del siglo XX. Corea, el resumen en vivo y palpable de la política de la Guerra Fría. Un país dividido en dos. El norte para los comunistas y el sur para los capitalistas. Deciden Unión Soviética y, se da por supuesto, Estados Unidos. Corea, un territorio separado por una línea trazada por una imaginación desquiciada. Corea, espejo de la sinrazón del alma humana. No es fácil sustraerse a los atractivos históricos, sociológicos y anecdóticos que separan a Corea del Norte de Corea del Sur, países separados por un espejo que deforma la realidad. El primero pasa por ser uno de los últimos bastiones de un comunismo recalcitrante, una fortaleza inexpugnable para el extranjero. El segundo, todo lo contrario, un paraíso para el capitalismo.

El periodista Bruno Galindo (Buenos Aires, 1968) se hizo con un pasaje en uno de los contados viajes en los que el gobierno de Kim Jong-il abre la frontera. Todo un viaje a lo desconocido como integrante de una comitiva compuesta por veinte hombres de diferentes nacionalidades, profesiones e ideologías que recibió el nombre de La Marcha. A falta de contacto con la población, una línea más en la amplia lista de prohibiciones emitidas por el gobierno norcoreano, Galindo ha elaborado un fresco sobre la experiencia basado en las relaciones establecidas con sus compañeros de trayecto y, fundamentalmente, la vista. Porque los ojos son el único indicativo que permite asegurar que Corea del Norte es un país real y no un escenario montado para la ocasión.

Su visita al país que comanda con mano firme Kim Jong-il engulle casi dos tercios del grosor de ‘Diarios de Corea' (Debate, 2007). El material acumulado a lo largo de La Marcha le podía haber servido para montar un sugerente libro. Disconforme, cruzó el paralelo 38 y aterrizó en Seúl, capital de Corea del Sur, para poder establecer un análisis comparativo de la situación y comprobar de primera mano las semejanzas, diferencias y perspectivas de futuro.

La parte de Corea del Norte, no puede ser de otra forma, respira una opresiva grisura, excelentemente transmitida por Galindo. La soledad del Hotel Sosan, la rigidez de la ideología Juche, el culto al líder, la ausencia de coches en carreteras de seis carriles y la librería especializada en vender biografías escritas desde el poder se configuran como simbólicas anécdotas que sirven para definir un mundo aparte coronado por el absurdo. Galindo describe de un modo directo, entre la ironía, el rigor y la perplejidad, una sociedad en la que los niños actúan como adultos y los adultos están impregnados de infantilidad. Una frase define el espíritu de una peripecia grupal en el que cada uno de los componentes de La Marcha adquiere una identidad propia. "El reloj marca las 9:13, pero eso no quiere decir nada, porque el reloj está parado". Corea del Norte en estado puro.

El Sur se rige por parámetros completamente distintos. Así, Galindo adopta una actitud más distante y aséptica, como corresponde a un país que se rige casi exclusivamente por parámetros mercantiles y de producción. Entre una sucesión de presidentes corruptos, la inquietante y cada vez peor asimilada presencia militar estadounidense y un avance tecnológico y económico imparable, Corea del Sur se ha ganado un puesto de privilegio a nivel internacional en el área tecnológica. En esta parte, ‘Diarios de Corea' toma una dimensión periodística al poner al descubierto todo el entramado de relaciones comerciales y de política exterior que se levantan en esa zona del continente asiático. A veces una posibilidad lejana y otras realmente factible, en suspenso queda una futura unión entre el Sur y el Norte. Todo depende, así se desprende de una rápida encuesta a ciudadanos del Sur, de Estados Unidos y las -duras- condiciones que presumiblemente impondrían ambas partes.

‘Diarios de Corea' revela a un autor maduro y leído y con excelentes referentes en el género de la literatura de viajes. Galindo prescinde para la ocasión de la primera persona, una decisión que objetiviza el relato y que permite abrir un espacio para la reflexión del lector. Lo sencillo hubiese sido lo contrario, fundamentalmente tras la experiencia norcoreana, un viaje que no admite comparación alguna en todo el planeta. Tira de frases cortas y rápidas, una propuesta que enriquece el ritmo de la lectura y que descongestiona la avalancha de datos de origen histórico, cuidadosamente diferenciados del resto. Un relato el construido por el periodista en el que lo real prevalece sobre las sensaciones, frío y distante en ocasiones, suavizado por una mecanización de ingeniosas técnicas literarias que sabe emplear con eficacia. ‘Diarios de Corea' merece figurar en la estantería de la mejor literatura de viajes publicada en España en los últimos años, con el aliciente de tocar en profundidad una zona poco transitada por el género.
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domingo, 3 de agosto de 2008

'NADA GRAVE', de Ángel González



CRÍTICA LITERARIA

Obra: 'Nada grave'
Autor: Ángel González
Género: Poesía
Editorial: Visor
Año: 2008



POESÍA DEL CREPÚSCULO


Ángel González
murió y dejó huérfana a una legión de seguidores necesitados de su poesía crepuscular, de la tonalidad difusa con la que describía el amor, de las bocanadas de vitalidad que lanzaba desde un púlpito recubierto de las dosis justas de melancolía. ‘Nada grave' supone el corolario a una trayectoria profundamente coherente, nada fácil si se acumulan tantas décadas ligadas a la escritura. La despedida viene de la mano de un poemario pequeño en extensión y abismal en sentimientos, una suma de palabras que arden ante la cercanía de la muerte, un clavo al que aferrarse ante la suma de desengaños, sufrimientos y mitos caídos que han ido agujereando el alma de un poeta dotado de una sensibilidad especial.
González pide cuentas a la vida ahogado desde la cárcel de la depresión. La interroga, dialoga sin esperar una réplica, explora la levedad del ‘yo' humano y ahonda con la sencillez de siempre en aquellas cuestiones tan profundas que jamás permitirían descubrir sus secretos. Poemas breves, apenas esbozos, que retienen ideas, pensamientos y reflexiones rotundas mediante el verso limpio y fluido tan habitual en la escritura del ovetense. ‘Nada grave' respira tristeza desde la primera a la última palabra, una melancolía unidireccional aliviada por la ironía tan característica del autor, aquí expuesta con cuentagotas si se tiene como referencia el ejemplar ‘Otoño y otras luces' (2001), salvo destellos como la travesura de ‘Vista cansada', un mismo poema de dos caras. Porque lo que realmente subyace dentro de la brevedad de esta obra póstuma es la certeza de un adiós definitivo que se aproxima raudo.
La lectura, tan desoladoramente efímera, va aumentando el tono crepuscular conforme pasan las páginas. Al final se llega a unos versos que esculpen la medida perfecta del poemario. Los alberga ‘Caída': "Me duele sólo el alma. / Nada grave'". Antes de descubrirse por completo, ‘Nada grave' transita con extenuación por el opresivo terreno del pesimismo. A veces se muestra con elegancia, fino, exquisito, como en ‘Por raro que parezca'. Otras lo hace a cara descubierta, el caso de ‘Una sombra', en el que González verifica el poder contagioso del desolado: "Y acabó ensombreciendo cuanto la rodeaba".
Por la breve extensión tanto de los poemas como del libro en general, ‘Nada grave' deja la sensación de poemario inacabado al que se le puede achacar la falta de una mayor coherencia que fortalezca su nudo argumental. Apunta alto, poesía poderosa colmada de términos rotundos, aunque se queda corto en cuanto al efecto final conseguido. Una despedida, pese a lo exiguo del contenido, por todo lo alto. Los poemas breves, apenas reflexiones instantáneas y personales, dicen mucho más que las extensas parrafadas, sean en verso o prosa, de la mayoría de autores con los que Ángel González compartió espacio en la literatura hispánica contemporánea, un campo en el que el ovetense quedará como todo un referente para futuras generaciones de poetas y lectores, desafortunadamente, ya desasistidas en vivo de su sabio magisterio.