lunes, 30 de junio de 2008

'LA VIDA ES SUEÑO'. Enorme Segismundo

CRÍTICA DE TEATRO

'La vida es sueño'
Autor:
Calderón de la Barca
Versión: Pedro Víllora
Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente
Compañía: Siglo de Oro de la Comunidad de Madrid
Escenario: Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares). 25 de junio de 2008

A veces unos segundos valen por toda una obra. El fascinante primer monólogo de Segismundo en la épica producción de ‘La vida es sueño' pilotada por Juan Carlos Pérez de la Fuente es tan deslumbrante, limpio y estremecedor que todo el manto que arropará posteriormente su reconversión en hombre de bien quedará postergado en la parte trasera de los recuerdos. Fernando Cayo demuestra de inicio cómo ha afrontado el papel. Está, así se lo ha tomado, ante una de esas oportunidades que sólo golpean una vez a la puerta y no se deben dejar pasar.

Que lleve pantalones vaqueros y sea custodiado por soldados que parecen cedidos por George Lucas de la saga ‘Stars Wars' debe ser entendido como un factor menor que no ensucia, al contrario, esta nueva revisión del clásico calderoniano por excelencia. Todo se desvanece ante la lección de transformación espiritual, física y anímica, un ejercicio casi hipnótico, que Cayo sostiene hasta una vez caído el telón. Hay, en resumen, un trabajo colosal, sin el menor atisbo de sobreactuación.

A Chete Lera se le ve contenido como el monarca Basilio, adjetivo que nunca ha entrado dentro de sus virtudes. Respeto total al verso, modalidad en la que debutaba pese a tan próspera carrera. Nada que ver con el Lera visto en sus últimos papeles, tanto en teatro, el visceral Mingus Cuernavaca, como en cine en sus grotescos roles de ‘Concursante' y ‘Tocar el cielo'. El duelo paternofilial, bien medido en silencios y pausas, lo desequilibra una joven actriz que llama fuerte al estrellato. Es Ana Caleya, desgarradora Rosaura, una mujer que se hace valer desde una expresividad torrencial.

Pérez de la Fuente lleva eficazmente los mandos de un clásico que ha escrutado con ojos clavados en la actualidad. Así se entienden esas decisiones de arropar la trama con ornamentos tomados del siglo XXI y taparla con una estética vanguardista, expuesta fundamentalmente por el vestuario, la iluminación y el sonido. En esa línea se mueve la idea de extirpar del relato todo tipo de anotación religiosa, pensamientos que fluían con consistencia en el original. No valen para esta relectura. La versión de Pedro Víllora potencia el enfrentamiento entre lógica y tradición desde la perspectiva omnipresente de Segismundo y brinda, finalmente, un resquicio para la esperanza, otro toque que se debe leer en exclusiva de cara a la actualidad.

Revisión atrevida y arriesgada, se sostiene con menos dificultades de las previsibles. Engancha, y no sólo por el trabajo interpretativo, de elevada calidad. Por una vez tanta introducción de elementos rupturistas encaja sin que pierda fuerza la voz del original. Decibelios espectrales que retumban por la sala y que se complementan adecuadamente con el ritmo, alto, de la puesta en escena y la delicadeza de un verso que suena de forma excelente en esos soliloquios inmortales de Segismundo. Un texto imperecedero, un tratamiento potente, efectivo y diferente y, sobre todo, un gran actor, Fernando Cayo.

viernes, 27 de junio de 2008

'BASTA QUE ME ESCUCHEN LAS ESTRELLAS'. La privacidad de Lope

CRÍTICA DE TEATRO

'Basta que me escuchen las estrellas'
Autor: Mariano Llorente y Laila Ripoll
Dirección: Laila Ripoll
Compañía: Micomicón
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 21 de junio de 2008

El teatro que pulen Mariano Llorente y Laila Ripoll se caracteriza por el arrojo. Atrapan una idea, la moldean, estiran y calientan hasta adentrarla en un terreno ya muy definido y característico. Es tanto el arrojo que exhiben sus textos que corren el riesgo de desbordarse por los extremos, de incurrir en el exceso. No valen las medias tintas. Se aproximan al borde del precipicio, adopten una identidad cómica o dramática. Es lo que sucede, a grandes rasgos, a ‘Basta que me escuchen las estrellas’, un irregular montaje sustentado en la idea de llevar a escena la biografía de Lope de Vega. Proyecto potente que Micomicón ha levantado poniendo al descubierto, fundamentalmente, el currículum de amoríos del poeta y dramaturgo. La rigurosidad que se podría pedir a la hora de pactar un montaje de tales características, algo así como un biopic a la antigua usanza, se esconde tras una puesta en escena frenética y extenuante, dos horas, largas, largas, que alternan acelerones con frenazos inesperados y hallazgos espontáneos con exasperantes defectos propios de la desmesura.

Las canciones, parodias y coreografías se suceden casi sin descanso. Los versos apenas respiran entre tanta agitación. Idas y venidas de personajes, intercambios de papeles, amores que se desvanecen en el horizonte y amargos latidos salidos de necrológicas inesperadas se mezclan, combina y agitan a velocidad de crucero. Sólo se percibe un ligero intento de mantener un hilo narrativo en la figura de un vocero que va desglosando partes de la biografía de Lope. El resto, más deslavazado, se deja a la vista, entre bailes pintorescos, conversaciones desaforadas y supersónicas modificaciones de vestuario. Vértigo y adrenalítica comicidad entre la que se puede rescatar, a duras penas, pasajes de gran belleza lírica, como la declamación que culmina con las palabras que titulan el montaje. Puede que poco para el purista.

Micomicón ha optado por potenciar el lado cómico de una biografía apasionante, hurgar entre los líos de faldas y acentuar las cruentas batallas intelectuales de la época, como la peleada entre un pletórico Lope y un huidizo de desconcertante acento Luis de Góngora. A los mandos de la dirección, Ripoll se deja llevar por el peso de los aspectos estéticos. El estudio analítico de la figura de Lope y las claves para entender su prolífica producción y el espíritu que la domó se arrinconan en beneficio del entretenimiento puro y duro. Relega el Lope creativo para potenciar el Lope sentimental.

Descabezado sale así, finalmente, el retrato de un autor que pedía algo más que una comedia festiva. ‘Basta que me escuchen las estrellas’ demuestra que tiene más tirón un puñado de escenas cabareteras bien ambientadas en el socorrido Siglo de Oro que un fino verso declamado de principio a fin. Así, al menos, lo reclama el mercado y lo verifican Mariano Llorente y Laila Ripoll, enfrascados en la tarea de voltear con originalidad a autores como Lope y Shakespeare, al que hace poco le politizaron ‘Hamlet’ con la irreverente ‘Hamlet, por poner un ejemplo’. Ahora no llegan a ese extremo ideológico. Lope, por mucha vida disoluta que llevara, es y será uno de los nuestros. Reírse con él, aunque sea a cuentagotas.

jueves, 26 de junio de 2008

'ENRIQUE IV'. Locura en las tablas

CRÍTICA DE TEATRO

'Enrique IV'
Autor: Luigi Pirandello
Dirección: José Sancho
Producción: Teatres de la Generalitat Valenciana
Escenario: Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares). 20 de junio de 2008

Principio y fin. El nuevo ‘Enrique IV’ levantado por Teatres de la Generalitat Valenciana empieza y acaba en José Sancho. Todo se mueve en función del actor valenciano, metido en faenas de director. Una obra explícita, convenientemente clarificada y trabajada de cara a su lucimiento individual, una puesta en escena aplicada y que no pierde de vista su verdadero objetivo: contribuir a la diversión del público. En tiempos de piruetas técnicas, mensajes indescifrables y torrenciales –e innecesarias- relecturas de clásicos anquilosados en otro tiempo se agradece tamaño gesto de sencillez y sinceridad. Todo nobleza, este ‘Enrique IV’ se desarrolla con las cartas marcadas por la vehemencia de Sancho. Da lo mismo que quiere recibir, con convencimiento y mediante un desarrollo más accesible de lo habitual al tratarse de un texto tomado de Luigi Pirandello.

Tras el desplome de la defenestrada ‘Plan América’, serie que apuntaba alto y sorprendentemente maltratada por la televisión pública, José Sancho necesitaba un proyecto revitalizador. Lo ha encontrado en la recreación de este puntal del teatro pirandelliano que es ‘Enrique IV’. Bebe de fuentes conocidas, como el recuerdo de José Tamayo, al que rinde pleitesía en cada uno de los empastes del montaje. Ponerse a los mandos de la obra le ha liberado de tensión en el frente en el que más cómodo se siente. Desenvuelto, sin ataduras, el actor vive el papel de acorde a la imagen que ofrece a la luz pública. En su otra labor, Sancho regula la acción, la mantiene fría y distante para ir agrandándola gradualmente y hacerla estallar con su poderosa irrupción como monarca germano encorsetado por la locura. Tanto ha medido la tensión argumental que se ha despreocupado de otras cuestiones, como la dirección del resto del elenco, francamente mejorable. Algunos registros interpretativos se exceden del espíritu naturalista propagado por la escritura dramática de Pirandello. Males menores cuando de lo que se trata es de reactivar el factor entretenimiento dentro de un teatro perteneciente a un contexto y un entorno tan diferente al actual.

No interesa tanto el desarrollo de la historia como lo que la sujeta con una fortaleza encomiable. Todos los caminos llevan a Sancho, un maratoniano de la interpretación que demuestra que todavía le queda mucho fuelle. Un actor liberado, que disfruta, cómodo en un papel que siente como suyo, dentro de una obra coordinada para que se luzca. Atrás se queda una escenografía distante e infrautilizada y el machacón y plomizo contexto histórico del inicio. Escenas como aquella en la que el monarca germánico revela su verdadera naturaleza a los jóvenes que le vigilan se sobran para justificar la puesta en marcha del proyecto. Al menos de cara al público, encantado de los esfuerzos del gran protagonista de la obra.

Todo lo forzadamente grotesco que se ve con anterioridad, como la encorsetada irrupción de los marqueses y el resto de la comitiva en el disfrazado palacio, se olvida cuando sale a flote la única verdad, la absoluta y realmente creíble, de una producción que sólo se recordará por un hecho: el aplomo y magisterio de José Sancho. Un loco, de verdad, de las tablas.

sábado, 21 de junio de 2008

'EL POZO'. La zozobra de la ética

CRÍTICA DE TEATRO

'El pozo'
Autor: Eduardo Recabarren
Dirección: José Luis Matienzo
Compañía: Escarramán Teatro
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 19 de junio de 2008

A modo de sentencia rotunda, un actor metido a actor, otra ‘originalísima’ pirueta metateatral, le suelta a la mujer que le dirige. “El teatro siempre es pretencioso”. La escena pertenece a ‘Pretextos’, largometraje que acaba de sacar al ruedo otra intérprete, la arrugada Silvia Munt, como una especie de ejercicio catártico. Disección entre bambalinas de ese cruce de egos y ambiciones que dibujan tantas veces las artes escénicas. ‘El pozo’, una performance escorada hacia el factor audiovisual y la expresión corporal escrita por el dramaturgo argentino Eduardo Recabarren, coquetea con el concepto al que aludía el actor. Sorprende de inicio la apuesta de Escarramán Teatro por un formato de estas condiciones. La compañía madrileña se ha caracterizado a lo largo de su trayectoria por exprimir un teatro determinado, el del Siglo de Oro, un contexto que domina y maneja impulsado por los conocimientos de José Luis Matienzo. El giro ha sido radical. ‘El pozo’ explota a la cara una única idea: la deformación de la sociedad contemporánea, una posada de decrepitud e ideales vacíos. La lanza a la cara del espectador, que debe digerirla con la ayuda de los elementos visuales que la adornan con eficacia. Teatro de denuncia que supera los límites de lo concreto para inmiscuirse en detalles globales. Pretencioso, efectivamente. Teatro, en definitiva.

Hay un riesgo, evidentemente, de que haya personas que no comulguen o entiendan la propuesta, de proyección minoritaria en todo caso. Pasa lo mismo en los geniales arrebatos irreverentes de Rodrigo García y en la manifiesta fobia social de Angélica Lidell, dos de los grandes del género. En vez de desnudar la escena, Escarramán ha elegido envolverla con una estética atractiva. Videocreación, una manejable bola gigante y unas coreografías dinámicas construyen una atmósfera sugerente, a falta de arreglar ciertos detalles técnicos y apuntalar el epílogo. La estética gana fuerza en detrimento del contenido.

Cuando se manejan ideas como las lanzadas en ‘El pozo’ corren el riesgo de desequilibrarse del lado del tópico, por lo que el discurso se estrecha. Ya el arranque demuestra esa importancia del andamiaje ambiental. Mientras uno de los protagonistas formula, voz grave y rotunda, toda una declaración de principios, dos seres se contorsionan entre la platea emitiendo ruidos inhumanos. Así, en medio de una atmósfera oscura y pesimista se desata un relato que se mueve en diferentes planos para levantar una misma tesis. La ley del antiteatro, puesto que lo que se expone rompe todo los convencionalismos escénicos. ‘El pozo’ se conforma como la sucesión de pequeños cuadros que hilan una fórmula no narrativa. En cuanto el soliloquio desgastado se apodera del texto pierde un potencial que recupera al instante cuando la parte física, enlazada por Verónica Belinchón y Kiko Miralles, sale a flote.

Escarramán ha demostrado que entre el teatro del Siglo de Oro y el de denuncia, tan pegado al siglo XXI, hay un precipicio que se puede saltar si se conocen las consecuencias que tendrá un cambio tan radical de método de trabajo, proyección y alcance. Con sus dificultades, la compañía ha activado un –valiente- acercamiento a un teatro diferente y de mayor riesgo, realizado con oficio, difícil de clasificar y sometido a un simbolismo reiterativo. Ahora sólo falta comprobar si Escarramán seguirá cultivando esta línea o la aparcará para regresar definitivamente a un terreno que ya domina a la perfección.

jueves, 19 de junio de 2008

'LA NOCHE DE SAN JUAN'. Picores amorosos

CRÍTICA DE TEATRO

'La noche de San Juan'
Autor: Lope de Vega
Adaptación: Yolanda Pallín
Dirección: Helena Pimenta
Compañía: Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 13 de junio de 2008

La ruleta de la reflexión no se debe hacer girar en exceso. Es la regla número uno, de imperioso cumplimiento. Todo en ‘La noche de San Juan' discurre a tanta velocidad que perder el hilo de la narración pasa por lógico. Es probable que suceda, hasta conveniente. A la larga se comprobará como un defecto menor. El texto seleccionado por la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico para su segunda producción es tan fino y delicado, tontorrón si se recurre al tono coloquial, que corre el riesgo de desvanecerse al instante entre los dedos. Es tan endeble el argumento, un hormonal enredo entre jovenzuelos a costa de la conveniencia conyugal de establecer dos matrimonios, que lo mejor que puede pasar es dejarlo a un lado y centrarse en otros aspectos, concretamente los sensoriales, de la adaptación.

La Joven no ha cuidado en esta ocasión tanto el desarrollo de la historia como los detalles que la envuelven, conducta que diferencia a ‘La noche de San Juan' de ‘Las bizarrías de Belisa'. La función se desarrolla a un ritmo vertiginoso, el impuesto desde la dirección de Helena Pimenta. La escenografía dispuesta ondula, modifica los ángulos de visión y juega al compás de los sentimientos de los personajes, todos fijados alrededor de los primeros picores amorosos. La opción, un juego tridimensional que funciona a dos niveles de altura, maximiza la apuesta por el movimiento continuo. Ritmo, en definitiva. No se permiten parones entre escenas, respiros entre las réplicas, descansos para reposar lo representado. Todo va revolucionado, en beneficio de una trama que realmente lo exige. Una comedia con más capa que espada de carácter simpático y amigable manejada con buen tino por un reparto que lanza versos que entran con facilidad en los oídos, melodías que encandilan y rellenan el vacío que deja la intrascendencia de la historia. Si a esta reunión de virtudes se le suma la del vestuario el resultado es el de un clásico de bella factura que realmente cumple lo mínimo que se debería pedir a una función de estas características: evitar el aburrimiento. Es la segunda regla exigible.

Eva Rufo capitanea nuevamente con solidez un reparto granítico que se maneja con comodidad en los planteamientos distendidos de Lope de Vega. Sólo destempla el ardor que soportan las tablas algún papel encajado en el actor erróneo. El plantel toca y acaricia el verso con una soltura envidiosa. El valor de ‘La noche de San Juan' se rescata de esa deliciosa acústica que sermonea los oídos y del envoltorio dorado que recubre una historia de inocentes pasiones. Fuera las espadas y los derramamientos de sangres inútiles y arriba los picores amorosos, los escarceos primerizos y las afrentas saldadas con una sonrisa. Todo muy moldeable y apto para ser digerido sin la necesidad de recurrir a elementos externos que obliguen a la mente a trabajar. Reposará, porque, ya se ha dicho, lo importante es lo que se ve y oye, no lo contado ni lo escuchado. Un clásico en toda regla, no tan redondeado como ‘Las bizarrías de Belisa', bien hecho y tan agradable como olvidable. Lo último, la regla final que encierra a las dos anteriores, también cumplida.

jueves, 12 de junio de 2008

'APRÈS MOI, LE DÉLUGE'. La pesadilla africana

CRÍTICA DE TEATRO

'Après moi, le déluge' ('Después de mí, el diluvio')
Autora: Lluïsa Cunillé
Dirección: Carlota Subirós
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 11 de junio de 2008

Una tanda de chascarrillos populares ubica ‘Après moi, le déluge’. Indicativos para remarcar el contraste entre Occidente y Zaire, un país que representa los males de África. Técnica útil, aunque se podía haber tomado otro camino, el de los ejemplos reales. Uno entre la multitud, medicinas vendidas a precio de oro en centros médicos públicos cuando en realidad es agua recogida del sistema de alcantarillado. Tan duro de asimilar como real. Directo a la diana, temática perfectamente colocada, sin titubeos. El Congo no está para bromas.

La nueva obra de Lluïsa Cunillé, dramaturga residente del Teatre Lliure barcelonés, se introduce así en la realidad de una zona devastada por la codicia y la corrupción, un país humano como pocos. El título que coge prestado de una sentencia de aires divinos realizada por el dictador Mobutu Sese Seko, ‘después de mí, la lluvia’, ya es lo suficientemente explícito. Agua, agua y más agua, la que cae con frecuencia en la capital, la inhóspita Kinshasa. La lluvia se queda almacenada en las cloacas y suele provoca un pestilente hedor que se extiende por las calles, motivo por el que una intérprete –Cunillé no pone nombre a sus personajes- lleve una década sin salir de la décima planta del hotel de lujo en el que reside y trabaja. Vicky Peña se mete a fondo en la piel de una mujer encadenada al pesado tonelaje del pasado y que ha hallado así la paz, la única que le podía interesar, en medio del caos. Enfrente, un hombre de negocios frío y astuto que se parapeta en un calculado cinismo para distanciarse de la realidad. Trabaja a las órdenes de una empresa sudafricana que explota minas de Coltán. Explotación, otra palabra clave. Contrata los servicios de la intermediaria tras recibir la petición de abrir una negociación por parte de un nativo al que no conoce. Dos personajes bien edificados que sirven la visión, sumamente despiadada, impía y descreída, de Occidente.

Había que engordar las identidades de estos dos roles, porque ambos y la incorporación espectral de un tercero, el espejo de la –triste- realidad africana, aportan los únicos nutrientes de ‘Après moi, le déluge’. No hay más andamiaje que el sostenido por Jordi Dauder y Vicky Peña, que firman dos interpretaciones ejemplares. El peso de la función lo llevan los actores con unos diálogos plasmados a un ritmo monocorde, sin altibajos y rellenados a base de lugares comunes. Tópicos, y como casi todos, y más en casos así, verdades dolorosas. Es mejor no dar más datos del desarrollo, porque arrancarían de lleno los salientes emocionales más puntiagudos de la función, lo verdaderamente rescatable de un conjunto más adecuado para ser leído que representado. En ese caso, siempre será mejor un ensayo basado en hechos reales concretos que una obra de teatro que impida contextualizar la temática con mayor eficacia. Sin ir más lejos, ahí están títulos como ‘Ébano’ de Kapuscinski, o ‘Africas’, firmado por Bru Rovira.

En realidad, ‘Après moi, le déluge’ golpea duro sirviéndose de una inteligente pirueta metafórica al límite de lo espiritual, rasgo que la acerca a una fábula africana. Duele los oídos escuchar relatos atroces protagonizados por niños-militares, aunque suenen tan lejanos y estén contados con tanta frialdad como en este montaje. Un distanciamiento emocional que provoca que, pese al efectivo giro argumental y el acertado epílogo, una obra tan inmóvil no logre adquirir la dimensión deseada. Puede que en casos así, ya lo refleja de forma excelente Cunillé en el personaje de la traductora, la llaga del occidental esté tan calcificada que ya no puedan molestarle ni los más furibundos puñetazos lanzados por la ética. Si lograran traspasar esa barrera inicial, se toparían con una segunda mayor. El primer mundo siempre dispondrá del tiempo suficiente para despertar, huir y olvidarse de esa pesadilla para la conciencia denominada África. Lo cuenta Cunillé, lo explica la historia, lo sufre África.

lunes, 9 de junio de 2008

'LA FAMILIA DEL CHIVO FROILÁN'. Sucia sociedad

CRÍTICA DE TEATRO

'La familia del chivo Froilán'
Autor: Jesús Bonilla y Joaquín Andújar
Compañía: Tentazioa-Arriábala
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 5 de junio de 2008

Artista con inquietudes creativas, Jesús Bonilla se tomó un descanso entre el rodaje de ‘Los Serrano' y su segundo proyecto cinematográfico tras ‘El oro de Moscú' para escribir con la ayuda de Joaquín Andújar ‘La familia del chivo Froilán'. Una idea le rondaba: confrontar el avance arrollador del medio urbano con el progresivo abandono, deterioro y extinción del ámbito rural, una forma de vida que, como los viejos soldados, en una cita tomada al general McCarthy, no desaparece, se desvanece en la lejanía. Expuesto el libreto bajo la dirección de Carlos Zabala, se corrobora que el resultado se aleja diametralmente del lugar al que apuntaban los planteamientos iniciales. ‘La familia del chivo Froilán', lejos de enfrentar dos concepciones de afrontar la existencia, escribe una indescifrable y desoladora parábola de la que nadie sale indemne. Si lo que simboliza lo rural queda, puede que sorprendentemente, por los suelos, peor sale parado el representante de esa otra sociedad febril y competitiva: un cocainómano ‘broker' con el punto de mira afinado por debajo de la cintura.

‘La familia del chivo Froilán' se aproxima con los ojos bien abiertos a la figura de los desheredados. Pululan ante el espectador personajes que se han quedado lejos del avance de la sociedad, bares de camioneros alejados de las nuevas rutas, televisores que se encienden con el palo de una escoba, discursos reales de Nochebuena interrumpidos por un corte de luz. Bonilla y Andujar arman el texto utilizando un arma de doble filo. La fórmula ejecutada consiste en mezclar, con poco rigor, el humor de boina y butifarra y la violencia latente propia de un contexto opresivo que necesariamente, según se ve, debe desembocar en tragedia, un apéndice -tuberculoso- de esa crónica negra que se ha ido escribiendo en la denominada España profunda.

La apuesta por la comicidad va atada a la interpretación de Janfri Topera. Es Sinluces, un cabrero que repudia todo lo que huele a ciudad. Cae en el exceso, algo que recuerda a muchos de los papeles de Jesús Bonilla, uno de los cascarrabias oficiales del cine y la televisión nacional. Topera sigue el ejemplo. Exagerado en todos los registros, pone en práctica un diccionario verbal arcaico saturado de expresiones malsonantes. La jugada, que el actor defiende como buenamente puede, sale mal si lo que se pretendía era rescatar alguna virtud en la conducta de un tipo como el que interpreta. Es precisamente en esos borrones de la caracterización de los roles donde se encuentran los defectos más evidentes que hacen que la obra, que apela decididamente por un tremendismo con resonancias valleinclanescas, no acabe de fermentar. Bonilla y Andujar han hilado con torpeza una primera parte averiada por un conjunto de escenas mal desarrolladas, sirva como ejemplo la nula espontaneidad del flechazo entre los jóvenes, servido entre ingenuas réplicas. En todo momento, las acciones conducen a los personajes, nunca el texto. Así, la trama queda a expensas de la idea fija y nada voluble manejada en la mente de los creadores, que inexplicablemente se introduce en su tramo final en una desproporcionada orgía de locura irracional y violencia febril.

Tanto sufrimiento, tantas idas de cabeza y un paseo al filo de la pederastia para llegar a una conclusión tan simplista: la derrota definitiva del mundo rural ante la avasalladora y despiadada invasión del desarrollo tecnológico, económico y mercantilista. La anulación de los sentimientos del ser humano, sentencia metafóricamente la voz del autor. De un extremo a otro sin paradas intermedias en la reflexión ni en el divertimento desprejuiciado.

miércoles, 4 de junio de 2008

'TODO LLEGARÁ'. Rebeca Jiménez (****)

CRÍTICA DE DISCO

'Todo llegará'. Rebeca Jiménez (Dro/Warner, 2008)

Con paciencia, Rebeca Jiménez ha esperado su oportunidad. Le ha tocado a las puertas de dejar la juventud, al menos así lo indica la arrolladora concepción cronológica de la sociedad. Pocas veces un título de un disco será tan revelador y encerrará tanta realidad. ‘Todo llegará’ supone el debut de una voz y un estilo que pide paso con firmeza. Para Rebeca Jiménez ha significado mucho más que el estreno. El disco, desde el primer al último indicio, se constituye como un verdadero ejercicio de reivindicación. Eleva ese espíritu a cotas insospechables de desgarro.

‘Todo llegará’ se define así como un ejercicio de justicia poética que coloca en su sitio a una artista que ha irrumpido en el panorama musical con el ruido que sólo pueden provocar aquellos músicos de primera fila cada vez que publican un nuevo trabajo. El tiempo pasará y ‘Todo llegará’ perdurará, una colección de canciones engrandecidas por una producción sobria y enriquecedora y por unas letras que, además de suponer una reveladora y sincera catarsis autobiográfica, brillan a la luz de la derrota. Un disco, por lo tanto, con muchas capas sobre las que rascar.

Jiménez ha compuesto al piano la mayoría de los temas de ‘Todo llegará’. La elección ya vale por sí misma para definir las particularidades de un trabajo instrumentalmente desnudo y sobrio que inspira sentimientos como la soledad, el desgarro y la ausencia. Once canciones a las que se añaden dos versiones –no hay que perder de vista a ‘Avión en picado’, sobre música de Marta Wainwright- moldean un disco reposado y lleno de microscópicos detalles que se van destapando a cada escucha. ‘Todo llegará’ no se ciñe en exclusiva, aunque pudiera parecerlo al ejercer casi de disco conceptual, a un único estilo. Conviven distendidos arrebatos de cabaret (‘Tú o nadie’), momentos de un pop-rock luminoso (‘Te queda mi amor’), gotas de soul bañadas en rock y, mayoría, blues de impronta estadounidense secos y oscuros arropados por una voz profunda, de las que dejan huella. Guardados en la memoria del melómano quedarán la icónica ‘No sé si lo hice bien’, ‘Calada hasta los huesos’ o la arrebatadora ‘Despertarme contigo’.

Hay que hacer mención al gran referente, al pájaro –mojado- que sobrevuela ‘Todo llegará’, porque es inevitable. La segoviana ha tomado ejemplo, y mucho más, de Quique González hasta lograr recrear un universo personal que la aleja de las comparaciones al uso. La influencia del madrileño se hace notar, respira por la práctica totalidad de los poros del álbum. A Rebeca Jiménez la han arropado los compañeros de viaje habituales de González, desde Carlos Raya, metido a los mandos de la producción, hasta la batería de Toni Raya, sostén anímico de buena parte de los temas. Un equipo que ha trabajado sumamente coordinado hasta dar como resultado un disco de trago pausado que se mete en bares con el techo cubierto de estrellas, habla de noches con insomnio, amores que se desvanecen y futuros ajustes de cuenta y por el que asoman indicios de malditismo tratados desde un punto de vista femenino. Una delicia que sirve para sacar a la luz a una artista con mucho que contar y cantar.