sábado, 20 de diciembre de 2008

'LA TABERNA FANTÁSTICA'. Parroquianos del pasado


'La taberna fantástica'

Autor: Alfonso Sastre
Dirección: Gerardo Malla
Producción: Centro Dramático Nacional
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 17 de diciembre de 2008


La afirmación admite pocos titubeos. La obra de Alfonso Sastre pasa por un gozoso estado de forma. Tras un largo recuento de décadas sometido al silencio, el vacío y hasta el desprecio, se asiste a un proceso de reconocimiento de los méritos acumulados por un autor que colecciona los condicionantes precisos para portar la mal asumida etiqueta de maldito, a la altura de artistas de otros territorios como Antonio Vega y Juan Goytisolo. Colectivo de resistentes en todo caso, aunque ya escépticos perdidos para la causa. En el caso de Sastre, la suya ha sido una actividad incesante que cubre análisis teóricos, ensayos, textos oscurecidos por la censura y otros atrapados de forma incomprensible en ese túnel que conecta a la literatura dramática con el escenario.

Proyectos arropados por el Centro Dramático Nacional como ‘La taberna fantástica’ ponen en su sitio a un dramaturgo heterodoxo que siempre ha tenido algo interesante que contar, aunque perdido tantas veces en los excesos que conlleva la fe inquebrantable en las causas perdidas. Sirva esta nueva reposición de ‘La taberna fantástica’, acercamiento poco contemplativo al extrarradio madrileño del franquismo tardío, para subrayar las virtudes del teatro de Sastre, una escritura precisa, directa y sin medias tintas. Un texto que, si bien no se abre al volcán ideológico y de denuncia que ha regido la mayor parte de su trayectoria, si queda como manifiesto de la autenticidad de las líneas tejidas por el madrileño y testimonio de la existencia de unos seres humanos a los que no se solía dar voz y presencia en el ámbito cultural.

Gerardo Vera ha puesto en manos de otro Gerardo, Malla, un montaje que ya tutelara hace más de dos décadas. Sorprendió a mediados de los 80 la repercusión obtenida por este drama de caña, navaja albaceteña y venganzas de barriada, que colocó a Sastre en una cúspide que anteriormente tenía vetada. Malla ha optado por no desempolvar aquel espectáculo y así rescatar el mismo espíritu. Arma de doble filo, puesto que asoma el peligro del anacronismo para unos personajes sepultados por el –oscuro- pasado del país. Por ‘La taberna fantástica’ desfila un batallón de tipos de vuelta de todo. Seres descarriados con la violencia y la marginalidad tatuadas en las venas. Perdedores en grado sumo acunados por Luis (excelente Carlos Marcet), un tabernero que tira cañas como ya no se hace, con los dedos de espuma justos, confesor y algo más de la larga ristra de compulsivos bebedores que se citaban puertas adentro de tan particular cantina. A trago limpio, ‘La taberna fantástica’ va componiendo una tragedia típica de los bajos fondos, envuelta por puñaladas verbales de lenguaje de extrarradio. Es ese punto cuando más brilla las dotes de Sastre, en la milimétrica reproducción de una jerga tan concreta, responsable directa de una ambientación que por sí mismo vale más que la exigentísima escenografía, casi de porcelana, levantada por Quim Roy. Un diccionario que seduce a los oídos por encima de un argumento de poco peso y que va perdiendo fuelle desde el arrebatador prólogo hasta el huidizo desenlace.

El CDN no ha escatimado en detalles a la hora de sacar adelante el proyecto: producción de envergadura, de kilométrico reparto y dotada de una envoltura visual y melódica de primer nivel. Aires renovados en ese sentido, al contrario que lo trabajado desde una dirección conservadora que conduce a un cruce de interpretaciones desiguales, algunas con el aroma ochentero de la naftalina, y a una historia que sonará tan lejana a la nueva legión de espectadores, detectado el riesgo de relacionar el legado de Sastre con un teatro demasiado polvoriento. Esa conexión entre pasado y presente se advierte como el hilo más débil de un montaje al que una corriente de aire fresco le hubiera venido mejor. Tanto respeto al espíritu de la primera versión resta verismo, no autenticidad, a lo exprimido por esta función, cuyo potente valor simbólico ha quedado, por medio del tiempo transcurrido, por debajo de esa línea de denuncia y compromiso defendida siempre por Sastre. La chispa que da el atrevimiento y deriva en la novedad.

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