miércoles, 10 de diciembre de 2008

TRÉBOL DE CERVEZA NEGRA

(Escrito ganador de Creajoven 2008, categoría 'Cuaderno de viajes')

TRÉBOL DE CERVEZA NEGRA


I. AEROPUERTO DE DUBLÍN

Una leyenda de origen tabernario asegura que Martin Sheen, estrella en ‘Apocalypse Now’, juerguista oficial de Hollywood y padre de otro actor de relumbrón, Charlie Sheen, estudia en la Galway University. Que se pasea, ya setentón, a bordo de un descapotable, y que suele pasarse por algún fiestorro de esos que organizan los Erasmus en vísperas del fin de semana. Si se exprime la imaginación se le puede ver paseando por el jovial campus académico de la ciudad irlandesa, carpeta al brazo y rodeado de holandesas de embaucadores iris azulados. Como toda leyenda que se precie, hay que darle una cuota fija de verosimilitud. Un puñado de fotos que pululan por la red añaden más misterio al asunto.

Verdaderamente, en pocos sitios se puede pasar tan desapercibido como en Galway, un combinado de nacionalidades, razas y pautas de comportamiento que convive en perfecto equilibro, un conjunto armónico que se ve acompañado por la magia élfica de sus paisajes y el carácter amigable de sus gentes. El visitante, por ojos rasgados, acento intraducible y objetivos extravagantes que persiga, no llamará la atención. En Galway se respira tranquilidad. Aunque Martin Sheen la haya elegido como lugar de residencia.

Acudo a Galway, 196 kilómetros al oeste de Dublín, por varios motivos. La necesidad de recuperar la inspiración tras un largo periodo en el dique seco ocupa el primer puesto, seguida del amor reverencial que uno profesa al país del trébol tras varias estancias estudiantiles. Como Dublín se salía de los márgenes -la capital ha perdido encanto a pasos agigantados-, Galway se puso en el pedestal de mis preferencias. El mes ideal sería septiembre, todavía bajo el manto alargado del verano y con la ciudad a la espera del desembarco estudiantil de octubre, fecha de inicio del curso académico.

La tercera villa irlandesa en población tras Dublín y Cork regala copioso material para historias de alto tonelaje poético. En esta ciudad costera que vive y deja vivir se refugiaron artistas como William Butler Yeats, que se enfrascó en largas conversaciones con la niebla que depararon algunos de los versos más estremecedores de la literatura británica. Yeats pasó largas temporadas en Galway, renunciando a la vida cultural de la capital, la adecuada para colmar el ego de escritores de su talla. Si se llega a conocer Galway en profundidad, se comprenderá esa decisión. El viaje se inicia bajo las citadas premisas y con un calculado deseo de distanciamiento de la comodidad del día a día. A lo Yeats, en miniatura.

Bajo del avión. Un vuelo sin complicaciones, con el silencio de los trayectos aéreos que se encuadran lejos de las rutas turísticas. Recorro los pasillos familiares del aeropuerto de Dublín. Observo a la gente ataviada con periódicos y tarjetas de embarque. La rutina acelerada de Barajas se ha transformado en apenas minutos en la prisa cómoda que acompaña a los ejecutivos irlandeses y a las muchachas que despegan hacia el sol. Toda una filosofía de vida. Las reflexiones del recién llegado me acompañan mientras espero al autobús de línea.


II. AUTOBÚS DE LÍNEA. DUBLÍN-GALWAY. FILA 7, ASIENTO 26.

Vuela la imaginación y me asaltan los recuerdos. Ya lo escribió Yeats. Un paseo por esas calles empinadas que culminan en las inquietas aguas del Atlántico dispara la creatividad. Un dato que ya anuncia la policromática travesía que une Dublín con Galway. El autobús avanza recreándose en el paisaje que posa tras los cristales como una modelo de modales exquisitos. Nadie golpea el claxon ni se realizan adelantamientos suicidas. Todos parecen estar de acuerdo en que hay que disfrutar del viaje. Un pacto del que la vista sale reforzada.

Una neblina cada vez más densa se va apoderando de las llanuras verdosas en las que pastan en paz rebaños de vacas de anuncio publicitario. Galway se aproxima. Los acantilados que se asoman por el fondo, con el mar salvaje que acabó con las esperanzas de la Armada Invencible en el siglo XVI como testigo, le confieren a la escena un ambiente de película con aroma a café humeante de taberna marítima. Ahora puedo comprender al Clint Eastwood de ‘Million Dollar Baby’. El cineasta cinceló sabiamente un viejo púgil harto de pelear con la vida que anhelaba pasar sus últimos días en la costa oeste de Irlanda. Eastwood se refería a esto, sin duda. El lugar al que uno escaparía y en el que no desearía ser encontrado jamás.

El espíritu de tantos creadores que han frecuentado Galway a la caza de la inspiración ya se palpa, se saborea con la certeza de que en lo efímero se esconde lo maravilloso. Restan tres kilómetros. Consecuencias de la globalización y de la reciente prosperidad económica del país, impulsada por el sector de la construcción, Galway no supone el reflejo cristalino de esa Irlanda profunda, ancestral y fantasmagórica, condiciones atribuidas por tantas películas, canciones, libros y leyendas. Pero es innegable que se aproxima a esa idea de reducto al que van a parar los que quieren saldar algún tipo de cuenta con las alturas. Aquellos que van o vienen, almas perturbadas, corazones inquietos.


III. CAMINO AL HOTEL

El viaje, tres horas y siete euros por cabeza, acaba en las puertas de lo que vendría a ser una oficina de turismo. Está en el principio de una cuesta que se pierde en el horizonte. Primer aviso. Galway es un tobogán, diseñada al estilo de una mortífera etapa rompepiernas del Tour de Francia. Chispea con poca intensidad, casi se diría que con amabilidad. Es una característica habitual de la climatología irlandesa, al igual que la visión de un sol dominante en las alturas que reluce escudado entre un colectivo de nubes grisáceas. El astro rey sale, desaparece y vuelve a irradiar luz en cuestión de minutos. Actúa como si girase en un tiovivo, niño travieso de las alturas. Por lo visto, toca mañana plácida de septiembre. Aunque pronto se confirmará el carácter rebelde de las nubes irlandesas.

Camino del hotel, se inicia el recuento de Bed&Breakfast. Son casas de dos pisos con jardín, separadas por vallas de madera de clase de iniciación al bricolaje, aparcamiento de una plaza y caseta para el perro. La mayoría presenta a pie de puerta una alfombrilla que regala al visitante un lema amistoso. Un cartel indica si hay habitaciones disponibles y la hora a la que se sirve el desayuno. Los propietarios suelen ser matrimonios con hijos mayores ya independizados, que rentan las habitaciones al turista ocasional. Ingresan a cambio una pequeña cantidad económica, aunque el principal beneficio lo encuentran en el componente afectivo. Salvo excepciones, tratarán al visitante como uno más de la familia. Las desconfianzas, tan en boga fuera de la isla, aquí palidecen en beneficio de la amabilidad y del favor que no busca nada a cambio.


IV. ‘DOWNTOWN’


Las viviendas del centro no superan los dos pisos, por lo que la altura de los edificios apenas excede los cuatro metros. Una ciudad disfrazada de pueblo escondido entre los acantilados, con el encanto que encierra la definición. El ‘downtown’ de Galway empieza en una plaza monumental, la Eyre Square, en la que un grupo de franceses se mofa de la vestimenta gótica de dos adolescentes que encajarían perfectamente en el papel de chicos raros del instituto. La plaza se abre definitivamente a la Shop Street, el pulmón por el que respira Galway, 60.000 habitantes al alza. La calle, que desemboca en el punto en el que el río Corrib realiza esta misma acción, se ha maquillado en los últimos tiempos. Un tipo pelirrojo canta con una guitarra, fragancia acústica de campamento estival de colegio religioso. El parecido físico es asombroso, aunque no es Glen Hansard, el cantautor que salió del anonimato gracias a su participación en la película ‘Once’ (John Carney, 2007). Hansard es desde hace unos meses una celebridad en Irlanda. Ganó inesperadamente un Oscar por algo tan sencillo como entonar una canción de guitarra, guantes y funda, la maravillosa ‘Falling Slowly’. Un cantautor a la antigua usanza que ya no correteará por las calles de Dublín. Otra leyenda para un país que no sabría respirar sin estas historias de superación.

Lejos de la idealización que propone la fórmula ‘Once’, la Shop Street ha adoptado el modelo de consumismo europeo. Las tiendas se reparten en cada acera. El pórtico más ancho pertenece a un centro comercial en el que anidan establecimientos de firmas de ropa internacionalmente reconocidas. Por supuesto, inaccesibles para el mileurista. Aun así, persisten rasgos que delatan que no todo está perdido, como los malabaristas que se citan cada noche a la caza de las monedas que deja caer la generosidad asociada a la borrachera o el hipnótico sonido que se escapa de las puertas entreabiertas de los clubes nocturnos de jazz, custodiados por fornidos guardaespaldas sonrientes.


V. ‘AL INFIERNO O A LOS CONNACHT’

Los irlandeses son tipos tranquilos, otra verdad a sumar en la cuenta del tópico. Gente que pasea por la calle sin levantar la voz. Un taxista que se compadece de tu desorientación y no te cobra por un viaje demasiado breve. Un conductor de autobús que no duda en detener la venta de billetes para ayudar a subir un equipaje pesado. Dos jóvenes que prestan el móvil a un desconocido en la madrugada de la dublinesa O’Connell Street. Geográfico cruce de caminos, los irlandeses se han acostumbrado a convivir con el visitante. La sociedad ha crecido amparada en esa diversidad, al tiempo que respetaba las viejas tradiciones. El rugby es una de ellas.

Galway se vacía los sábados por la tarde. Sus habitantes acuden en masa al campo de los Connacht. ‘Al infierno o a los Connacht’ reza el lema promocional del equipo. El estadio se sitúa en medio de una explanada, a muy poca distancia del cementerio gótico de la localidad, un lugar escalofriante, por cierto, si se gira el cuello de madrugada y, de improviso, uno se topa a centímetros con una imagen que podría haber salido en estampida de un relato de Lovecraft.

Asistir a un partido de rugby en uno de los países que veneran este deporte -Irlanda es un habitual del legendario Seis Naciones- es una experiencia altamente recomendable. Las comparaciones con un choque futbolístico se desvanecen desde el pitido inicial. El taquillero ofrece las entradas a precio reducido, descuento de estudiante. No busca hacer negocio con el novato. El público accede al graderío con botellines en la mano. Está permitido. Se sabe que nadie se atreverá a usarlos como arma arrojadiza. Salta al campo el equipo rival, un combinado escocés con el que existe máxima rivalidad, según explican desde los altavoces del estadio, y no se le abuchea. Un silencio respetuoso se extiende por el campo.

Me sitúo en un lateral, apiñado entre un grupo de irlandeses ataviados con la bufanda de los Connacht. Un hombre de mediana edad y barba frondosa que acompaña a un niño al que la mascota del equipo, una especie de pollo recalentado, acaba de regalar un pequeño balón amelonado, me pregunta por mi nacionalidad. Me cuenta que ha estado en España un par de veces. Todo gira alrededor del sol, la playa y la religión, lo último una nueva demostración de que proceder de un país de mayoría católica es un salvoconducto social en Irlanda. La conversación se alarga y entra en el terreno del rugby.

- Es un deporte incomparable. El único a nivel de selecciones que aglutina a toda Irlanda. Hasta se han tenido que inventar un nuevo himno. Aunque sólo sea por unas horas, une a gente de convicciones totalmente opuestas.

Le miro y trato de encontrar algo en España que pudiera compararse con lo que acaba de exponerme. Decido dejarlo por imposible.

Me despido amablemente. Durante el descanso cambio de ubicación y me coloco detrás de una de las zona de marca. Los niños corretean con total libertad a unos escasos centímetros del campo. Nadie les llama la atención. Acaba el encuentro. El resultado parece no importar. El equipo local ha perdido, pero ha peleado hasta el final y la afición lo agradece en forma de cálida ovación. Y lo más llamativo, ¿ha habido árbitro?


VI. FÚTBOL Y PINTAS


El fútbol en Irlanda se coloca en un plano secundario. Importa la selección nacional, de capa caída la última década. Los clubes irlandeses apenas asoman la cabeza fuera de las ligas regionales que componen la estructura futbolística del país, asimilada bajo las siglas FAI. Uno de los pocos equipos que ha logrado ganarse el respeto dentro de las islas británicas ha sido el Derry City. Cito a este club para ilustrar con una anécdota el espíritu que está bañando mi periplo por Ia costa oeste de Irlanda.

La segunda noche en Galway decido tomar unas cervezas en una taberna del centro de la ciudad. Accedo a un establecimiento de pintoresco aspecto externo. Por dentro, su estructura se asemeja a la bodega de un navío del siglo XVI. Dando por buena la impresión, una bandera pirata cuelga de una de las paredes. Otra se cubre con una vitrina en la que se exponen más de un centenar de jarras de cerveza. Vacías, por si acaso. Las rellenas por el líquido de la cebada están en posesión de los parroquianos, unas dos decenas de nativos entre los que se inmiscuye una familia rubiales de aspecto nórdico y dos veinteañeros que conversan a grito pelado. Italianos, probablemente.

Dos actitudes me llaman la atención dentro de esa atmósfera saturada de alcohol, humo y cánticos. De un rincón de la barra, el más alejado de la mesa que ocupo, empieza a salir un melodioso sonido emitido por dos voces rudas y cargadas de años. Un par de hombres que superan la cincuentena golpean sus jarras atiborradas de cerveza mientras entonan viejas canciones en gaélico, indiferentes al jaleo que les rodea, desinteresados por un mundo que ya no es el suyo y que no quieren comprender. La imagen daría para arrancar una novela. Tres televisores sintonizan con un partido de la UEFA. Enfrenta al Derry City con el Paris Saint-Germain. Un grupo de seguidores del conjunto irlandés ríe, bebe y protesta las decisiones arbitrales frente a mi mesa. Temibles ‘hooligans’, me impone el sentido común. Sorprendentemente, optan por apartarse nada más percibir de mi parte un leve gesto de interés por lo proyectado.

- ¿Así puede verlo bien? –brama un hombretón de pómulos rosáceos.

El joven del mentón enrojecido y tres de sus acompañantes se apartan para mejorar la visibilidad de un foráneo, aun a costa de perder la suya. Aquello que Dublín se negó a enseñarme, Galway me lo muestra sin haberlo solicitado. Actos tan sencillos como hermosos. Si no fuera porque las telarañas anidan en los bolsillos de mi pantalón, no dudaría en compartir una pinta con estos extraños, más cercanos que muchos de aquellos que me rodean a diario.


VII. TÉ Y PASTAS

La tercera mañana de mi estancia en Galway adquiero una representación de prensa de tirada nacional y local. Un caso de corrupción política, nada comparable a la especulación urbanística tan de moda en España, centra la actualidad. A pie de portada, el diario más vendido de Galway da noticia de un suceso: la sustracción por la fuerza de tres euros a un viandante. Leer para creer. Esa misma mañana la agenda obliga a un recorrido por la Universidad. La sombra de Martin Sheen se agranda.

Poco tiene que ver aquel ambiente con el caos, asfixiante y entrañable, de la Universidad Complutense. Extensas explanadas de césped semidesierto rodean edificios silenciosos, imponentes, distintos. Recuerdo la prisa continua del campus madrileño, las hordas de semiadolescentes con carpetas, el ruido obligado de los pasillos de la facultad. Ni siquiera la Universidad, bullente por naturaleza, perturba la calma de Galway, su serenidad asumida. Me alejo después de una pausa de lectura solitaria para dirigirme al Spanish Arch, punto señalado en los mapas turísticos y visita obligada para el forastero. Discreto, silencioso, alejado de la majestuosidad del que demanda atención. Paseo por la costa durante algunos minutos, observo la desembocadura imponente del Corrib y esquivo la mirada escrutadora de las gaviotas. Me refugio en una galería vanguardista escondida en un recodo junto al arco. Contrastes en medio del silencio. Me alejo del mar y abandono el centro, salpicado de sonidos de canción de autor, para dirigirme a la periferia, al reencuentro con una infancia borrada por los desengaños del paso del tiempo.

Las callejuelas del centro desaparecen para dejar paso a los centros comerciales y las tiendas de bricolaje. Luce el sol y aún es de día, últimos suspiros de luz en el ocaso del mes de septiembre. La ruta me conduce a la casa que, algunos años atrás, se convirtiera en refugio de una inocencia con deseos de conocer nuevos mundos, un puente al otro lado de los golpes de la vida. Tranquilidad escondida detrás de paredes blancas, puertas azules y pequeños jardines de clase media. Una sonrisa cómplice abre la puerta, me hace un hueco en la cómoda salita plagada de fotos familiares y me ofrece un pastel cocinado a fuego lento. La conversación transcurre entre recuerdos borrosos, comentarios intrascendentes, despedidas de soltera en Barcelona y la embriagadora sensación que supone regresar a un lugar que parecía desaparecido para siempre, a un rincón imborrable que volverá a evaporarse. Nuevamente compruebo las diferencias palpables del carácter irlandés, la hospitalidad del entrañable semidesconocido que no duda en ofrecerte té y pastas delante de su foto de comunión. Una oportunidad impensable en la bulliciosa Madrid.


VIII. AUTOBÚS DE LÍNEA. GALWAY-DUBLÍN. FILA 7, ASIENTO 26.

La calma que Galway me había ofrecido durante días se evapora cuando el viaje comienza a apurar sus últimos sorbos. Chaparrón impertinente, ausencia de paraguas, carreras resbaladizas hasta la parada de autobús. Un conductor aficionado al aire acondicionado dirige mi despedida, rumbo a aquel aeropuerto familiar que me espera entre niebla y tormenta. Los viajes de vuelta siempre resultan más breves, fenómeno provocado por la tranquilidad del que no espera la llegada. Ejecutivos con tarjeta de embarque y jovencitas que despegan hacia el sol comparten mi tiempo junto a la puerta de salida. Apuro el último diario irlandés mientras una azafata me ofrece un ejemplar de prensa española. La selección vence 4-0 a Ucrania. Vamos a ganar el Mundial. Otra vez. Todo sigue igual, por fortuna. Pido una cerveza. Negra, por supuesto. El dibujo de la chapa me llama la atención. Un trébol de cerveza negra. Dos horas después, Madrid me devuelve la rutina acelerada y entrañable de lo conocido. Regreso a casa con los objetivos cumplidos. Ocho páginas en un suspiro de tres días. Calma, escritura y la perpetuación de dos leyendas, la de Martin Sheen estudiante universitario y la de Irlanda como el mapamundi de mis sentimientos.

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