sábado, 24 de enero de 2009

'CARTAS DE AMOR A STALIN'. La fragilidad del artista


'Cartas de amor a Stalin'

Autor: Juan Mayorga
Dirección: Helena Pimenta
Compañía: Ur Teatro
Escenario: Teatro Pradillo (Madrid). 21 de enero de 2009


El valor de ‘Cartas de amor a Stalin’ una década después de su estreno se mantiene intacto. El texto, que no ha perdido vigencia, detalla la complejidad de las relaciones entre el artista y el poder, una cooperación que ambos estamentos detestan y al mismo tiempo precisan para subsistir en las mejores condiciones. Ur Teatro, compañía afín a los planteamientos éticos de Juan Mayorga, se ha adjudicado la misión de poner en escena de la forma más ligera posible un texto machacón y denso que puede llegar a avasallar por su manifiesta complejidad. Un teatro de tesis, muy diferente del que suele proceder de la nueva dramaturgia española y que privilegia la palabra sobre otros asuntos de identidad estética.

La quebradiza moral del artista en relación al proceso creativo y al entramado emocional que le rodea figura en primera línea de las cuestiones abordadas por este drama, salpicado de reminiscencias históricas que logran trascender y saltar al plano de la actualidad. Cegado por la censura, Mijail Bulgákov, escritor de éxito en la Rusia incipiente del siglo XX, decide escribir una carta a la instancia suprema para resolver una situación que le atormenta. Una enigmática llamada telefónica interrumpida en el instante decisivo detonará sus expectativas. La esperanza inicial de recobrar la estabilidad va dejando paso a la disconformidad, la queja, el desengaño y finalmente la locura, un proceso de descomposición que se asemeja al vivido a gran escala por la sociedad rusa durante el estalinismo.

El artista se sitúa en medio de dos corrientes, la sentimental y la profesional, que tratan de arrastrarlo al lugar que más les conviene. No será un mero títere, puesto que de la resistencia inicial a los métodos represivos pasará al coqueteo y la necesidad del halago por parte del poder. El orgullo y la vanidad del artista quedan al descubierto, en paralelo a la ‘sabiniana’ caza del texto perfecto, la utopía de todo autor. La dicotomía se observa tras quedar relegado a los márgenes el plano sentimental representado por la mujer del artista, la única que se empeña en rescatar de las tinieblas la torturada conciencia del creador. El vértice más débil del triángulo que compone ‘Cartas de amor a Stalin’, el amor, el único visto con sinceridad y a salvo de la sinrazón.

El estatismo del texto, alineado entre las continuas reiteraciones de un mismo mensaje y las largas parrafadas expuestas por la lectura de las cartas que el dramaturgo remite a Stalin, no deja lugar a la incertidumbre. El gran objetivo de Ur Teatro pasaba por minimizar esa trascendencia y apoyarla sobre una puesta en escena más móvil, que restara solemnidad a un tema que la derrocha a raudales. Como ya sucediera con ‘El chico de la última fila’, la imaginación de Helena Pimenta salva el inconveniente de una obra de ideas huracanadas. ‘Cartas de amor a Stalin’ gana en ese terreno con la aparición del personaje del dictador ruso. La escenografía, sencilla y a base de elementos de época, se quita los corsés y el espacio se ensancha. La construcción hecha por Ramón Barea, rígida y cercana al estereotipo de un mandamás todopoderoso en un principio y satírica, casi bufonesca, en el desenlace, contribuye a multiplicar la intensidad de la función. Un personaje símbolo, el diablo en combate con el ángel, aunque no lleguen a cruzarse. Un dictador humanizado desde el mal, otro ser quebradizo que necesita la cultura como coartada moral para legitimar y reforzar su soberanía, aunque haya que esculpirla en beneficio del sistema. En esa delgada línea de contrastes se maneja el creador, que pide libertad al tiempo que se vanagloria de contar con el incondicional apoyo del ser más poderoso del país.

El Bulgákov real no superó aquella tormentosa relación. Apenas pudo dejar otros destellos de calidad a añadir a una trayectoria destacable. El personaje escénico no podía ser menos, arrastrado al pozo del silencio y la indignidad, el peor de los males de un escritor. La profesión convertida en una condena. En otro detalle rescatable que respalda esta involución anímica, la luz que ilumina el despacho del dramaturgo se difumina lentamente hasta quedar sumido casi en las tinieblas, como una especie de sala de torturas.

‘Cartas de amor a Stalin’ constata que Juan Mayorga ha encontrado en Ur Teatro un vehículo idóneo para dinamizar y aligerar la densidad de sus textos, un soporte en el que apoyar el torbellino de ideas, análisis y mensajes comunes a la dramaturgia del madrileño. El trabajo de la compañía reafirma la vertiente escénica del libreto, al que añade como principal novedad la potenciación del rol de Stalin, que se mueve en un plano superior al fantasmagórico, añadiendo la tan necesaria dosis de teatralidad que requiere una obra de estas características. Otro lujo con sello propio.

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