lunes, 26 de mayo de 2008

'LA PAZ PERPETUA'. La filosofía del miedo

CRÍTICA DE TEATRO

'La paz perpetua'
Autor: Juan Mayorga
Dirección: José Luis Gómez
Escenario: Teatro María Guerrero (Madrid). 21 de mayo de 2008

Un alumno exigente, concienzudo, detallista y riguroso saboreará con placer ‘La paz perpetua’. Material del bueno, analítico, profundo y con los latidos acompasados a la realidad, el más adecuado para pegarle con el mayor de los gustos una buena dentellada. En cambio, una mente desordenada, contestataria y que se desconcentre fácilmente durante la explicación del maestro se adormecerá ante el machacón ritmo discursivo impuesto por la nueva clase magistral de Juan Mayorga. Si en ‘La tortuga de Darwin’ el dramaturgo madrileño tiraba de conocimientos históricos y los ponía al servicio de una pieza profundamente irónica, en esta ocasión su apuesta perruna gana en peso, fuerza y ambición al tratar desde un prisma filosófico y moral un tema tan intrincado como el del terrorismo y la legitimidad o no de los métodos puestos en práctica para obstaculizar su desarrollo. La aparición casi simultánea de ambos textos hace que reluzcan con mayor fuerza todas sus similitudes, constantes en el teatro ético de Mayorga, y las diferencias que los distancian, dada la envergadura del planteamiento de ‘La paz perpetua’, finalmente resuelto con pericia.

Mayorga es un autor extraordinario, entendiendo las dos acepciones más aplicables del adjetivo. Su formación como dramaturgo excluye incursiones en el terreno de la interpretación y la dirección. Ante todo, es un escritor que mira a la realidad. Su estilo abraza una concepción teórica que fluye desde los amplios conocimientos acumulados desde la vertiente académica. Une a esta peculiar forma de afrontar la escritura un compromiso social y ético ya inseparables, sellos característicos de cada uno de sus textos. Se vale del teatro para teorizar de forma amena, como haría un profesor experimentado todavía con la ilusión intacta, y para colar, en este caso sin esconderse, toda la metralla filosófica para modelar a su gusto su propia postura del tema abordado. ‘La paz perpetua’ potencia al máximo este estilo, que sale reforzado de la unión con José Luis Gómez, que ha puesto todo su ingenio para poner en escena un texto cuya lectura invitaba a lo contrario, a declinar una propuesta que se antojaba casi como irrealizable.

El resultado ha sido el esperado, visto desde el lado positivo, una fábula crítica, aleccionadora y con genuinos golpes de humor extraídos por los actores, destinada a quedarse mucho tiempo en la memoria de los asistentes. ‘La paz perpetua’ es de esas funciones que escasean en el panorama escénico contemporáneo. Mira a lo más alto, rebosa compromiso, un teatro que se enfrenta cara a cara con la sociedad, que deja espacio para la reflexión y que está provisto de un mensaje potente, muy en la línea de lo ya tratado en el teatro de un Mayorga definitivamente en estado de gracia. Sólo cuando las réplicas se alargan y chispea un tono excesivamente declamativo, la temida voz del autor, pierde fuerza. Mal menor ante una producción que vuelve a encarar uno de esos grandes problemas a los que se enfrenta la humanidad. Puede que demasiado ambiciosa y a veces lastrada por el autoconvencimiento, transmitido desde la dirección, de su implacable trascendencia, aunque no por ello resulte menos imprescindible.

De inicio, el modo de acercarse a un concepto tan tortuoso como el del terrorismo sorprende por el ingenio empleado. Mayorga recurre, como ya hiciera en el quelonio parlanchín de ‘La tortuga de Darwin’ y el gorila albino aficionado a la lectura agónica de Montaigne de ‘Últimas palabras de Copito de Nieve’, a la animalización del ser humano. Con una novedad remarcable. El proceso de construcción de roles de la ‘La paz perpetua’ se diferencia de anteriores animalizaciones en el dibujo, bien cimentada por el trabajo actoral, de una especie de híbridos entre humanos y perros. La opción seleccionada tiñe a la obra de un pesimismo moral imborrable, surgido de una lucha dialéctica que se da casi definitivamente por perdida si se confronta con la realidad. Odín, el rottweiler callejero, el papel más jugoso del trío de canes que compiten por pertenecer a una selecta empresa antiterrorista estatal, da con la clave. “Sólo con oler a una persona sé si me va a acariciar o me va a pegar”. Un humano no podría decir lo mismo.

Una escenografía carcelaria y desagradable se encarga de incrementar el grado de asfixia sobre los tres protagonistas, que deben ir pasando por una serie de pruebas que sacarán a relucir sus características, diferencias y contradicciones. Los papeles se advienen a unos estereotipos convenientemente ajustados. Odín (José Luis Alcobendas) es el más apetecible, la vida callejera le ha dotado de una inteligencia fuera de lo común. John-John (Julio Cortázar), cruce genético entre las razas caninas más poderosas, pone su fuerza bruta al servicio de un superior, como un ‘marine’estadounidense atiborrado de esteroides. Por último, el personaje ‘kantiano’ por excelencia, Emmanuel (Israel Elejalde), un pastor alemán profundamente teórico que habilita un discurso con constantes referencias al autor de ‘La paz perpetua’ y a otros filósofos como Hobbes y Pascal. La tensión entre ellos, híbridos perfectamente modelados en un ejercicio interpretativo irreprochable, se va graduando por una serie de pruebas, algunas de una simpleza extrema y por lo tanto mejorables, que servirá a sus guardianes, el viejo lobo Casius y un ‘Hombre’ que se desatará al final, para realizar la selección definitiva.

El último apunte escénico, un epílogo modificado respecto al libreto original por deseo de José Luis Gómez, apela a una triste resignación, la explosión definitiva pesimismo latente que impregna un montaje que pasa por encima de muchas realidades, algunas de máxima actualidad y otras ya archivadas en las hemerotecas de la memoria: Guantánamo y la tortura, Irak y la guerra preventiva, el GAL y el antiterrorismo, los neoconservadores estadounidenses… No se nombran, pero sobrevuelan el escenario como águilas a la caza de una presa. Un teatro vivísimo y pegado a la realidad, otra demostración del ilimitado muestrario de recursos de un dramaturgo que sigue sorprendiendo gratamente en cada una de sus nuevas creaciones. La razón, la simple supervivencia y el instinto puestos en fila y analizados en un alarde de inteligencia, filosofía hecha realidad, para demostrar que el miedo está globalizando un mundo en el que la inseguridad crece a pasos agigantados, aunque parezca lo contrario.

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