martes, 29 de abril de 2008

'CARTOGRAFÍA'. José Ignacio Lápido (****)

CRÍTICA DE DISCO

'Cartografía'. José Ignacio Lapido (Pentatonia Records, 2008)

Los engranajes de la industria discográfica no pueden estar más encasquillados. José Ignacio Lapido es uno de esos damnificados que aportan credibilidad a un tópico ya constituido en irrefutable verdad. Algo funciona mal si un creador de su talento permanece lejos de los focos del público, condenado al ostracismo mediático. Si actualmente hay un músico que merezca portar la etiqueta de culto en el panorama nacional, el granadino, antiguo componente de 091, reúne un buen puñado de papeletas para hacerse acreedor de la distinción, por mucho que tal calificativo le moleste, con razón.

Lapido no es nuevo por estos lares. Lentamente ha ido formado un estilo propio, imprescindible y rescatable del lodazal. De vez en cuando saca la cabeza del barro y grita a quién quiera escucharle la rabia que siente por seguir adelante en estos tiempos tan oscuros. ‘Cartografía’, otro trabajo que él mismo ha autogestionado a través de su propio sello, Pentatonia Records, es el nuevo alarido de un artista que ha hecho de la derrota algo más que un tema sobre el que teorizar.

Lapido se maneja con soltura en esos bajos fondos de los sentimientos que con tanta precisión describe en cada una sus composiciones, definitivamente constituidas como aullidos que se pierden en la inmensidad de una llanura inabarcable. Pero la partida no está perdida de antemano. Ni mucho menos. ‘Cartografía’ deja al descubierto, como ya pasara con el icónico ‘Música celestial’ y en menor medida con ‘En otro tiempo, en otro lugar, resquicios por los que pasa una luz, microscópicos hilos de esperanza enhebrados con una reconfortante sutileza. La tristeza, la indefinición y la duda existencial que proporciona el simple hecho de existir no están enfrentados irremediablemente a esa dulce felicidad que se saborea en cantidades ínfimas. Así lo demuestra el autor en este reflexivo trabajo, en el que regala ejemplos clarificadores. La teoría la confirma la letra de ‘Escala de grises’, un memorable himno que irradia un puntito de satisfacción al retratar la provechosa unión de dos almas perdidas, pero que juntas encajan (en la escala de grises / se nos ve tan felices). Añade una nueva aportación ‘Nada mejor’, un tema por el que se vuelven a colar versos reconfortantes dentro de lo que parece un círculo concéntrico que acaricia exclusivamente a la desolación. Hay una puerta al fin, remata en ‘Cuando los ángeles duerman’. Quién dijo tristeza. El cantautor-rock respira entre tanto pesimismo, lanzando bocanadas de una música a la deriva que ya no se destila por los circuitos habituales.

El paso de las composiciones va despejando ese discurso unidireccional y demostrando que dentro de la derrota asumida, mal siempre será mejor que peor. Late en esta colección de canciones una visceralidad menos poderosa que en anteriores discos. Los años han controlado la irascibilidad que provoca la insatisfacción existencial. Las incoherencias ya no duelen tanto y las llagas tienden al silencio, a conjuntarse con un paisaje desdibujado y opresivo. No faltan estallidos de ira que advierten de la degeneración de una sociedad que etiqueta y señala a los perdedores, aunque en su conjunto estamos ante un disco más reposado y de un sonido menos distorsionado que anteriores criaturas discográficas. Un rock clásico que se nutre del estado de gracia del compositor. Es cierto que hay tramos más prescindibles y que acecha el temor a ser reiterativo, pero el tono global de ‘Cartografía’ supera con creces al de las medianías que no dejan de martillear los oídos desde emisoras radiofónicas y canales televisivos.

La banda suena perfectamente ajustada, un factor que se le podía achacar al granadino en los inicios de su periplo en solitario. Guitarras que flotan en la atmósfera y un teclado atinado y con mayor peso de lo habitual arman un sonido envolvente que hace cumbre en la citada ‘Nada mejor’, en la que Lapido se atreve hasta a juguetear con las cuerdas vocales. Menudencias ante el torrente literario de unas letras poderosas en las que conviven un Bela Lugosi sonriente, un Johny Weismuller cleptómano, bares humeantes sin horario de cierre, referencias planetarias, alguna profesión que remite a la monumental ‘A dos metros bajo tierra’ y un optimismo que se va deslizando entre los dedos. Para el que no lo conozca, así es el microcosmos ‘lapidiano’.

‘Cartografía’ es, en definitiva, un disco que gana con cada escucha, lleno de rincones secretos, listo para que no pare de sonar durante un largo periodo de tiempo. La confirmación, en resumen, de que hay que apostar por la esperanza. José Ignacio Lapido no se detiene ante los obstáculos. Hay que creer en la justicia poética. Si Lapido sigue produciendo discos de este nivel puede que algún día ocupe el lugar que le corresponde, el de un creador de canciones gigantescas condenadas a quedarse registradas en el archivo de la memoria por mucho tiempo. Si pasa, sólo queda esperar que no sea ni en otro tiempo ni en otro lugar.

lunes, 21 de abril de 2008

'CYRANO DE BERGERAC'. Poeta clónico

CRÍTICA DE TEATRO

'Cyrano de Bergerac'
Autor: Edmond Rostand
Producción: Concha Busto Producciones
Dirección: John Strasberg
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 17 de abril de 2008.

El ‘Cyrano’ funciona. Pasan los años, las adaptaciones, los directores y los actores y ahí resiste, alejado de modas y pegado a un verso ligero, el flemático caballero de la nariz hiperbólica. Un personaje, ya sabido, que da el perfil idóneo para incrustarse en el salón de la fama de la literatura universal. Válido para que el autor diera a conocer la -triste- visión que tenía de la Francia palaciega del siglo XVII y, ya en el terreno introspectivo, poner al descubierto con profundísima perspicacia una personalidad extrema, probablemente más compleja que la del lunático hidalgo manchego. Deja más detalles, como el triunfo final de la palabra sobre la estética, pero ya no son más que agradecidas perspectivas utópicas que conservan cierto grado de anacronismo. La zozobra ética de la sociedad de principios de milenio así lo ha deseado.

La versión que saca adelante con soltura la productora de Concha Busto se ciñe a un esquematismo conceptual que desecha la acción para revalorizar la arquitectura preciosista del texto. Poco nuevo aporta esta relectura que cuenta con una escenografía tan sencilla como vistosa. El director norteamericano John Strasberg ha ido a lo fácil. Escuadra y cartabón para dibujar una adaptación limpia y efusiva. Apenas ha tirado de bisturí para cortar pasajes intrascendentes, por lo que el desarrollo se compone de una sucesión algo monocorde de escenas que pasan, se quedan y se marchan a la espera del estallido de emociones. Los propósitos renovadores que se anhelan cada vez que una compañía se decide por el ‘Cyrano’ brillan por su ausencia. Estamos, entonces, ante una obra tratada para el público y que marcha acorde a los planteamientos con los que fue escrita en el siglo XIX, despojada, lo más lacerante, del poso trágico que rodea a Cyrano en virtud de un tono deliberadamente más superficial y cómodo de asimilar. Todo está lo suficientemente anunciado y remachado para no provocar ninguna sorpresa innecesaria, por lo que las expectativas de ver algo diferente a lo habitual se desvanecen ya de inicio. Otro clon del poeta, aparatoso en las formas y fotocopiado en cuanto el estilo.

Realmente, el grado de calidad de un ‘Cyrano’, el paso al frente, la distinción, lo marca en gran medida la elección del protagonista. Cuando Gerard Depardieu abordó el personaje a principios de los 90 en la fastuosa adaptación al celuloide, su alicaída carrera pegó un subidón. Lo afrontó a la edad perfecta, a falta de arrugas irreparables y cuando su físico no era todavía una balsa de michelines adictos a la buena vida. Algo parecido le sucede a José Pedro Carrión. Es un acto de justicia poética que este actor, menudo de tamaño y enorme en registros, agrandara la napia, desenvainara la espada y sufriera lo indecible al experimentar los placeres del desamor. Carrión trabaja con minuciosidad y entusiasmo al personaje. Le falta ese plus de sufrimiento que se precisa al trabajar en una obra que se maneja en las parcelas de lo afectado. Es complicado sustraerse a la impresión de que, en esta elección, se produce una merma considerable del espíritu del original. No parece un problema interpretativo sino más bien procedente de la dirección. Bascula Carrión hasta enhebrar un Cyrano cínico, demasiado pasivo, ajeno a lo que se cuece entre Cristián y Rosana, y perdido en una batalla interior de la que no llegan noticias.

El verso dócil y manejable que exhibe el texto está aceptablemente recitado en líneas generales. Suena especialmente preciso en boca de Carrión y Begoña Maestre, que ha suplido con soltura a la habitual en el papel, Lucía Quintana. Modela a mano una Rosana oscurecida entre el protagonismo adquirido en esta adaptación por el rol de Cyrano. Anda ensombrecida, casi tanto como Cristián, en esta ocasión un tallo de cadete que se ve incapaz de hacer crecer la relación que mantiene con el proveedor de su amor. Otra debilidad que acecha, la superficialidad de los secundarios. Dato a añadir a una realidad que se asume casi como incontestable: por lo expuesto, esta versión no puede presumir de haber descubierto en toda su intensidad los poderes del magnífico texto de Edmond Rostand.

A este ‘Cyrano’ le queda, eso sí, el orgullo intrínseco del protagonista, puesto encima de la vida y la muerte, y los excelentes momentos cumbre que brinda José Pedro Carrión. Como las estrellas, parece envalentonarse en esas escenas que ya forman parte de la memoria colectiva del teatrero. La chispa, por fin, salta en la declaración que hace a Rosana a escondidas, un pasaje bien resuelto valiéndose de las tres dimensiones del arte escénico. A la vez, el febril soliloquio con el que se autocalifica en la academia de gascones (“volar no muy alto, pero solo”) y el final, ejecutado con admirable serenidad, figuran en la lista de material más que rescatable. Carrión pasa de puntillas amparado por su talento hasta llegar a esos instantes, en los que destapa la esencia del original. Chispazos de un genio sobre las tablas.

Desmadejado el conflicto, probado el nivel de José Pedro Carrión y limadas esas asperezas que pueden desgastar el olfato de los especialistas, queda el regusto dulzón de una representación definitivamente imperecedera. Una contradicción para el propio Rostand, que calificó con gran ingenio al Cyrano como “el apuntador al que todos olvidan”. Al contrario, no pierde comba a nivel y número de puestas en escena ni siquiera en unos tiempos que menosprecian el código de honor impuesto por sus propias contradicciones. A decir, lealtad, dignidad y honestidad. Principios, en definitiva. Todo un personaje del pasado.

viernes, 11 de abril de 2008

'LOS PERROS DORMIDOS MIENTEN'. Un bozal, por favor (**)

CRÍTICA DE CINE

'Los perros dormidos mienten' (Bobcat Goldthwait. Estados Unidos, 2008)

Un secreto salvajemente impúdico activa la mecha que prende ‘Los perros dormidos mienten’. Es tan endeble –y sencillo- el planteamiento que, una vez al descubierto la confidencia, el interés del experimento queda hecho trizas. El dispositivo supuestamente corrosivo que debería ponerse en marcha tras desvelarse tan aparatosa confidencia –simple secretillo preuniversitario de alcoba- se va ablandando hasta anestesiar los genes políticamente incorrectos que debían haberse adueñado de la cinta, a la que se adjudicaba de antemano la etiqueta de rompedora.

El riesgo, el vértigo del equilibrista y el humor innato al que se siente fuera de sitio en una sociedad febril; ni una pizca de lo enumerado se advierte en el largometraje dirigido por el desconocido Bobcat Goldthwait, un hombre pegado a su sombrero que firma la dirección y el guión de esta intranscendente comedia. Apunta hacia arriba transcurridos los veinte primeros minutos, para después desmoronarse con sonoro estrépito. Vendida como un producto que revolucionaría ese prolífico subgénero tontorrón que es la comedia romántica, exhibe buenos modales ya desde el punto de partida. La protagonista, una joven que marcha rauda camino a la estabilidad, conserva un secreto, sexual para más señas, relacionado con prácticas mal vistas en la opinión pública. La obra de teatro ‘La cabra’ con la que Josep María Pou ha pisado los escenarios de medio país, opera de certero referente. En lugar de olvidarlo, que sería lo suyo, lo sucedido le traumatiza, hasta tal punto que un día decide vomitarlo.

Así enciende esa mecha ya referida que podría haber supuesto el descarrilamiento definitivo –para bien- del filme, una libertad de movimientos para el director, opciones finalmente desechadas. La trama que se desarrolla a partir de esa revelación se incrustará entre un mosaico de tópicos sofisticados, nada relevante ni muy incorrecto, que aplatanarán y adormecerán al que rastreador de sensaciones más ácidas, potentes en definitiva. Gira con mucha brusquedad ‘Los perros dormidos mienten’. Un volantazo que desplazará al vehículo, de forma inesperada, al terreno del melodrama, inexplorado anteriormente.

Si como comedia agresiva tampoco llega a explotar sus recursos por la falta de tiempo y de paciencia (la reivindicable ‘American Pie’ la supera en provocación), peor le va al adentrarse en un camino más pedregoso, el introspectivo. Con buenas intenciones aunque sin suerte, Goldwaith se aproxima en silencio a un referente en este campo como el monumental serial ‘A dos metros bajo tierra’. No es gratuito el símil, si no trácese un paralelismo entre el papel que les corresponde a los hermanos menores, dos inadaptados sociales con graves problemas en su relación con la hermana mayor, que pululan por ambas pantalla. Irritará el saldo que se obtenga del ejercicio de la comparación, inevitable dados los paralelismos tan evidentes, sobre todo en cuanto a desarrollo argumental.

Valga como resumen del espíritu que sobrevuela a esta decididamente insípida anécdota de distendida cena universitaria, la moraleja que se extrae con sacacorchos del infantil epílogo. Hay veces en las que es mejor mantener la boca cerrada, en los dos sentidos. Nos ahorraríamos, por ejemplo, criaturillas con tan poco que ladrar como esta ‘Los perros dormidos mienten’. Que humanos y caninos tengan felices sueños.

miércoles, 9 de abril de 2008

'LESIONES INCOMPATIBLES CON LA VIDA'. Simplemente dolor

CRÍTICA DE TEATRO

'Lesiones incompatibles con la vida'
Autora: Angélica Liddell
Escenario: Teatro Lope de Vega (Alcalá de Henares). 6 de abril de 2008

Angélica Liddell taladra conciencias con una admirable perseverancia. La única pega que se le puede poner a la ardorosa tarea a la que se entrega sin titubeos toda su dramaturgia viene impuesta por las limitaciones del alcance. Las intenciones que propagan cada una de sus piezas sólo salen fortalecidas en caso de choque frontal con lo imprevisto. Si no, nuevo caso de acción a pequeña escala que, visto el panorama, se puede dar por bueno. Liddell ha saltado a los papeles en virtud de los últimos acontecimientos generados alrededor suyo. Las puertas del Centro Dramático Nacional se abrieron hace unos meses para dar cobijo a un par de sus criaturas, recibidas con distinción de opiniones. Un reconocimiento más o menos general, resumido en las buenas palabras de relevantes compañeros de profesión y fijado por algunos de esos premios que tanto brillan en el palmarés, ha sacudido su trayectoria, un interminable tránsito por las cloacas menos acicaladas de la sociedad. Desde luego, tales acontecimientos reseñables no se han traducido en una variación perceptible de la conducta que guía las creaciones de esta belicosa dramaturga, un extraño ejemplar que aletea prácticamente en solitario en el panorama escénico actual.

‘Lesiones incompatibles con la vida’, un texto escrito en 2003 y comprensiblemente apenas puesto en escena, muestra a una Liddell que se juega el pellejo. Ya no se trata únicamente de golpear con un texto, de empotrar un discurso claro, contundente y unidireccional en la mente del espectador, sino de exprimir al máximo las consecuencias en base a la acción que desencadenan las palabras. Liddell recibe a los asistentes, apenas una veintena de personas, semidesnuda. Una careta tapa su cara y dos pesados bloques de piedra cubren sus pies. Una pantalla en la que se suceden imágenes desoladoras sobre una fotografía del álbum familiar acompaña el ritual en el que exorciza sus frustraciones.

La actriz tira a dar, no deja títere con cabeza, aunque recurra a una protesta verbalizada de un potencial menor a otras propuestas de su cosecha. Proclama a gritos sordos la rabia que siente por seguir viva. Busca dañar. Los huecos en blanco que deja el texto, una colección de frases cortas que martillean a los pilares de la sociedad contemporánea (familia, poder, religión), los tapa con dolor físico. Repetidamente se golpea con guijarros afilados en la zona vaginal. El lugar elegido enlaza con lo que quiere transmitir. Liddell no se responsabiliza de la perpetuación de la especie. No quiere tener hijos, rechaza la descendencia. “Mi cuerpo es mi protesta”.

Todo retumba a verdad. El mensaje es nítido. Único. La contradicción no se hace patente. “No confío en un futuro mejor”. No hace falta más, aunque suene prefabricado, muy manoseado, listo para quien quiera escucharlo, que no serán cantidad. ¿Cuál es el límite al que un artista está dispuesto a llegar para proclamar su visión del mundo? ‘Lesiones incompatibles con la vida’, casi al borde del rechazo, pone a prueba esa tesis. No es definitiva, aunque sí permite conclusiones. A la media hora, Liddell se derrumba, exhausta. Por el altavoz se acaba de escuchar una última frase. Puede sonar esperanzadora. Pero no, descartado. “La bondad no existe”, bramó con anterioridad. El corolario sólo es un arrebato de ironía que trata de aliviar el trance vivido. “El mundo es maravilloso”. Nada nuevo, Liddell en estado puro.

'PARKING 2'. Segunda planta completa (**)

CRÍTICA DE CINE

'Parking 2' (Frank Kalfhoun. Francia, 2008)

Rueda ‘Parking 2' bajo una de las fórmulas más manoseadas del cine de terror: psicópata solitario con peligrosa tendencia al romanticismo de cena de mercadillo persigue a jovenzuela, cuanto más espectacular mejor, ingenua y desprevenida. Le distingue del resto de mercancía el escenario en el que está enclavada esta claustrofóbica ópera prima firmada por Frank Khalfoun, un aparcamiento de cuatro plantas asignado a los empleados de las oficinas de un rascacielos de una ciudad estadounidense. Es el envoltorio, bien trabajado, que luce un largometraje sujetado por un par de actores, una trama efectista y sencilla y un desarrollo que avanza a tirones y que se derrumba tras un excelente cuarto de hora inicial.

Decepciona a nivel general, porque no puede ser de otra manera cuando tras los títulos de crédito uno se topa con Alexandre Aja. El responsable de la truculenta y efectiva ‘Alta tensión' y del febril remake de ‘Las colinas tienen ojos' apadrina al citado Khalfoun, produciendo y colaborando en la escritura del guión. La mano de Aja se intuye esos instantes hemoglobínicos que se desatan con fiereza superado el intermedio. La cosecha ‘gore' incluye una de las escenas más brutales de lo que se lleva de temporada, un reiterado atropello que deja en simples menudencias otras atrocidades tales como un apuñalamiento ocular.

Esos arrebatos puntuales de violencia tratan de tapar las grandes carencias de un proyecto condenado al olvido instantáneo y que no aporta novedad alguna, si acaso la constatación de la rojiza forma de entender el terror que posee Aja. Es tal la simpleza de ‘Parking 2' -no es una secuela, contraindicando al título- que lo único consistente es la localización. Genera más miedo esa oscuridad en la que se introducen las cuatro plantas del subterráneo que el ritual macabro del escondite al que juegan pirado y víctima. Lo demás son artificios pirotécnicos poco peligrosos, muy espesos dentro de un planteamiento muy previsible. El psicópata dibujado por Wes Bentley, que no levanta cabeza tras el papelón de ‘American Beauty', provoca más ternura que otra cosa, que no es lo buscado. Justificar sus actos, como se apunta en una línea argumental olvidada al instante, por la soledad impuesta por una profesión, suena excesivo, aunque comprensible si se analiza detalladamente. Rachel Nichols tampoco se luce en un papel poco nítido y por extensión difícilmente evaluable.

Señalados los inconvenientes, es justo destacar la buena factura técnica que a nivel general presenta el filme -nada chirría globalmente-, el formidable prólogo y esos truculentos golpes de efecto que agrandan la tensión. Todo por debajo del verdadero hallazgo de ‘Parking 2', un subterráneo como escenario que alimenta temores muy reales, porque, ¿quién no ha sentido mieedo alguna vez mientras buscaba su coche en un aparcamiento sumido en la oscuridad?

miércoles, 2 de abril de 2008

'PYONGYANG'. El miedo habita la ciudad



CRÍTICA LITERARIA

'Pyongyang'
Autor: Guy Delisle
Editorial: Astiberri
Páginas: 176
Año: 2005



EL MIEDO HABITA LA CIUDAD

Antes de entrar con el estoque, un par de apuntes sociológicos, útiles para aquellos estudiantes que dormitaban durante el desarrollo de la asignatura de Geografía. Hay dos Coreas, separadas a la altura del Paralelo 38 desde 1945, final de la Segunda Guerra Mundial. Políticamente, la zona norte profesa una ideología comunista y antiamericana, un régimen militar y dictatorial tiránico que la ha colocado en el punto de mira de las organizaciones humanitarias. A Corea del Sur la mueve una política capitalista de feroz desarrollismo económico donde la competitividad es ley de vida. Valga un ejemplo, todavía más clarificador, para remarcar esas diferencias. Un surcoreano no puede entrar en Corea del Norte. Un norcoreano, simplemente, no puede traspasar las fronteras de su país. Si acaso, coto para privilegiados, puede visitar China. Hasta para un recorrido de cuatro kilómetros dentro de sus fronteras se le exige la posesión de un visado. Asimismo, el acceso a los foráneos, es selectivo. En algunos casos, está prohibido.

Guy Delisle es un dibujante francocanadiense que pasó una temporada en Corea del Norte por motivos laborales. Debía aplicar sus conocimientos al servicio del SEK (Scientific Educational Korea), un programa por el que se elaboran películas educativas y de entretenimiento afines al sistema. ‘Pyongyang’ es el resultado de esa odisea relatado en primera persona y expuesto en formato cómic, probablemente el género que mejor se adapta a lo que el autor vivió en un país que no admite comparación posible con ningún otro. Delisle deja infinidad de viñetas vacías de contenido, sinónimo de un silencio esclarecedor, el que ahoga a los habitantes de la capital norcoreana. Preguntas que se quedan sin respuesta. Hombres vagando por la ciudad silueteados como sombras. Carreteras de cuatro carriles vacías de coches. Una única cadena de televisión, dos el domingo, emitiendo con periodicidad diaria. El miedo, que atenaza vidas que ven pasar los años bajo el ruido que sale del altavoz propagandístico del poder. Delisle ha tirado de una ironía muy suave para retratar la ausencia de sentido común de un régimen enquistado y anclado en códigos de conducta más propios de épocas remotas. El cinismo salvará al autor de más de un lío, al igual que el escepticismo, mecanismos de autodefensa. Creer o creer, no hay más. Lo mismo que se les inculca desde la infancia a los norcoreanos.

‘Pyongyang’ prescinde con buen tino del enciclopedismo. No hay un aluvión de datos de ratón de biblioteca ni se exhiben profundas reflexiones íntimas. No hacen falta. Ayuda que Delisle no sea periodista. Lo interesante es que el autor no provoca que le sucedan circunstancias noticiables. Simplemente se las encuentra, le chocan y las dibuja. Su opinión apenas se distingue dentro de la sucesión de estampas cotidianas de su periplo en Corea del Norte. Basta con observar los principios de actuación de un país sumergido en un continuo delirio paranoico alimentado por el régimen instalado en el poder para que el producto sea eficaz. Las conclusiones, que las saque el propio lector.

El autor afronta situaciones surrealistas y fuera de toda lógica con un humor de baja intensidad, aquel que nace de la incredulidad. Un guía y un traductor le acompañaban en cada uno de los trayectos fuera del hotel en el que estaba alojado. Así se fue empapando de la realidad manipulada del día a día en la capital del país. Una ciudad sin vehículos habitada por gente que camina en silencio. “¿Por qué no hay minusválidos?”, pregunta a su traductor, un ex militar al que caricaturiza casi con ternura. “Porque todos los norcoreanos nacen fuertes, inteligentes y saludables”, le responde, como si fuera una máquina programada para tal misión. “¿Creen ellos en todas esas chorradas que tratan de hacerles tragar?”, se pregunta a sí mismo en otra ocasión. La respuesta se quedará deambulando por el aire.

Los dibujos claros, limpios y expresivos de Delisle introducen al lector en una pesadilla opresiva. Recrean con detalle y desde la distancia una atmósfera saturada de miedos y tabús insignificantes, como la imposibilidad de escuchar jazz, calificada poco menos como música infernal. Hay vivencias muy poderosas, como la visita al Museo de las Amistades, un faraónico edificio en el que se acumulan los regalos que dirigentes de otros países y los propios habitantes de Corea del Norte han realizado al ‘padre de la nación’, Kim-Il-Sung, cuya figura, al igual que la del sucesor, su hijo Kim Jong-Il, debe ser reverenciada obligatoriamente. Otra escena impactante es el paso del autor por una especie de fábrica en la que se adoctrina a los jóvenes talentos del país, un tramo en el que se deja sentir la profunda tristeza del autor al comprobar hasta qué punto es nocivo el grado de manipulación al que está siendo sometida la población, que es, como suele pasar, la gran damnificada por las incoherencias de un régimen arcaico.

‘Pyongyang’ se configura así como un atractivo documental sobre Corea del Norte, menos contundente que la reciente ‘Persépolis’, ya que opta por planteamientos de menor radicalidad ideológica. Realmente, no aportará grandes novedades al que ya conozca de antemano las características del país asiático, pero a buen seguro proporcionará una agradable lectura al que se acerque a sus páginas. Una obra, en definitiva, cuyo contenido no tendría nada que envidiar al surrealismo desbordante de piezas de autores como Mihura o Ionèsco. Lo lamentable es que en Corea del Norte ese surrealismo está orientado a la perpetuación de una dictadura obsesiva que, involuntariamente, se está convirtiendo en un fértil caudal de magníficas creaciones literarias. Ya pasó con África, y ahora Corea del Norte reclama su cuota de singularidad.