sábado, 31 de mayo de 2008

'KAMPILLO O EN EL CORAZÓN DE LAS PIEDRAS. Acto de justicia

CRÍTICA DE TEATRO

'Kampillo o en el corazón de las piedras'
Autor y dirección: José Ortega
Escenario: Teatro Lara (Madrid). 29 de mayo de 2008

Como si fuera un guiño burlón del destino, el desmantelamiento de la madrileña Sala Ítaca ha coincidido con el salto a la esfera comercial de ‘Kampillo o el corazón de las piedras'. Las siglas del dueño de la instalación y las del autor de la obra teatral son idénticas. Corresponden a José Ortega, responsable al alimón de una de las iniciativas culturales privadas más elogiables vista en los últimos tiempos y de un texto profundísimo llamado a traspasar las fronteras de las salas alternativas, como ha sucedido. La oleada de elogios recolectada por ‘Kampillo o el corazón de las piedras' viene a ser así una recompensa al mal trago de contemplar como se derrumba por cuestiones ajenas al ámbito estrictamente cultural un proyecto artístico apasionante, un poético salto al vacío de los que ya sólo se ven a cuentagotas.

En ‘Kampillo o el corazón de las piedras', José Ortega maneja con suma habilidad una serie de planteamientos de un tonelaje considerable. No es nada habitual toparse con un texto que mire de frente, de una manera casi visceral, temáticas tan desgastadas como las segundas oportunidades y otras casi intocables como el terrorismo vasco. Ortega las une y engrasa con mucho oficio en este artefacto escénico pulcro y claro resultante de la unión de dos textos.
El primero, escrito en 1993, deviene en un ejercicio teatral e interpretativo ejemplar. Alfonso Torregrosa se descubre como un individuo asocial, trasnochado batería de ideología difusa, estética punk y próximo al terrorismo radical etarra, pieza angular de una historia cuya tensión está bien dosificada por medidos golpes de humor que equilibran la laberíntica trama. El duelo que Antonio, rebautizado Kampillo sobre su propio apellido, sostiene con su hermano Rafael, inspector de Policía de vida arreglada, alcanza instantes de verdadera plenitud escénica en ese sutil prólogo. Esta primera parte tiene vida propia por sí misma y es prácticamente irreprochable. La incorporación de una segunda añadirá más aciertos y también algún defecto no percibido con anterioridad.

Esta continuación, creada más recientemente, avanza en el calendario, por lo que permite comprobar la evolución de los personajes. Abre así un nuevo debate: la (im)posibilidad de cerrar esas heridas que se niegan a cicatrizar. Recuerdos del pasado que no se olvidan, redenciones, segundas oportunidades no solicitadas y un romance a corazón abierto acaban ensanchando una escenografía humilde y hasta cierto punto agobiante, en certero contraste con las altas miras del autor. Ganan peso en esta parte los personajes secundarios, como el venerable cascarrabias ex legionario Bata, pozo de inteligentes réplicas nacidas de la experiencia del derrotado, en detrimento de aquellos cuya progresión dramática frena en seco. Es el caso del hermano policía, convertido en una sombra cuando podía haberse optimizado su nueva postura.

Ortega, con un lenguaje que alterna la crudeza de la calle con un lirismo intelectual, va cerrando con tranquilidad los asuntos que dejó pendientes en 1993. La cuestión del pasado terrorista del protagonista la zanja con una escena breve resuelta con solvencia, llena de autenticidad. Tira de poesía, al borde del exceso, para aclarar la pasión irrefrenable que late entre dos de los personajes y deja volar sin motor las tensiones familiares planteadas en el sector inicial. Entre medias respiran con dificultades un par de escenas que agarrotan el ritmo y en la que la fuerza de los intérpretes enmascara dos mensajes muy evidentes que salen casi a gritos de la conciencia del autor. Finalmente, el dramaturgo termina mirando con gratitud, puede que empañada de compasión, a esa jauría de perdedores hambrienta de amor, en mayúsculas, que habita ‘Kampillo o en el corazón de las piedras', unos roles definidos con una sinceridad abrumadora. Los principales responsables de la merecida repercusión obtenida por una función que de leve susurro ha pasado a agradable vozarrón. Un acto de justicia tan humilde como meritorio.

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