sábado, 21 de junio de 2008

'EL POZO'. La zozobra de la ética

CRÍTICA DE TEATRO

'El pozo'
Autor: Eduardo Recabarren
Dirección: José Luis Matienzo
Compañía: Escarramán Teatro
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 19 de junio de 2008

A modo de sentencia rotunda, un actor metido a actor, otra ‘originalísima’ pirueta metateatral, le suelta a la mujer que le dirige. “El teatro siempre es pretencioso”. La escena pertenece a ‘Pretextos’, largometraje que acaba de sacar al ruedo otra intérprete, la arrugada Silvia Munt, como una especie de ejercicio catártico. Disección entre bambalinas de ese cruce de egos y ambiciones que dibujan tantas veces las artes escénicas. ‘El pozo’, una performance escorada hacia el factor audiovisual y la expresión corporal escrita por el dramaturgo argentino Eduardo Recabarren, coquetea con el concepto al que aludía el actor. Sorprende de inicio la apuesta de Escarramán Teatro por un formato de estas condiciones. La compañía madrileña se ha caracterizado a lo largo de su trayectoria por exprimir un teatro determinado, el del Siglo de Oro, un contexto que domina y maneja impulsado por los conocimientos de José Luis Matienzo. El giro ha sido radical. ‘El pozo’ explota a la cara una única idea: la deformación de la sociedad contemporánea, una posada de decrepitud e ideales vacíos. La lanza a la cara del espectador, que debe digerirla con la ayuda de los elementos visuales que la adornan con eficacia. Teatro de denuncia que supera los límites de lo concreto para inmiscuirse en detalles globales. Pretencioso, efectivamente. Teatro, en definitiva.

Hay un riesgo, evidentemente, de que haya personas que no comulguen o entiendan la propuesta, de proyección minoritaria en todo caso. Pasa lo mismo en los geniales arrebatos irreverentes de Rodrigo García y en la manifiesta fobia social de Angélica Lidell, dos de los grandes del género. En vez de desnudar la escena, Escarramán ha elegido envolverla con una estética atractiva. Videocreación, una manejable bola gigante y unas coreografías dinámicas construyen una atmósfera sugerente, a falta de arreglar ciertos detalles técnicos y apuntalar el epílogo. La estética gana fuerza en detrimento del contenido.

Cuando se manejan ideas como las lanzadas en ‘El pozo’ corren el riesgo de desequilibrarse del lado del tópico, por lo que el discurso se estrecha. Ya el arranque demuestra esa importancia del andamiaje ambiental. Mientras uno de los protagonistas formula, voz grave y rotunda, toda una declaración de principios, dos seres se contorsionan entre la platea emitiendo ruidos inhumanos. Así, en medio de una atmósfera oscura y pesimista se desata un relato que se mueve en diferentes planos para levantar una misma tesis. La ley del antiteatro, puesto que lo que se expone rompe todo los convencionalismos escénicos. ‘El pozo’ se conforma como la sucesión de pequeños cuadros que hilan una fórmula no narrativa. En cuanto el soliloquio desgastado se apodera del texto pierde un potencial que recupera al instante cuando la parte física, enlazada por Verónica Belinchón y Kiko Miralles, sale a flote.

Escarramán ha demostrado que entre el teatro del Siglo de Oro y el de denuncia, tan pegado al siglo XXI, hay un precipicio que se puede saltar si se conocen las consecuencias que tendrá un cambio tan radical de método de trabajo, proyección y alcance. Con sus dificultades, la compañía ha activado un –valiente- acercamiento a un teatro diferente y de mayor riesgo, realizado con oficio, difícil de clasificar y sometido a un simbolismo reiterativo. Ahora sólo falta comprobar si Escarramán seguirá cultivando esta línea o la aparcará para regresar definitivamente a un terreno que ya domina a la perfección.

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