miércoles, 21 de diciembre de 2005

JOAQUÍN SABINA. Orgásmico

CONCIERTO

Joaquín Sabina
Escenario: Palacio de Congresos (Madrid). 21 de diciembre de 2005

La facultad de despertar las emociones es patrimonio exclusivo de un reducido grupo de personas. Este selecto grupo se mueve, dentro de la cultura, en un campo bien delimitado. El sentimiento más íntimo y sincero puede surgir a través de la literatura, de la música, la fotografía o el cine, por poner los ejemplos con menos aristas. Lo malo es que las sombras, en su sentido más amplio, ocultan a estas personas. Minimizan su valía escondiéndola debajo de un buen montón de tópicos sucios y superficiales. Funcionarios de las emociones hay un puñado, serviles unos cuantos más, los insípidos abundan y los carentes de talento forman una multitud gris. Por eso, y por unas cuantas cosas más, hay que cuidar con mimo a los diferentes, a ese tipo de seres capaces de generar vida, de edificar sueños y utopías, que en formato verso te invitan a entrar dentro de su universo particular, capaces de convocar al público más dispar que uno se pueda imaginar. Sabina pertenece a ese club elitista, con derecho reservado de admisión. Su estilo de vida puede provocar debates enconados. Sucede lo mismo con su forma de pensar y actuar, incongruente en ocasiones, disparatada en otras y diferente siempre. Pero cuando se pone a lo suyo, cuando se toma en serio a sí mismo y deja fluir su talento en estado puro, todo se perdona. Porque merece la pena disfrutar de unos instantes de felicidad absoluta, cambiando resignación por ilusión. Vivir unos momentos mágicos que no se repetirán, dos horas que fueron diez minutos, una noche en la que la estrella no fue Sabina. Fue la sonrisa más hermosa del mundo.
Joaquín Sabina tenía una cuenta pendiente con Madrid, el puerto más grande de su gira Ultramarina. Debía saldar una cuantiosa deuda de cinco años de silencio. Programó tres conciertos consecutivos, sin parón, sin descanso para su maltrecha voz. De primeras, de una tacada, Sabina liquidó su compromiso. Olvidó depresiones interminables y ‘gatillazos’ recientes y se lanzó directo a buscar el orgasmo. El suyo, el de su banda y el del público. En el sentido musical, entiéndase. En el recinto, escoltándole en su particular aventura, en su regreso al foro, “donde siempre acojona venir”, jóvenes y mayores, anónimos y conocidos (Javier Krahe, Caco Senante), todos dispuestos a escuchar el crujido de una garganta única.

Pasaban diez minutos de las 21.30 cuando se apagaron las luces del Palacio de Congresos y se iluminó un fondo en el que un barco intentaba navegar entre la vorágine de los edificios urbanos. Antonio García de Diego comenzó a entonar, acompañado del bajo de Pancho Varona y la batería de Pedro Barceló, 'Amo el amor de los marineros'. Segundos después apareció, como un escalofrío desgarbado, Joaquín Sabina. Pertrechado con su eterno bombín, maleta, bastón y ceñidísimo pantalón de vieja leyenda, hizo acto de presencia acompañado de su perfecta consorte, Olga Román. Apenas un par de frases le bastaron para crear un clima de magia que no desapareció hasta la medianoche. Comenzaba así su viaje por los mares madrileños al frente de una embarcación, el Titanic, que no podía naufragar.

Aún con miedo a que su voz se quebrara el jiennense interpretó 'Ahora que...' y la reciente 'Pájaros de Portugal', pieza que se ha ganado con justicia un hueco en el privilegiado grupo de sus mejores temas. Con los temores de un posible ‘gatillazo’ superados surgieron en el horizonte las primeras notas de 'Calle Melancolía' y se produjo la fusión entre el cantante y el público. Con 'Rubia de la cuarta fila' y '¿Quién me ha robado el mes de abril?' Sabina seguía demostrando que se encontraba a gusto. Su voz sonaba más ronca y desgarrada que nunca y sus letras adquirían un tono desnudo y conmovedor. Media hora después de los primeros acordes le tocó el turno a los miembros de su tripulación. Pancho Varona se atrevió con una desconcertante versión eléctrica de 'Esta boca es mía' y Olga Román demostró con su 'Ahora ya ves' que tiene una de las voces más dulces del panorama musical.

Después de un breve descanso volvió el de Úbeda y lo hizo para cantar e interpretar 'Una canción para la Magdalena', brillante versión en la que su corista hizo las veces de una tierna prostituta-princesa urbana. 'Que se llama soledad', 'Peor para el sol', 'Contigo' y la maravillosa canción de amor-odio 'Y sin embargo' aparecieron entonces para construir la parte más acústica del concierto. El intimismo cedió el testigo a la rockera 'Resumiendo', flojita, y a 'Yo me bajo en Atocha', tema que no podía faltar, poesía del amor incondicional de Sabina por Madrid.
Llegó el momento de retirarse, pero el capitán regresó. Retornó precedido de la soberbia interpretación de Antonio García de Diego de 'A la orilla de la chimenea'. Entonces llegó el viaje a islas perdidas de la mano de 'Peces de ciudad' y volvió el poeta urbano con una 'Princesa' de toques arrabaleros. En el segundo bis de la noche Sabina interpretó 'Tan joven y tan viejo', tratado de filosofía en la que su bendita ronquera arañó el alma. Para terminar y con el público en pie, Sabina repasó sus' 19 días y 500 noches' y dijo hasta siempre con el perfecto ensamblaje de 'Noches de boda' y la inolvidable 'Y nos dieron las diez'.

Dos horas de canciones eternas y versos desgarrados de poeta callejero que demostraron que, para el capitán Sabina, “Madrid siempre ha sido el mejor puerto de mar”.

sábado, 12 de noviembre de 2005

ANTONIO VEGA. Básicamente Antonio

CONCIERTO

Antonio Vega
Componentes: Antonio Vega (voz, guitarra), Santiago Muñoz (batería), Basilio Martí (teclados), Luis Miguel Baladrón (bajo) y Jorge D'Amico y Alberto Zapata (guitarras)
Estilo: Pop-rock
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). VI Festival Panorámico Musical. 11 de noviembre de 2005. Lleno.

Era la noche de Antonio Vega. Nadie como él, personaje al borde de la leyenda, talento en estado puro, vida al límite del abismo, para aportar magia a un Festival Panorámico al que le faltaba algo para redondear la faena. Antonio Vega, el Curro Romero del pop patrio, capaz de lo mejor y lo peor, tejió una faena ejemplar, peleando contra las rigideces acústicas del Teatro Buero Vallejo y sus cada vez más evidentes carencias vocales. Por encima de planteamientos estilísticos comerciales y actitudes claramente hipócritas se alzó la gran fuerza vocal, instrumental y anímica de un genio único. Esquivo y silencioso con unos seguidores que le profesan un amor reverencial, realizó un auténtico canto a la supervivencia. Firmó de inicio un silencioso contrato de complicidad absoluta con los asistentes. Porque lo del público de Guadalajara, siempre frío y distante como un témpano, merece un capítulo aparte. Vega, muy profesional, se movió en los mismos márgenes que sus invitados, nada nuevo, lo que derivó en una velada a la que faltó un toque emocional superior.

Tener a Antonio Vega en estas lujosas condiciones por Guadalajara no es un privilegio que se viva todos los días. Al espíritu de resistencia del madrileño, a su ganas de gritar al mundo su amor por Marga, su musa desaparecida, se debe que ayer estuviera en el Buero Vallejo grabando una velada irrepetible que quedará enmarcada en su lustroso palmarés musical. El concierto, que alcanzó las dos horas, se vivió a toda marcha. Sin apenas parón entre las canciones, con silencio en las butacas y con un final algo precipitado, la fiesta consagró las dotes a la guitarra de Antonio Vega. Las melodías quedaron relegadas a un segundo plano ante un trabajado estruendo sonoro que sufrió las rigideces que en esta materia plantea todavía el Teatro Buero Vallejo, minimizando el esfuerzo instrumental de una poderosa banda.

La fiesta comenzó pasadas las nueve de la noche, con el habitual retraso del chico triste y solitario del pop español. Vestido de negro, frágil, tímido y cabizbajo, marcando las distancias, apareció Antonio Vega acompañado de los acordes de La última montaña, en una versión que prácticamente prescindía de la letra. Fue la pieza inicial del amplio repertorio que diseñó –veinte temas– y en el que se echaron de menos canciones eternas como 'Una décima de segundO' o 'Lucha de gigantes' y otras de más actualidad como 'Te espero'. La primera tanda, de tanteo, incluyó 'Pueblos Blancos' la maravillosa 'Me quedo contigo', versión de Los Chunguitos que borda, y 'Anatomía de una ola', que sonó poderosa. La toma de contacto sirvió para que Vega se luciera, enorme y todo talento, a la guitarra, dejando a un lado el aspecto vocal.

A 'Anatomía de una ola' le siguió una fase más emotiva, con ese himno al amor titulado 'Ángel de Orion', que lleva camino de convertirse en un clásico atemporal. 'Pasa el otoño' y la densa 'Caminos infinitos', las dos de su último disco, '3.000 noches con Marga', elevaron la velada a su punto más álgido, justo el momento en el que la eterna 'El sitio de mi recreo' cogió el relevo. Hasta ese momento Vega apenas había hablado con un público expectante y callado. Reciprocidad mutua.

El concierto se dirigió entonces al pasado con 'Háblame a los ojos', 'Se dejaba llevar' o 'Elixir de juventud'. Entre medias salió el joven Chema Vargas, con el que cantó una canción en lo que pareció ser un relevo generacional. Después llegaron los momentos más intensos protagonizados por una sección de metal sencillamente excelente, que entró con fluidez en el calor de la música. 'Cada sombra en la pared' sonó magnífica en su propuesta de jazz, al igual que 'San Antonio'. La velada siguió con el protagonismo absoluto del sonido sobre las letras, con 'La chica de ayer' poniendo el inevitable punto final a la noche.