jueves, 8 de mayo de 2008

'KING RICHARD'. Fotogramas de un tirano

CRÍTICA DE TEATRO

‘King Richard’
Autor: William Shakespeare
Compañía: Higiénico Papel
Dirección y adaptación: Laura Iglesia
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 19 de abril de 2008.


Infinitas referencias vienen a la cabeza contemplando el ‘King Richard’ que ha facturado con llamativa soltura la compañía gijonesa Higiénico Papel. Significativo es que un grueso de esas observaciones estén relacionadas con el arte cinematográfico. Álex Rigola, capitán general del Teatre Lliure de Barcelona, ya halló un filón en el celuloide para parir un discutible Ricardo III, símbolo del que se sirvió para ir destapando las miserias de la sociedad contemporánea.

Higiénico Papel no ha ido tan lejos en su recreación. La apuesta por un desenfreno visual despojado de todo sentido metafórico es irrebatible. La lectura de este ‘King Richard’ sólo puede hacerse en un sentido. El único culpable de la maldad del Duque de Gloucester es su propia ambición, no vale excusarse en herencias genéticas, factores educativos o componentes sociológicos. El material puramente simbólico que se imponía en la citada versión de Rigola –no digamos ya en la excesiva ‘El año de Ricardo’ de Angélica Liddell- está en el caso de la obra que nos ocupa subordinado a las exigencias referenciales. Esos guiños de autor oscilan entre una tonalidad ‘disco’ de los 90 y otra lúdicamente cinematográfica en la que sobrevuela la estética desprejuiciada de Quentin Tarantino y la jerga del ‘psichokiller’ que pobló las pesadillas adolescentes de los cinéfilos ochenteros, subrayada por el uso de sierras mecánicas y de pistolas en lugar de espadas. Un Ricardo III confeccionado, en definitiva, como un traje medido para un prototipo de espectador determinado: joven que se ha desarrollado dentro de la sociedad del avance tecnológico. El purista, por el contrario, está condenado a sufrir.

Ricardo III conspira entre latas de Heineken. El heredero al trono bebe Cola Cao cada mañana. Las cabezas se envuelven en bolsas de Hipercor para ser utilizadas como balón ovalado con el que jugar al fútbol americano. Las coreografías se surten de ‘cheerleaders’ y una escena tan molesta como la del infanticidio está asistida genialmente por una nana somnífera de ese genio maldito que es Albert Pla. De fondo suena ese ‘techno’ que de vez en cuando lidera la lista de los 40. Hay guiños al hip-hop leídos en clave no demasiado amistosa y un puñado de canciones que pertenecen a la categoría de tarareables cuyo nombre se escapa a la fragilidad de la memoria. Un escaparate de referencias contemporáneas que van desfilando a paso ligero entre la anarquía que se desata sobre las tablas. Modificaciones sobre el original que simplemente se ciñen a la estética, puesto que la autora se ha despreocupado de buscar una lectura paralela en código de denuncia, algo tan habitual de ver en los escenarios que cuando no se contempla produce un sentimiento cercano a la orfandad ideológica. Así de poco amable se viste el teatro en esta irracional era. La superficialidad no exenta de riesgo flota así como una de las losas que afectan al desarrollo de ‘King Richard’. El Duque de Gloucester aparece como un villano excesivamente lineal, movido sólo por una ambición. No es tan tirano como sería deseable, porque lo que le guía no es más que la sed de sangre. ¿Dónde nace ese torrente de odio?

El resto de material sólo vale para elevar la nota final. ‘King Richard’ encadena con habilidad escenas que son como fotogramas cinematográficos en contraste con la eficaz iluminación. Pasan rápidas, bien hiladas por una dirección que sabe qué es lo que quiere. Marcha veloz sin atender a la profundidad del texto, probablemente el mayor defecto de la representación. Si el conjunto, por lo demás, es brillante, parte de responsabilidad es achacable a la notable labor de un reparto numeroso, trece actores capitaneados por un Alberto Rodríguez. Vive el protagonista con tanto énfasis un papel límite, que se apodera de él hasta el punto de que en ocasiones se excede en cuestiones de visceralidad. A veces no hace falta subir excesivamente los decibelios para transmitir un sentimiento relacionado con la falta de juicio. Las acciones ya dejan al descubierto esa parcela tiránica de su personalidad.

Tira esta adaptación del ‘Ricardo III’ de Shakespeare por el lado de la diversión. Fuera los mensajes, el baile de metáforas y la subversión salida de la ideología del creador. Un teatro, en resumen, poco frecuente, refrescante, directo, dinámico y al servicio de un estilo totalmente definido, pasado por el visor de una compañía que demuestra un excelente sentido del ritmo escénico –gran noticia- y, más importante, un buen tino a la hora de contemporaneizar un clásico cuyo espíritu adquiere cada día más sentido en estos tiempos oscuros. La leyenda de Ricardo III sigue más viva que nunca.

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