miércoles, 7 de mayo de 2008

'UN MOMENTO DULCE. LA FELICIDAD'. Diálogos concéntricos

CRÍTICA DE TEATRO

'Un momento dulce. La felicidad'
Autor: José Ramón Fernández
Compañía: Teatro del Zurdo
Dirección: Luis Bermejo
Escenario: Teatro Buero Vallejo. 25 de abril de 2008

El novelista francés Michel Houellebecq asustó al entrevistador. “No hay que temerle a la felicidad, pues no existe”. Lanzó el autor de ‘Las partículas elementales’ la reflexión a bocajarro. Mirada fija, creencia absoluta en lo expresado. Otros pensadores, el caso de Fernando Savater, tiran por el carril del centro. Ven la felicidad como un puzzle hecho a retazos. Completarlo requiere de una dedicación obsesiva y ofrece como resultado un acto supremo de egoísmo. El madrileño José Ramón Fernández (1962) deja caer su acercamiento a un concepto tan anguloso como el de la felicidad dentro del terreno de la memoria. Nada mejor entonces que un regreso a la infancia. Entre recordar y soñar, sus personajes se quedan con lo primero. Mejor mirar atrás que reflexionar sobre el futuro. Una postura que puede pecar de ingenua cuando está expuesta desde el punto de vista de treintañeros bien curtidos, pero que no deja de ser un recurso veraz con el que evadirse fugazmente del presente.

El estilo de José Ramón Fernández determina el espíritu de ‘Un momento dulce. La felicidad’. El madrileño se ha labrado con perseverancia una reputación de autor dramático de escritura fina y realista, con picos como la afamada ‘Trilogía de la Juventud’ vista en la Cuarta Pared. Los elementos de los que se nutren sus creaciones se aproximan a los empleados por ese movimiento poético que se viene calificando como ‘Poesía de la Experiencia’, abanderado por creadores como Luis García Montero o Felipe Benítez Reyes. En el punto de mira colocan una realidad, la suya, enfocada a lo cotidiano. La atención se la prestan a esos pequeños detalles que entrelazados con sutilidad van componiendo el fresco de una vida. Es el de José Ramón Fernández un teatro que se toca, se palpa y se saborea, que remarca la ausencia de distancia entre los intérpretes y los componentes del público. Se sirve para tal fin de unos diálogos sujetados por una precisa mecánica de creación. Textos de una época determinada, la actual, limpios de todo discurso moralizante e imprecaciones ideológicas. Visto así, ‘Un momento dulce. La felicidad’ cumple el objetivo, que no es otro que el de conectar emocionalmente con los asistentes, acercarles a esa cocina en la que se desarrolla una cena entre amigos. La radiografía de la felicidad vendrá después. No hay más material en el que hurgar.

La mayor baza de la que se vale ‘Un momento dulce. La felicidad’ es la complicidad que existe entre sus intérpretes. Se replican con naturalidad, escuchan, contestan y bromean con la comodidad que se siente al estar entre amistades. Fernández desarrolla una escritura muy técnica aligerada por el grado de improvisación manejado por el reparto, que colabora a incrementar la fluidez con la que se desarrolla el montaje. No es una obra redonda, ni mucho menos, aunque sí fresca y revitalizadora, lo único que se le podía pedir asumida la falta de una trama definida. Los nexos referenciales tipo ‘Blade Runner’, las cintas BETA o la discografía setentera apenas toman la altura requerida ante lo escasamente definidos que se muestran los personajes citados alrededor de una cena cocida a fuego lento. Sólo cuando Fernández se anima a teorizar sobre el sentido de la felicidad en una edad ya adulta, y lo hace en dos precisos soliloquios incrustrados entre la cena que opera de eje central de la representación, encaja las piezas y se justifica el sentido de lo representado. El resto es puro convencionalismo verbal que en ocasiones roza la línea de caer en lo que un personaje define como “un pastel” por culpa de su pretendido alejamiento de la realidad social circundante. Afortunadamente la obra sale airosa gracias a la naturalidad con la que se manejan los actores y al sugerente espacio expresivo moldeado desde la dirección. En ese lugar se mete el puñado de canciones que sale de la deliciosa voz de Beatriz Binotti, contrapunto a la acústica que dificultó notablemente la recepción del montaje en el Teatro Buero Vallejo. Nada que sorprenda, por otra parte.

La clave de este teatro en el que la acción se suprime pasa por asumir que se trata de una propuesta que, aunque efectiva, siempre será de corta distancia. No entrará por los ojos ni golpeará. No atará los cabos que queden sueltos ni atenderá a un desarrollo dramatúrgico sólido, ya que las chispas del conflicto interior que deben vivir los personajes están apagadas. Quedará como un agradable, amable y efímero pasaje nostálgico que vuelve a incidir en una fórmula ya explotada sobre los escenarios, que no es otra que la demostración de que los niños son los seres más felices, una inofensiva tesis ‘peterpaniana’ que dibuja círculos concéntricos sin rumbo fijo y que acaba revestida de un saludable hilo de optimismo. En los pequeños gestos y en aquellos detalles aparentemente intrascendentes reside la felicidad a la que finalmente se refiere el autor, se vivan a la edad que sea. Justo lo contrario de la tesis inicial de Houellebecq y a la vez un resumen perfecto en el que encajar lo ofrecido por este certero producto contemporáneo, un todo –cena, texto y mensaje- verdaderamente concéntrico sometido a los caprichos del siempre voluble concepto de felicidad.

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