viernes, 29 de febrero de 2008

'HUMO'. Mentirosos, uníos

CRÍTICA DE TEATRO

'Humo'
Autor: José Carlos Rubio
Dirección: José Carlos Rubio
Reparto: Juan Luis Galiardo, Kiti Manver, Gemma Giménez y Bernabé Rico
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 28 de febrero de 2008

Para disipar los nubarrones del silencio, José Carlos Rubio se plantó y se dejó llevar por el embriagador susurro del teatro comercial. Autor de la tan potable como de limitado radar ‘Las heridas del viento’, de la que se hablan maravillas, tomó de la pechera un tema de actualidad –ya pocos recuerdan la ley antitabaco-, lo sometió a una humeante limpieza de cutis y lo redondeó con una tanda de reflexiones muy manoseadas sobre el poso de la mentira en la sociedad contemporánea. Más tarde, el resultado, laureado vía galardón procedente de altas esferas, se recargó con la incorporación del vozarrón imperial propiedad de ese actor de pajarita y esmoquin que es en los dos sentidos Juan Luis Galiardo. Debía ser una garantía de buen funcionamiento, la receta del éxito, aunque por el camino ya se había perdido lo más valioso del asunto, acaso lo único verdaderamente capaz de llamar la atención: la posibilidad de degustar una obra refrescante. La que debería solicitarse, cuanto menos, a un dramaturgo de nuevo cuño con notables referencias.

Desde luego, ‘Humo’ no cumple con los requisitos mínimos para cubrir tales exigencias. Hasta lo que debería impulsarla a cumbres más elevadas, la totémica presencia de Galiardo, da un giro, se detiene y ficha por el capítulo de inconvenientes. Con una escenografía atractiva, la obra estructura un discurso que se mueve en paralelo en dos direcciones. Un embaucador se gana la vida escribiendo libros de autoayuda y ofreciendo conferencias sobre lo nocivo, perjudicial y funesto que resulta fumar. Ya en el camerino, tira de pitillo en cuanto encuentra la ocasión. Nada original, el timador que se sirve de una mentira para hacer negocio. Galiardo estira su exageradísimo rol de conferenciante engañabobos con el que inicia la representación, probablemente lo más rescatable del conjunto, para no soltarlo en el resto de la función, grave error. Bien es cierto que la contención no ha ido sido nunca virtud del fortachón intérprete, desafortunado en la elección de sus últimos proyectos tanto en cine como teatro, pero un papel de estas características, sobre todo cuando se mete en una faceta más íntima, no exigía una interpretación propia de las grandes tragedias shakesperianas. Es tan notable ese ardor del que hace gala que en ocasiones, tal es su fuerza, aleja la representación del tono pretendidamente cómico en el que quiere instalarse para acariciar el paródico.

Ya en la segunda línea de la trama, Rubio juega con el concepto de mentira. Le asocia una serie de cualidades positivas vistos los resultados que obtienen quienes se consideran adictos al cinismo, ya disipada la importancia de la nicotina, que no volverá. Mentirosos, uníos, que mientras se tenga fe –no se especifica en qué- la bienaventuranza está asegurada. El texto no explota las únicos mimbres con los que podía haber elaborado una historia con alguna tensión. Deambula sujeto al carisma de Galiardo hasta que encaja con total naturalidad en el lugar menos deseable. La aparición de la ex esposa del protagonista, Ana Martín -irregular Kiti Manver-, una periodista de provincias frustrada por las ambiciones que supuestamente debe saciar un profesional de estas características –aquí sí, un acierto para el escritor- introduce a ‘Humo’ en una sinfonía desconcertante de monólogos exhaustivos vacíos de contenido que limpian de polvo a una colección de tópicos muy sobeteados sobre la lucha de sexos, secretos e infidelidades conyugales. Los personajes se quedan en estereotipos –no digamos ya los insustanciales perfiles del fotógrafo becario y la pizpireta madre soltera-, la imaginación brilla por su ausencia y los últimos giros argumentales, ya con la mentira instalada como rutina placentera y económicamente rentable, sólo alargan, que no reparan, lo que ya no tiene solución. Realmente, no hacía falta tanta fogosidad interpretativa para decir tan poco. Una humeante decepción que en nada favorece a los postulados de un teatro comercial de calidad, que existe y hay que defenderlo. No todos los aspirantes sirven para acceder a una sala con mil butacas.

martes, 26 de febrero de 2008

'LA GUERRA DE CHARLIE WILSON'. El arsenal de un congresista (**)

CRÍTICA DE CINE

'La guerra de Charlie Wilson' (Mike Nichols. Estados Unidos, 2008)

La política luce en la pechera desde hace tiempo la etiqueta de terreno fértil para la comedia. No hay mayor teatralización que la de esos monigotes encorbatados obligados a armar discursos robotizados, juguetear con el verbo prometer, sonreír hasta al más pérfido enemigo y entablar relaciones con aquellos con los que de tratarse fuera de servicio no regalarían ni un simple saludo. El político, para serlo en máxima expresión, debe ser un magnífico intérprete, un comediante dotado con las armas suficientes como para navegar entre el drama y la comedia irónica. Charlie Wilson, pese a lo que la lógica pudiera expresar, no es un personaje inventado. Trabajó en la primera línea de fuego de la política estadounidense durante la friolera cifra de once legislaturas. Un congresista mujeriego, con picores en la nariz, irresponsable y adicto al whisky en cualquiera de sus manifestaciones. Un personaje hiperbólico, tanto en gestos como en métodos de actuación, que se empeñó tras años de banal transición entre diferentes comités en armar hasta los dientes a los barbudos guerrilleros islámicos que combatían la invasión soviética en el Afgánistan ochentero de la Guerra Fría.

La labor de Wilson saltó a un primer plano tras un reportaje de investigación realizado hace una veintena de años por un periodista, un material que, vendido en formato literario, ha sido sobre el que han trabajado conjuntamente dos artesanos del arte cinematográfico y televisivo, Mike Nichols y Aaron Sorkin. El primero, director hábil en las cortas distancias, dato verificable en un rápido repaso al legado fílmico (‘The closer’ y ‘El graduado’, entre otras), se adentra en el alquitranado campo de la política exterior estadounidense, un cine de expansión reducida y alcance limitado. Sorprende, y más visto el reverente resultado, que firme el guión el segundo, uno de los creadores de ‘El ala oeste de la Casa Blanca’ –también de la defenestrada ‘Studio 80-, y lo haya dejado pasar apenas sin tacha alguna. Es lo que tiene la presencia de Tom Hanks, que edulcora todo lo que le rodea, hasta la mente más creativa. Sería injusto, no obstante, no rescatar ingeniosos chispazos verbales marca de la casa, básicamente salidos de la boca de ese agente follonero de la CIA al que engrandece Phillip Seymour Hoffman. Por el contrario, el ritmo constante de las réplicas aliadas con el arte teatral desaparece cuando la historia se introduce en terrenos alambrados, como las estereotipadas visitas tanto a Pakistán como a la frontera afgana. Caso aparte es esa ridícula operación de derribo de helicópteros rusos que bien podría pertenecer por lo visto a una escena de cualquiera de las piezas de la inefable saga ‘Hot Shots’.

‘La guerra de Charlie Wilson’ se maneja con torpeza en esa frontera artificial que delimita el patriotismo conservador tan en boga en el cine político del país de las barras y las estrellas y la denuncia a ciertas actitudes imperialistas. Dentro de ese mismo margen incuantificable, el relato divaga y deambula entre varios géneros, acariciando peligrosamente a ratos la parodia caricaturesca, que esto es política a fin de cuentas. Nichols trabaja con un discurso ambiguo que no permite sacar conclusiones definitivas. Menos al tocar tan tangecialmente una cuestión sobre la que se derrochó tanta sangre como cinismo. Pese a que se detecte un superficial afán de denuncia por los métodos usados en las denominadas ‘guerras encubiertas’, Nichols prefiere quedarse con la sustancia empalagosa, que para precisiones ya están los documentales. Ese –distendido- afán por exhibir a políticos cincuentañeros jugando a las batallitas no es más que un obstáculo que limita la repercusión de un relato que sobre la tarima exigía una visión más descarnada.

El discurso es unidireccional, el propio de la época de la bipolaridad. Un ejemplo lo escribe el rescate de una figura ya casi en el olvido, la del ruso comunista enemigo de la humanidad. El devenir de los acontecimientos los retrata como combatientes desalmados en lucha contra una colección de desamparados pastores de montaña. Lo que se obvia, garrafal error de planteamiento, es ese después llamado ahora: el prehistórico régimen talibán al que aupó Estados Unidos y en el que buscaron refugio los integrantes de Al-Qaeda. La sonrisa que con tanto esfuerzo busca Tom Hanks, empeñado en caricaturizar a Charlie Wilson poniendo en liza todo su arsenal de tics y manías adquiridos en papeles pasados, queda así irremediablemente desdibujada.

Densa y resumida historia que al no profundizar gana en confusión, deja en el aire datos que ningunean la presunta bonhomía con la que se siluetea a ese congresista temeroso del avance comunista, que bien pudiera resultar un pariente lejano de Mark Cuban, otro tejano histriónico que comanda una de las naves todopoderosas del baloncesto norteamericano, los Dallas Mavericks. Si partiendo prácticamente de un empeño individual Wilson logró financiar con un presupuesto desorbitado una guerra encubierta como la que la CIA mantuvo en Afganistán, es complicado y poco creíble asimilar las dificultades manifestadas en la película para dotar de un mínimo de suministro económico el proceso de reconstrucción del país una vez extinguida la ocupación soviética. Una doble moral que se tambalea a lo largo del relato y de la que se escabulle tanto Nichols como el epílogo firmado por Sorkin. La diferencia, en resumen, entre solucionar y acabar definitivamente con un contratiempo llamado guerra, una distancia gigantesca. Aquí sale el caso de Afganistán para probarlo, con esta película como testimonio agridulce.

lunes, 25 de febrero de 2008

'MACBETH'. Shakespeare se acelera

CRÍTICA DE TEATRO

'Macbeth'
Autor: William Shakespeare
Compañía: Histrión Teatro
Escenario: Teatro Fernando de Rojas (Madrid). 22 de febrero de 2008


Cuando en el grueso de aproximaciones al ‘Macbeth’ de Shakespeare las pesadillas oníricas activan la operación de acoso y derribo del atribulado y circunstancial rey escocés, Histrión Teatro ya ha dejado rematada la faena con un amplio margen de tiempo de descanso de por medio. La compañía granadina ha estandarizado un eficaz método de trabajo que pasa por exprimir al máximo el rendimiento de aquellos clásicos capaces de sobrevivir a todo tipo de interpretaciones. Acelera textos de un grosor paquidérmico, los afila al máximo, fía segundas explicaciones a los conocimientos del asistente y los exprime hasta acercarlos al terreno que mejor domina: la concreción y la fiable labor del equipo interpretativo. El ‘Macbeth’ que acaban de sacar del horno verifica punto por punto el compromiso adquirido a la hora de releer textos de propiedad universal. Los cinco actos originales de la tragedia shakesperiana por antonomasia quedan reducidos a una sucesión casi cinematográfica de fotogramas hilados por la bufonesca intervención de un criado borrachín. Flashes que marchan directos a la raíz del relato, anticiclón de ambición y frustraciones himalayescas no derribado por semejantes prisas.

Este trabajo de corte reduccionista exigía un cuidado especial en el trato con la dramaturgia. La balanza puede desnivelarse con facilidad si no se afronta con las debidas precauciones. Por fortuna, en poco se asemeja la calidad del jugo ofrecido por ‘Macbeth’ al sacado de las dos últimas producciones de Histrión, ‘El casamiento’ de Chéjov y, fundamentalmente, la fallida ‘Farsa y licencia de la Reina castiza’ valleinclanesca, afectadas por ese trabajo de corte y confección que apareja el claro riesgo de no desentrañar los secretos visibles y ocultos del libreto y los personajes que lo transitan.

Histrión ha pisado en esta ocasión el acelerador obedeciendo las reglas que determinan una dramaturgia efectiva. Una escenografía limpia, apenas una viga y cinco sillas, refuerza la idea de atmósfera de intrigas palaciegas y deja al descubierto las bondades –también algún perceptible defecto de vocalización- de un reparto capitaneado por dos infalibles. Gema Matarranz lo borda nuevamente como Lady Macbeth, esa mujer que eleva al infinito cada una de las aristas de la maldad humana, por mucho que adopte el papel de sufrida esposa. Lo afronta desde un registro, papel desgarrado que limita con la agonía inhumana, que domina ya sin dificultades, véanse los sobresalientes antecedentes. Dan ganas de observar cómo se desenvolvería la actriz granadina en un rol opuesto a los que suele afrontar, disfrutarla en un género diferente que pudiera engrandecer más sus dotes como actriz. A su lado, el angustiado Macbeth de Constantino Renedo vive en un infierno de incertidumbre, corroído por esa culpa que con tanto ahínco no deja de filmar Woody Allen en su filmografía más reciente. Un ser manifiestamente débil subyugado por las diabólicas intenciones de su esposa, principio y final desencadenante de la tragedia, que ya no hace falta subrayar la misoginia que goteaba de la pluma del bardo de Avon, aunque la lógica de la brutalidad aquí recae en exclusiva en ese único personaje femenino.

Las escenas se van sucediendo con pasmosa efectividad, atando con precisión todos los cabos que pudieran surgir. Los mayores damnificados por el recorte cronológico, que engulle a algunos personajes capitales como el Rey Duncan y uno de sus hijos, el reprochable Malcolm, son precisamente los pasajes de contextualización histórica, aparte de detalles más intrascendentes como las insistentes pesadillas alucinógenas que atormentarán al titular de la obra desde el sangriento magnicidio. Otros efectos secundarios sí demuestran su valía a la hora de incrementar unas décimas el global de intensidad. Entra dentro de tal capítulo la transformación de las tres brujas apocalípticas que desencadenan con su predicción el desastre en un humanoide de rasgos anfibios, un espécimen híbrido muy similar al Gollum que fabricara la imaginación de Tolkien. Sus escorzos extracorpóreos entre la bruma y unos susurros emitidos por una garganta femenina clarifican la ambientación más de lo que pudiera hacerlo una decoración aparatosa. El resto, lástima por lo impostado que se dibuja el choque definitivo entre Macduff, paladín de la venganza, y Macbeth, queda bien armado por un envoltorio que fija el par de ojos en la relación entre el matrimonio protagonista por encima de otros aspectos de perfil menos existencial.

Tan acelerada como efectiva y dinámica, que no revolucionada, la obra de Histrión Teatro se constituye como un magnífico acercamiento, sea inicial o repetido, a uno de esos textos imperecederos, y si no cójase esa genial última frase del libreto de Shakespeare. Muestra
-buen- material para hincarle el diente con exquisito gusto, aunque la degustación escénica pueda terminar, según saboree algún paladar exigente, con más antelación de lo previsto. Fast-food, pero de calidad.

viernes, 22 de febrero de 2008

'30 DÍAS DE OSCURIDAD'. Chupasangres de vacaciones

CRÍTICA DE CINE

'30 DÍAS DE OSCURIDAD'. (David Slade. Estados Unidos, 2008)

David Slade firmó hace unos años un interesante a la par que tramposo debut, dotado de una solidez nada habitual para tratarse de un estreno. Removió algo más que conciencias, que se lo pregunten al sector masculino, con la claustrofóbica ‘Hard Candy’, un buen guión, dos magníficos intérpretes y una puesta en escena bordeando la disciplina teatral. El volantazo que ha dado con ’30 días de oscuridad’ ha sido de los de cambio de carril en apenas unas milésimas de segundo, del terror psicológico al adrenalítico.

Como ocurría con su ópera prima, la idea que sujeta su segunda película prometía, sobre el papel, emociones fuertes. Un pueblo situado en los confines del mapa y que comparte frontera con los glaciares se dispone a pasar treinta días sumergido en la oscuridad, el lugar elegido por unos vampiros con ansias gastronómicas para disfrutar del periodo estival. Ya se sabe lo que les agrada a estos seres tostarse al frío de la luna. Un tirabuzón, prestado de un sangriento cómic, muy ajustado para renovar material dentro de un género tan trillado como el de los vampiros, que con el paso de los siglos se ha ido dulcificando. Quizá por ese motivo, para recuperar la esencia de cuentecillos victorianos sedientos de sangre como los que escribiera Hoffmann en el siglo XVIII que todavía ponen la piel de gallina al adulto que los asalta, Slade ha equipado a sus chupasangres con un vocabulario irreproducible limítrofe con la jerga popular humana, garras y colmillos de jaguar hambriento y unas mandíbulas atiborradas de vísceras varias. Aportación que prometía novedad, los ha armado de una inteligencia, luego reducida al vacío habitual, por encima del coeficiente del vampiro medio. Y lo peor, los ha dotado de una ambición desmedida: la conquista de la civilización terrícola partiendo de una insignificante aldea alejada de la mundanal sociedad capitalista y de no más de un centenar de casas. Vampiros con aspiraciones de colonización planetaria, que no suena mal. Huyan de posibles lecturas políticas y colonizadoras.

Existían, a priori, buenos mimbres que puestos en manos de un cineasta con apego por profundizar en asuntos existenciales, deberían haber sido suficientes para levantar una gran, que no definitiva, producción. El exuberante prólogo, media hora en vilo que organiza la situación, expone el paisaje en el que se va desarrollar la acción y da la bienvenida a los roles, un tanto estereotipados, que la van a protagonizar, da otro paso adelante más. Mantiene por los cielos ennegrecidos de Barrow (Alaska) una tensión que lo que le sigue, desafortunadamente, no va a saber aguantar. Paulatinamente, la historia se va amodorrando, como si entrase en un profundo sueño que ni los sustos de saldo ni la hemoglobina desatada lograrán desapelmazar. La estrucutura temporal se hace confusa y no es lo suficientemente aprovechada, al igual que la espacial. Los días se suceden sin que se aprecien modificaciones en el discurrir de los acontecimientos. El reloj se detiene y tampoco se aprecia con nitidez la claustrofobia del encierro que demandaba un relato de estas características. La evolución psicológica de los personajes atrapados en tal espeluznante odisea se hace esperar tanto que al final uno ya ni se acuerda del apellido del último incauto que comete la imprudencia de turno. La súbita y tempranera irrupción del colectivo de vampiros no contribuye a fortificar la sensación de peligro. La excelente película que podía haber sido se queda así en un amago, un intento tímido que no aterroriza, aunque no se pueden negar sus cualidades, resumidas en un par de escenas impactantes –apertura y cierre- y la creación de una atmósfera agobiante que se sobra con el uso de tres únicas gamas cromáticas, blanca, negra y roja.

‘30 días de oscuridad’ dejará un sabor de boca agradable al afín a la serie B. Para regocijo del personal, el ejército de vampiros se defiende con inusitada fiereza. Regala, así, un puñado de escenas de una macabra crueldad, agotadoramente subrayadas por un sonido que, por el bien del suspense y terror ambiental, debería haber sido sujetado con más ahinco. Para su desgracia, estos chupasangres pecarán de la habitual cerrazón mental que les impedirá alcanzar el noble objetivo que se habían propuesto de inicio. Pecado de género procedente de herencia familiar. Si lo miran desde otra perspectiva, verán que no les ha ido tan mal. Seguro que ya firmaban de antemano un mes de vacaciones con la luz apagada como el que oferta esta entretenida, en líneas generales, producción.

miércoles, 20 de febrero de 2008

'NO ES PAÍS PARA VIEJOS'. Crueldad a seis manos (****)

CRÍTICA DE CINE

'No es país para viejos' (Joel y Ethan Coen. Estados Unidos, 2008)


Las formas de plasmar en pantalla una obra literaria se bifurcan en dos direcciones, con incontables carreteras secundarias que se asoman como pequeñas arterias indispensables para el correcto funcionamiento de un sistema circulatorio. Básicamente, la división se produce entre aquellas producciones fieles al original en tinta y esas otras en las que el guionista de turno voltea la historia prestada hasta llevarla al terreno que se adapta a sus condiciones. La novela aprehendida para la ocasión de Cormac McCarthy, narrador de la desolación que se maneja con total soltura por atmósferas irrespirables y colmadas de violencia latente y realidad insatisfactoria, se ofrece como ejemplo adecuado al primero de los casos. El esqueleto narrativo articulado por el estadounidense en ‘No country for old men’ es tan adusto y económico en el gasto de descripciones y diálogos que no se cubre más allá de la armadura que expone lo escrito. Tiene tan claro qué quiere contar y cómo desarrollarlo que le sobran los típicos trucos de prestidigitador literario que tan sabiamente prodigan algunos escritores que pasan por pertenecer a la clase alta de la pirámide de ventas.

La unión entre la aspereza trascendental de McCarthy y el olfato fino de los Coen, Joel y Ethan, era cuestión de tiempo, una necesidad de la que ambos iban a salir ganando. Especialmente el dueto de cineastas, a los que se veía con ganas de hincarle el diente a una propuesta con los salientes de ‘No es país para viejos’. Las armas narrativas ya estaban en su poder. Los hermanísimos son un género en sí mismos, dueños de un abanico de estilos juguetones, gente de cine capaz de reinventarse en cada producción. Los últimos coqueteos con las exigencias del público mayoritario –las alimenticias ‘Crueldad intolerable’ y ‘Ladykillers’- ya marchan directas al sótano por mediación de la conexión ‘coeniana’ con la docta literatura del ermitaño McCarthy. Si además está Javier Bardem fabricando con mimo uno de los personajes más siniestros que se han visto últimamente en el celuloide internacional, el mal en estado puro, nos hallamos sin duda ante la recuperación de esos Coen que encandilaran con trabajos como ‘Sangre fácil’ o la magistral ‘Fargo’.

La operación de traslado al celuloide de un material tan alegórico como el de McCarthy ha estado fundamentada en un principio. Las acciones y no los discursos se encargan de describir a los personajes. Las motivaciones que guían sus conductas se presuponen, no se permite gastar minutos en explicaciones que aligeren la faena al espectador. La única excepción resiste en el papel del sheriff Bell, un eficaz, arrugado y derrotado Tommy Lee Jones. A este hombre de ley arrollado por la rapidez con la que transita el calendario se le ha responsabilizado por entero de la parte filosófica. Suyos son los únicos monólogos en clave de fábula onírica que se escuchan en el filme, poesía crepuscular con falta de fuelle en un determinado tramo y que se significa como el fin de una época (estamos en 1980) y el inicio de otra que la relevará sin ofrecer síntomas de mejoría.

La inmovilidad del rol del sheriff se contrapone por completo al movimiento insistente de los otros dos vértices del triángulo que sujeta el relato. El encuentro fortuito de un soldador aficionado a la caza y desconectado de todo atisbo de grandeza con un maletín atiborrado de dólares desencadena los acontecimientos. La mecha se enciende, entonces, ante la típica situación de hombre introducido en una realidad que no es la suya. A la caza se lanzan como perros de presa faltos de calorías una serie de personajes desde diferentes frentes. Ahí es cuando pide paso Anton Chirguh, la diabólica e injustificada –bien por ello- encarnación del mal que mecaniza con extrema precisión Javier Bardem. Todo elogio se queda corto ante su actuación. La intensidad sube grados de temperatura cuando su rostro ocupa la pantalla o simplemente cuando se palpa su presencia, como en esa magistral escena nocturna en un motel en la que se escuchan unas pisadas en un anticipo de la orgía de sangre que se avecina. Tiene la virtud de hacer creíble hasta la náusea a un ser demoníaco al que sólo mueven unos principios inalterables diseñados por él mismo. Un trabajo de contención absoluta que va ganando espacio hasta superar el guardado a los supuestos roles principales. Un antihéroe fantasmagórico que ni ofrece ni solicita explicaciones. El miedo en estado puro. Lo mejor, a nivel global y de largo, de la película.

Una primera parte primorosa y resuelta con una pericia técnica magistral enlaza con una segunda, la sometida a un macabro juego persecutorio que no admite tregua, que desemboca, ahí radica el mayor déficit del filme, en una resolución algo apresurada y que deja sueltos interrogantes a los que ya no habrá manera de echar el lazo. Otro rasgo de ese estilo intransferible de los Coen, sujeto a vaivenes emocionales y de un perfil indiscutiblemente irregular, que en un momento te proporciona segundos al límite como te lleva a la calma más absoluta. Dos polos por los que pasa con frecuencia ‘No es país para viejos’ y que de refilón cuestionan asuntos como el imperdonable avance del tiempo y los costes de la avaricia. Por encima de este listado de discursos subterráneos que fluyen por esta brillante adaptación respira el atractivo central, el enfrentamiento a muerte entre el despiadado Chigurh y el hombre corriente en un entorno social que desconoce, Moss (Josh Brolin).

Los Coen desatan ahí la fiereza que llevaban acumulando desde hace años, apagando los brotes de ironía, humor paródico y personajes caricaturescos tan frecuentes en sus últimas producciones. La violencia se apodera de la historia y la estruja sin escatimar detalles de dudoso tacto. Reflota un relato que anda a tirones y que se desploma en el desenlace, cuando relucen la definitivamente inservible poesía de la nostalgia del sheriff y otras cuestiones secundarias como la conexión del tráfico ilegal de sustancias prohibidas con el paso de la frontera. A fin de cuentas, el simple retrato de la violencia en una Norteamérica fantasmagórica y de ambigua moral ya valía para contentar a los seguidores, legión, de un McCarthy que, fiel a su personalidad, apenas se pasó por el set de rodaje. Sabía que había dejado en buenas manos, cuatro más las dos omniscientes si se suman las del ganador del Premio Pulitzer, la segunda adaptación de una de sus novelas tras la tristemente fallida ‘Todos los cabellos bellos’ (Billy Bob Thornton, 2000). Otra cosa será la futura recreación en la gran pantalla de su obra cumbre, la apocalíptica ‘La carretera’. Aquí no todo se limitará al escrupuloso relato de los hechos literaturizados como pasa en ‘No es país para viejos’.

lunes, 18 de febrero de 2008

'JOHN RAMBO'. Violencia en vena (***)

CRÍTICA DE CINE

'John Rambo' (Sylvester Stallone. Estados Unidos, 2008)

El digno epílogo autorreferencial relatado en tono crepuscular y salpicado de goterones de filosofía de suburbio del boxeador Rocky Balboa sirvió, entre otros asuntos, para incrementar la expectación acerca de la despedida definitiva de John Rambo. Queda demostrado una vez expuestas las conclusiones de dos sagas con menos paralelismos de los que aparentan que el mercenario ha sido el hijo rebelde del metabolizado Sly. El cariño paternal lo reservaba para el púgil, la creación que más alegrías le ha brindado. Rambo, como todo vástago respondón y con dificultades de adaptación, le ha causado mayores disgustos.

La evolución del personaje ha ido dando tumbos, como la propia política exterior norteamericana de las últimas tres décadas, de la que ha sido un buen espejo. Al poético arranque de ‘Acorralado', logrado retrato sobre el desarraigo postbélico en el que Stallone se manejó con sobrada soltura en el guión, le siguió una incursión a destiempo en Vietnam y un viaje a la arcaica Afganistán. En el último país trabó amistad con unos señores con turbante y barba que andaban enfrascados en una pugna territorial con los rusos. Irritante, indiferente el prisma desde el que fuera observada. Una clara curva en descenso que culminó en ese panfleto anticomunista abyecto si se contempla en perspectiva y que sólo podía levantarse, por mucho que resultara inevitable teñir de rojo otra jungla asiática, tirando de mito caído con un sentimiento de culpa irreparable y sobrepasado por las circunstancias. Las notabilísimas diferencias de ‘John Rambo' con las dos piezas que le anteceden se manejan en esa línea. Los años han anestesiado el espíritu discursivo nacionalista del cineasta norteamericano. Un antihéroe en horas bajas, un poeta que escribe con sangre.

Toda la letanía nostálgica que derramaba la sexta entrega de Rocky Balboa se diluye en medio de la orgía de violencia que refleja cada fotograma de ‘John Rambo'. El guión es lo de menos, algo que no debe llamar la atención. De hecho, apenas goza de relevancia fuera de unos párrafos introducidos en un flashback que resumen la personalidad del protagonista. El que porta en los genes la violencia está condenado a arrastrarla de por vida, reivindica el guerrero en pleno ocaso. Stallone entona en la cuarta entrega de la saga un cántico lineal al héroe derrotado por una cuestión de naturaleza racional, al ídolo ya no caído, sino pasado de vueltas, con la mente perdida para la eternidad en algún paraje del pasado. Un Rambo taciturno de interior demonizado que sólo despierta cuando se encariña con una rubia misionera.

No hay que buscar más lecturas para comprender este nuevo viaje al horror. Stallone elude, hubiese sido lo sencillo, la correción política. El discurso que mantiene, filmado a la antigua usanza, no admite acotaciones ni segundas lecturas, una radical diferencia con respecto a la segunda y tercera entrega del serial. Hay cabezas arrancadas, miembros amputados saltando por los aires, niños asesinados a quemarropa, trampas bobas con un potencial que se asemeja al de una bomba química y un par de cerdos devorando a un norteamericano todavía vivo. Contundencia, virilidad y resentimiento contra la naturaleza humana, un triángulo que se explota con ardor. No hay más. La trama la sitúa en Birmania, uno de los puntales planetarios en los el terror está institucionalizado. No el único, si uno de los más olvidados. La única contextualización de la actualidad sale de la voz en off de un par de informativos. Muy diferente suena la que conduce al viejo soldado, pañuelo de usar y tirar ya sea por una bandera o por una misión de carácter humanitario, a un nuevo exorcismo que le enfrenta a su verdadera identidad. "No mataste por tu país. Mataste por ti".

Despiadada, adrenalítica y rayando el ‘gore', la película, que podría ser contemplada como un videojuego de máquina recreativa provisto de gran catarsis final, se dirige rauda hacia la última masacre pasando por alto menciones a la falsa buena fe de la sociedad. Rambo no cree en nada más allá de su propia capacidad destructiva. La justicia la imparten las armas, conclusión en la lectura más radical.

En lo alto de una colina desde donde se observan los resultados de ese carnaval del horror, el protagonista corrobora que nada ha cambiado desde aquellas correrías por los bosques estadounidenses (‘Acorralado', 1980). La violencia ya ocupa un lugar primordial dentro del código genético de la naturaleza humana. No sólo del suyo, que eso ya sabe que le perseguirá para siempre. En el fondo, por mucho bótox que emponzoñe su caracterización, nada ha cambiado para el mercenario sesentón. Rambo ya descansa en el hogar. Un icono ochentero menos. No obstante, aviso para incondicionales. Que no sorprenda la posibilidad de una quinta entrega. Las venas del luchador no dejarán de bombear violencia allá donde pare.

'LOS CRÍMENES DE OXFORD'. Matemáticas al cuadrado (**)

CRÍTICA DE CINE

'Los crímenes de Oxford' (Álex de la Iglesia. España, 2008)

Ese gordito simpático, ocurrente y atiborrado de ingenio que ahora abandera la defensa del menospreciado cine español es uno de los pocos directores que no deben sentirse aludidos cuando se escuchan esa ristra de tópicos que sacuden a la industria rojigualda de vez en cuando. Los tambores de guerra se han desatado coincidiendo con los Premios Goya y, de paso, con el estreno de la última producción de Álex de la Iglesia. Una nueva demostración la suya de lo complicado que resulta enclavar dentro de un contexto vapuleado obras del perfil de ‘Los crímenes de Oxford'.

Por razones que se desconocen, aunque ganan crédito las de desmarcarse de toda corriente adicta al tópico social y la de rellenar un depósito, llámese discurso, que anuncia un cierto agotamiento, el vasco ha forzado el cambio de registro. Otro giro en un viaje que ha ido alternado -y delimitando- idiomas, géneros y ambiciones. Objetivos regeneradores que han pasado por una estancia en la capital universitaria por excelencia, Oxford, el hogar donde, para mentes profanas -Fernando Alonso para por allí...- descansan los vigilantes de la sabiduría.

Vistos los resultados, las expectativas se han quedado cortas. Es en la propia simpleza resolutiva que reivindica ‘Los crímenes de Oxford' donde radican las limitaciones de un producto que se queda lejos de averiguar el resultado de la ecuación del crimen y la investigación perfecta. Defiende el relato, rígida adaptación de una novela de Guillermo Martínez, con ardoroso ahínco documental el poder aplastante de la lógica sobre la frialdad exacta de los números. El enigma, un puñado de asesinatos sin otra ligazón que una serie matemática racional, se sirve en plena campiña inglesa por mediación de un reparto desequilibrado. Fuera de esa pugna interior que se libra dentro de la colérica mente de John Hurt a lo largo de filme, es flagrante algún sonado error de casting con el que deberá de cargar el metraje. Esa cojera afecta a un resorte básico como es la credibilidad. Hay actores que no pueden despojarse de un pesado disfraz que se colgaron años atrás y que corre el riesgo de asfixiarles.

El contrapeso lo pone la energía con la que De la Iglesia narra y verbaliza los acontecimientos. Agita la pantalla con un torbellino de datos científicos e inteligentes reflexiones existenciales aliñadas de un morbo mal construido. El resultado es más simple de lo que aparenta, un mecanismo que planteado en la superficie se asemeja a un caso que pudiera haber escrito Arthur Conan Doyle para sus queridos Sherlock Holmes y doctor Watson. Agatha Christie se quedaría corta ante tamaño torrente verbal de iconografía numérica. El perfume británico al que se alude no se deja de oler durante toda la proyección, que hay que hacer notar que se rueda en Oxford, parece proclamar De la Iglesia. Un guiño supone, valga lo expresado, el que los personajes se trasladen por los escenarios en bicicleta, una acción de la que se beneficia ese larguísimo plano secuencia que resume en poco más de un minuto la trama, con sospechosos, culpables, inocentes y pistas encadenando espacio en pantalla. Una muestra excepcional, si se admite la trampa, del ingenio técnico que preside un trabajo sumamente cualificado en esa dirección. Otro tanto para la técnica -ciencias- en detrimento de la creatividad -letras-, eterna confrontación.

Los incondicionales del autor de ‘La comunidad' notarán la ausencia de ese humor macabro y esa atmósfera insana tan características y que aquí afloran en contadas ocasiones. Por no hablar del libertinaje creativo, irreverencia divina aliada con el entretenimiento que late en gran parte de su filmografía y que ahora naufraga entre el academicismo de una investigación ubicada en el cogollo de la rigidez británica. En ‘Los crímenes de Oxford' todo va fuertemente atado para ser conducido a un lugar determinado, aunque se adviertan guiños muy de autor, como el dibujo de los sabuesos británicos encargados de resolver los asesinatos. Una resolución que metaboliza el contenido global de un filme poseido por la frialdad y narrado en tono aséptico, una ingeniosa pirueta final bien justificada que difumina parte del desfile de densidad visto con anterioridad.

Brillante apunte postrero introducido en un carrusel de cambios de sentido, vaivenes que pudieran resultar desconcertantes, y que no vale para cubrir en su totalidad las amplias miras que manejaba este proyecto, un examen matemático que, con sus defectos de cara al espectador, roza el notable bajo. Para regenerar un discurso en vías de agotamiento, el anhelado paso al frente como objetivo que sólo podrá darse por cumplido en un futuro, tampoco se antojaba imprescindible este funcionarial viraje lingüistico, climático y de factura.

viernes, 15 de febrero de 2008

Post 200

En medio del naufragio generalizado detectable en los alrededores, un paréntesis autorreivindicativo. Post 200, tres años en una carretera que no será asfaltada, un potaje de letras huérfanas de cariño, miles de horas conversando con la cuarta pared, una pantalla y un escenario, el olvido, el miedo a la soledad, un anhelo a punto de culminar, un viaje epopéyico de dos. Lo que queda.

Leída en algún sitio olvidable. ¿Acaso importa la fuente de la que brotaron una decena de palabras?:
"Empiezas a ser escritor cuando otros deciden que lo eres".
Otros, una fuente de felicidad.

martes, 12 de febrero de 2008

'SOLITOS'. Una puerta a lo desconocido

CRÍTICA DE TEATRO *

'Solitos'
Dramaturgia y dirección: Javier Esteban
Compañía: Teatro del Azar
Escenario: Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares). 10 de febrero de 2008

La cinefilia sale por cada uno de los poros de la nueva producción de la compañía vallisoletana Teatro del Azar, otro ejercicio comunicativo levantado desde el silencio. Con una novedad, el énfasis gestual no sirve en esta ocasión como método base de trabajo, relegado en detrimento de un sistema intuitivo basado en la mecanización de una rutina. La coctelera mímica se agita con ingredientes asimilados del anónimo filme noruego ‘Kitchen stories' (Bent Hamer, 2005), apenas expuesto en la cartelera española, y del cine mudo de los 30, aquí despojados de todo exceso, mientras que la temática se nutre de la nítida referencia del teatro existencial de Beckett.

La gracia del asunto reside en contemplar cómo afecta a la vida de un matrimonio, roída por la previsibilidad, la llegada de un extraño. La pareja se convierte en trío, lo que abre un abanico de sentimientos que se creían inexistentes. Con estos elementos, Teatro del Azar fabrica una obra sobria, bien articulada y sólida en el engranaje. Únicamente se le puede achacar la ausencia de emoción, la frialdad de un desarrollo que funciona como atemporal metáfora sobre la soledad y no como relato individualizado.

El plus que añaden las bellísimas melodías escritas por Nacho Mastretta se difumina en cuanto la rutina, vista desde una perspectiva pesimista, cerca el escenario. Una base lineal que no aplaca ni siquiera la irrupción del tercer personaje, el encargado de añadir una marcha más a la puesta en escena. Lejos de lo esperado, no se percibe ese cambio de ritmo. La función se estabiliza a la misma velocidad. Nada de altibajos, una dificultad más para hincarle el diente con el placer debido. Tampoco parece circular en esa dirección el objetivo de un montaje maderero -observar la artesanal escenografía- tramado para remover por dentro, en voz baja y de forma elegante.

‘Solitos' viene a demostrar que basta una acción, un hecho o una circunstancia, por mínima que sea, para activar en una persona sensaciones desconocidas hasta ese momento. Teatro del Azar relata tal descubrimiento con suma humildad, valiéndose de un esbozo de drama trágico con livianos asteriscos cómicos. Un resumen de lo que es, en definitiva, la vida misma. No deben engañar esas narices postizas de clown que utilizan los tres intérpretes ni esa presunta ingenuidad que derrochan sus roles. Los tres vértices que sujetan 'Solitos', el vacío, la realidad y la rutina, no permiten concesiones a la felicidad.


(*): Apunte que no se debe quedar sin reseñar. La Fundación Colegio del Rey de Alcalá de Henares publicitó ‘Solitos’ como un espectáculo infantil destinado a un público entre 7 y 12 años, un dato alejado del espíritu del texto de la obra. En una exhibición de torpeza inaceptable en un organismo que reivindique seriedad en el campo de la gestión cultural, anunció que los niños acompañados de un adulto entrarían gratis. Un cartel situado a la entrada del Cervantes el día de la representación trató de enmendar el error. Las puertas se cerraron para muchos niños. Los que pasaron, mayoría entre las butacas, se comportaron con una corrección absoluta. Menos mal. Un asunto diferente es que se enteraran del significado expuesto sobre las tablas. A eso se le llama una buena política educativa en materia teatral (adviértase la ironía en grado mayúsculo).

lunes, 11 de febrero de 2008

'4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS'. Los vampiros están fuera (***)

CRÍTICA DE CINE

'4 meses, 3 semanas, 2 días' (Cristian Mungiu. Rumania, 2006)

Como el insecto atrapado en una telaraña tejida con suma profesionalidad, ‘4 meses, 3 semanas, 2 días' asfixia, ahoga y atormenta con unos mimbres que no pueden ser más básicos, usados con máxima destreza. Producción rumana difícilmente calificable, reúne el cálculo perfecto de ingredientes diseñados para seducir a jurados cinco estrellas como el de Cannes y así encaramarse a la cúspide de pequeños relatos melodramáticos triunfales procedentes de Europa del Este.

Cristian Mungiu integra en su inhóspito segundo largometraje un austero relato de temática social y atmósfera insana con una lección objetiva de historia contemporánea. En este caso es la decadente Rumania comunista del epílogo de la dictadura de Ceaucescu la que se coloca en el punto de mira de un cineasta que demuestra una determinación poco frecuente en un cuasi debutante. Lo hace de forma discreta, un país sutilmente retratado mediante unos edificios de mármol grisáceos, una recepcionista de hotel de gesto agrio, un bodorrio culminado a base de golpes y los ladridos de perros famélicos en mitad de la oscuridad, únicos habitantes de la medianoche de una ciudad sin nombre. Una labor casi artesanal la suya a la hora de abordar tal descripción y encuadrarla dentro de una obra de tesis.

El aborto, prohibido en el país de los Cárpatos desde mediados de los 50, es el resorte que activa esa escrupulosa radiografía de la opresiva grisura que supone la falta de libertades individuales. Es el chivo expiatorio, el anclaje que permite dar forma a una historia edificada desde el miedo, la metáfora de la angustia que atenazaba a una ciudadanía que debía moldear sus sentimientos desde la clandestinidad. El símbolo, por encima del resto de significados, de la pérdida de una vida que, viendo los condicionantes internos y externos, realmente son dos, las de las jóvenes deubicabadas en mitad de una encrucijada vital. Parece mayor condena, lanza Mungiu como mensaje moral de envergadura, seguir adelante en las condiciones en la que se movía la Rumania que agotaba la década de los 80, que una rendición ética. Que la muerte, siendo claros.

Trabajo que hace gala de un inteligente uso del ritmo narrativo y que abandera una estética sucia que trata de incomodar al espectador desde los ángulos más insospechados, dobla el valor visto el potencial de los dos roles principales. En los ojos de una contenida Anamaria Marinca, heroica y utópica defensora de la amistad, se condensa la fatalidad de la rutina en un país devastado por dentro; en la candidez de Laura Vasiliu se derrite esa inocencia impropia de la persona que debe madurar por anticipado sin una base que la ayude. En sus respectivos trabajos se resume un drama crudísimo que no se permite ni una concesión. Desde el principio, con unas tomas registradas en un colegio mayor universitario que pasa por lo contrario de lo que se espera a un centro de estas características, se advierte que el visionado del filme no será una experiencia placentera.

Al revés, la película inicia desde ahí un progresivo descenso a los infiernos, entre largos silencios y exhaustivas conversaciones. Una pesadilla que va ganando volumen basada en un asunto que podría resultar trivial y hasta previsible en su desarrollo, la crónica de un día en un país lleno vampiros que asoman pero no salen. En medio del peor de los miedos, el que se siente y no se ve, el que se mueve con soltura por el ambiente, el que contamina la atmósfera de la que respira la ciudadanía. La tiranía de un régimen totalitario, capaz de asfixiar a una sociedad y de ahogar al espectador.

Hay tramos que, en esa dirección, pueden ser catalogados casi como una tortura con una cámara inerte como verdugo. Actos llevados al límite con el fin de exasperar, como esa familiar cena de cumpleaños que se alarga entre guiños banales para desesperación de la protagonista o las escena cumbres, el paseo nocturno, inútil intento de acallar los gritos de la conciencia y ese silencioso e insoportable plano fijo que conviene no revelar. Una sucesión de piezas de larga duración que resumen el espíritu sombrío que atenaza a ‘4 meses, 3 semanas, 2 días', nuevo empujón a una cinematografía pujante como la rumana, relegada a un segundo plano por otras más abrillantadas de los alrededores. Lentamente va asomando cualidades notables, ya reseñadas por puntales como '12:08 al este de Bucarest' o el cortometraje ‘Lampa cu Caciula', vencedor de la primera edición del Certamen Europeo de Alcalá de Henares (ALCINE37).

lunes, 4 de febrero de 2008

'ARGELINO, SERVIDOR DE DOS AMOS'. La cena está servida

CRÍTICA DE TEATRO

'Argelino, servidor de dos amos'
Autor: Carlo Goldoni
Dramaturgia: Alberto San Juan
Dirección: Andrés Lima
Compañía: Animalario
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 2 de febrero de 2008

En una escena incluida en el arranque de ‘Argelino, servidor de dos amos’, el reparto se acomoda en un sofá y empieza a soltar puyas al asistente relativas a la comodidad que preside sus vidas mientras, ante su indiferencia particular, la ética se desmorona. El público responde con risas, cuando en realidad está siendo agredido verbalmente. Así es Animalario. Todo lo que gana con unas puestas en escenas ágiles, originales, vibrantes y divertidas, lo pierde cuando se excede en el afán de marcar una distancia con los comportamientos sociales establecidos y remarcar un progresismo valiente, aunque admita asteriscos. Que se enmaraña, en resumen, cuando plantea postulados desde el piso de arriba.

La versión de ‘Argelino, servidor de dos amos’, con sus aciertos y errores, no se aparta de esa premisa, más difuminada cuando Juan Mayorga colabora con uno de sus textos. No es el caso de esta adaptación, fiada a la irreverencia de Alberto San Juan. El solvente actor ha convertido el Arlecchino de Goldoni, en principio un habitante del norte de Italia que acude a la gran ciudad a ganarse el jornal, en un inmigrante norteafricano, un pobre hombre sin papeles que peleará con quien le haga frente para acallar el hambre que le atormenta. La distancia con el original está servida, llevada a un extremo de la marginalidad, donde Animalario más punta le pueda sacar. Ya de paso, San Juan aprovecha para arremeter contra las clases pudientes. Los personajes que se pasean por el escenario son odiosos, se tome el punto de vista que se prefiera. Hasta la ingenua Esmeraldina, sirviente salvadoreña encarnada con brillantez por Pepa Zaragoza, el otro lado de la inmigración, entona un discurso en defensa del género femenino irreprochable, cual mitin político, mientras es golpeada por los hombres que pasan por escena. Después recula, olvida el mensaje y contrae matrimonio con un detestable maduro acaudalado a cambio de obtener el permiso de residencia.

Todo muy contradictorio y al mismo tiempo complaciente con la idea que planea desde el inicio de la función, por otra parte de una lucidez estética primorosa, un deleite visual ensalzado por la escenografía de Beatriz San Juan. Habitual de Animalario, diseña un espacio comprimido con tres puertas sobre un cuadro de Tintoretto para dotar al conjunto de una atmósfera agobiante de entradas y salidas, persecuciones de corto recorrido que conducen al pórtico de al lado. Ayuda a agrandar ese tono cómico y disparatado la labor de Argelino, asidero al que se agarra la obra cuando pasa por tramos intermedios superficiales, básicamente los que nacen de la relación lésbica entre la masculinizada Beatriz –como Florinda, otro dardo poco sutil que apunta ahora a la lucha de géneros- y Clarisa y de apuntes apenas esbozados como la violenta sinfonía de golpes con acento rumano que propinan al desdichado protagonista. Javier Gutiérrez trabaja desde la exhuberancia de recursos técnicos un Argelino lenguaraz, chispeante, mezquino y sentimental, de fondo entrañable. Da la talla, con creces, dentro de un reparto desigual con tendencia a la exageración en ocasiones muy acusada en el que también destaca Pepa Zaragoza. Parece un rol escrito para sus condiciones, pero quien viese ‘Hamelin’, donde ejecutaba con precisión un papel durísimo, habrá verificado que estamos, papeles alimenticios aparte, ante un actor soberbio. El momento en el que el hambre le insta a que se vaya comiendo a sí mismo sortea el ridículo y hasta el exceso gracias a su eficacia interpretativa.

Si hay zonas que bajan el pistón dentro de esa avalancha de excesos argumentales e interpretativos, hay otras que recuperan el pulso con creces. La frenética cena que Argelino sirve a dos bandas está resuelta con inteligencia, y más si se mira al original, lo que no es demasiado recomendable dadas las diferencias. El final es arrollador y no se alarga cuando podría haber sido terreno abonado para el altavoz social que Alberto San Juan, desde el principio subido a un púlpito, no suelta a lo largo de la función. No se ha puesto límites a la hora de hacer escuchar sus pensamientos valiéndose de un personaje como el Arlecchino de Goldoni, por el que, ya es una realidad, no pasan los años. Al revés, sin la necesidad de operaciones de cirugía estética como la realizada por Animalario, un –divertidísimo- mecanismo que libera al público del ejercicio de la reflexión, gana en fuerza y en clarividencia desde el planteamiento original. Aun con esa pega, una obra con ambicioso espíritu de denuncia que resulta altamente recomendable, un suma y sigue en el registro de Animalario.

sábado, 2 de febrero de 2008

MUNICH, A LA SEGUNDA

El que visite Munich a la búsqueda de material para aliviar el peso de la rutina, a la caza de estampas a encuadrar en postales o con la esperanza de toparse con una tanda de versos con los que curar las heridas del alma, se llevará una ligera decepción. La renovada capital bávara apenas guarda espacio para la improvisación, arrinconados los ecos de un pasado inflado de delirios de grandeza. Potenciar la creatividad en el visitante no es uno de sus fuertes, algo de lo que ya avisa la gélida estampa del aeropuerto. No hay que fiarse tampoco de esas impresiones primerizas que se pasean por la superficie y salen perjudicadas de la comparación con la jovial Berlín. El corazón de la ciudad late en el interior de un caparazón inexpugnable. Para conocer la verdadera Munich hay que empaparse de su rutina. No basta con acudir a la jarana que se monta cada noche en la Hofbräuhaus, catedral de la bebida de la cebada. Es en los aledaños, en esas calles de ensanchadas aceras trazadas con cartabón y que se oscurecen sin medida cuando la luna sale a escena, donde se cita la magia de Munich. Un paseo en guantes de lana compensa el no haber obtenido una mesa en la taberna de los cuatro pisos. Aplicado el mismo baremo al fútbol, se logran resultados semejantes. El faraónico Allianz Arena, zepelín al que le faltan las hélices para despegar, es el hogar del laureado Bayern Munich. También del Munich 1860, pariente pobre blanquiceleste. Las entradas para un partido de las huestes de Oliver Kahn se cotizan a precio de oro. Para ver al Munich 1860, en Segunda División, no se registran esos problemas, aunque el desenlace sea el mismo, acceder a ese macroestadio disfrazado de centro comercial. En el segundo caso se sale ganando. Le rodearán aficionados fieles, lejos del combinado de turistas e hinchas de mofletes rosados que veneran a Beckenbauer. La recomendación pasa por ahí. Punto de partida en la Marienplatz, con saludo a los muñecotes con tirantes y pantalón corto que sustituyen dos veces al día el repicar de las campanas. Visita al Viktualienmarkt, con ese olor salchichero que perfuma las mañanas muniquesas. Aperitivo en una taberna cercana al apacible Jardín Inglés tras una ruta por las orillas del río Isar y traslado en metro a la Villa Olímpica. Siéntense en un banco en compañía de los cientos patos que residen en el parque y observen cómo pasa la vida. Munich, por fin, se rendirá. Ya podrá tomarse una cerveza en la Hofbräuhaus. Hasta bailar, si se lo proponen los ritmos tiroleses de la orquesta que suaviza la ingesta del líquido dorado. Pero no olvide comprar un banderín del Munich 1860. Otra Munich, aunque sea de Segunda y fuera del Oktoberfest, es posible.