lunes, 9 de junio de 2008

'LA FAMILIA DEL CHIVO FROILÁN'. Sucia sociedad

CRÍTICA DE TEATRO

'La familia del chivo Froilán'
Autor: Jesús Bonilla y Joaquín Andújar
Compañía: Tentazioa-Arriábala
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 5 de junio de 2008

Artista con inquietudes creativas, Jesús Bonilla se tomó un descanso entre el rodaje de ‘Los Serrano' y su segundo proyecto cinematográfico tras ‘El oro de Moscú' para escribir con la ayuda de Joaquín Andújar ‘La familia del chivo Froilán'. Una idea le rondaba: confrontar el avance arrollador del medio urbano con el progresivo abandono, deterioro y extinción del ámbito rural, una forma de vida que, como los viejos soldados, en una cita tomada al general McCarthy, no desaparece, se desvanece en la lejanía. Expuesto el libreto bajo la dirección de Carlos Zabala, se corrobora que el resultado se aleja diametralmente del lugar al que apuntaban los planteamientos iniciales. ‘La familia del chivo Froilán', lejos de enfrentar dos concepciones de afrontar la existencia, escribe una indescifrable y desoladora parábola de la que nadie sale indemne. Si lo que simboliza lo rural queda, puede que sorprendentemente, por los suelos, peor sale parado el representante de esa otra sociedad febril y competitiva: un cocainómano ‘broker' con el punto de mira afinado por debajo de la cintura.

‘La familia del chivo Froilán' se aproxima con los ojos bien abiertos a la figura de los desheredados. Pululan ante el espectador personajes que se han quedado lejos del avance de la sociedad, bares de camioneros alejados de las nuevas rutas, televisores que se encienden con el palo de una escoba, discursos reales de Nochebuena interrumpidos por un corte de luz. Bonilla y Andujar arman el texto utilizando un arma de doble filo. La fórmula ejecutada consiste en mezclar, con poco rigor, el humor de boina y butifarra y la violencia latente propia de un contexto opresivo que necesariamente, según se ve, debe desembocar en tragedia, un apéndice -tuberculoso- de esa crónica negra que se ha ido escribiendo en la denominada España profunda.

La apuesta por la comicidad va atada a la interpretación de Janfri Topera. Es Sinluces, un cabrero que repudia todo lo que huele a ciudad. Cae en el exceso, algo que recuerda a muchos de los papeles de Jesús Bonilla, uno de los cascarrabias oficiales del cine y la televisión nacional. Topera sigue el ejemplo. Exagerado en todos los registros, pone en práctica un diccionario verbal arcaico saturado de expresiones malsonantes. La jugada, que el actor defiende como buenamente puede, sale mal si lo que se pretendía era rescatar alguna virtud en la conducta de un tipo como el que interpreta. Es precisamente en esos borrones de la caracterización de los roles donde se encuentran los defectos más evidentes que hacen que la obra, que apela decididamente por un tremendismo con resonancias valleinclanescas, no acabe de fermentar. Bonilla y Andujar han hilado con torpeza una primera parte averiada por un conjunto de escenas mal desarrolladas, sirva como ejemplo la nula espontaneidad del flechazo entre los jóvenes, servido entre ingenuas réplicas. En todo momento, las acciones conducen a los personajes, nunca el texto. Así, la trama queda a expensas de la idea fija y nada voluble manejada en la mente de los creadores, que inexplicablemente se introduce en su tramo final en una desproporcionada orgía de locura irracional y violencia febril.

Tanto sufrimiento, tantas idas de cabeza y un paseo al filo de la pederastia para llegar a una conclusión tan simplista: la derrota definitiva del mundo rural ante la avasalladora y despiadada invasión del desarrollo tecnológico, económico y mercantilista. La anulación de los sentimientos del ser humano, sentencia metafóricamente la voz del autor. De un extremo a otro sin paradas intermedias en la reflexión ni en el divertimento desprejuiciado.

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