jueves, 8 de mayo de 2008

'HAMLET, POR PONER UN EJEMPLO'. Politicemos a Hamlet

CRÍTICA DE TEATRO

‘Hamlet, por poner un ejemplo’
Autor: Mariano Llorente
Compañía: Factoría Teatro
Dirección: Mariano Llorente
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 26 de abril de 2008.


Una creencia culturalmente extendida asigna a la comedia la categoría de género, si no menor, sí un peldaño por debajo del dramático. Ya salió el maestro Billy Wilder para rebatir esa idea. Defendía con énfasis el totémico autor de ‘El apartamento’ la valía de este tipo creaciones artísticas ofreciendo un argumento extraído de su propia experiencia. Perfilar un guión saturado de comicidad le costaba el doble de tiempo y, de regalo, mayor número de cefaleas, que sacar adelante otro que tratase un intenso drama. Nada de minusvalorarlas. El paso del tiempo le ha ido dando la razón. Cada vez cuesta más disfrutar de comedias en el sentido más clásico de la palabra. Humor que llega, nada más. Buen rollo, distensión, diálogos chispeantes, personajes bien definidos y un desarrollo nítido que se desliza suavemente entre dulces sonrisas hasta hacer cumbre.

Wilder apostaba por una comedia ligera, en las antípodas de la posición adoptada por Mariano Llorente, hombre de teatro menos habituado a tratar con el género. A falta de solomillo, un buen filetazo cocinado con un ojo puesto en la actualidad y otro, al borde del cierre, releyendo a Shakespeare. El ‘Hamlet, por poner un ejemplo’ que ha puesto en marcha Llorente desde Factoría Teatro tiene una intención clara. Rebosa un humor corrosivo trabado por diferentes motivos: la profusión de piruetas verbales que se despeñan por el vacío, la insistencia en subrayar una fuente de ideas comunes y un desarrollo confuso que termina por aplanar este irregular montaje. La obra chorrea ideología colorada por los cuatro costados. Corretea como un niño desorientado lejos de ser una reformulación contemporánea del clásico shakesperiano. El parentesco con el intrincado libreto del autor inglés se saborea exclusivamente en la onomástica y el vestuario, brillante. Una vez toma altura, la historia se descompone y se libera de toda atadura artística. Una desacralización en toda regla la que se produce a continuación. El príncipe Hamlet se espanzurra en un trono a la espera del encuentro con una Ofelia aficionada a la felación compulsiva y que se confiesa harta del ingenio de su padre literario. La reina Gertrudis se dedica a recordar a un abuelo republicano fusilado por los falangistas hasta que apuesta por recitar cara al público un largo listado de denuncias políticas y sociales relacionadas con temas de actualidad.

Todo marcha por una única vía. Viendo la trayectoria anterior de Mariano Llorente, complemento habitual de Laila Ripoll, se comprende. Utiliza el teatro como un trampolín para exponer su visión particular del mundo que le rodea. ‘Hamlet, por poner un ejemplo’ sigue al pie de la letra esa orientación. Tanto que hasta uno de los intérpretes, en un nuevo ejercicio metateatral escudado en el libertinaje expresivo permitido desde la dirección, pide disculpas a la platea por si alguien pudiera haberse sentido molesto con lo relatado. Con ironía, claro.

Hay soliloquios o monólogos a dúo lanzados a bocajarro. La memoria histórica vista desde el lado de los perdedores es uno de los pocos planteamientos que entran y se quedan. El emocionante discurso de Juan Gelman al recibir el Premio Cervantes retumba nuevamente en los oídos, por todo lo que comparte en común con lo expresado por Llorente. Es el que apela a la memoria histórica sólo un ejemplo más de los planteamientos unidireccionales que operan en esta comedia ubicada dentro del subgénero ‘político’, no valen los engaños. El autor ha politizado al máximo este ‘Hamlet, por poner un ejemplo’, estrategia que enmascara hábilmente detrás de una arquitectura escénica que exprime recursos propios del teatro del absurdo. Es decir, personajes que sólo se escuchan a ellos mismos, un desarrollo en el que todo vale y una trama sometida a las intenciones del dramaturgo, que encauza la dirección en el sentido que más le conviene.

El disparate verbal alcanza tanta ascendencia que subordina al resto de cuestiones que vertebran la obra. La labor del cuarteto de intérpretes es correcta, sin más. Este tipo de teatro entra por el oído, a veces tan rápido como la velocidad a la que huye. Terreno poco propicio para el lucimiento del reparto, sometido a unos textos enunciativos en los momentos de mayor intensidad. En el otro lado no se debe menospreciar la originalidad de la propuesta, algo muy apreciable, y algún apunte realmente mordaz. Incisivo se manifiesta el baile con el que Gertrudis y Claudio obsequian al respetable mientras lanzan una parrafada en la que se cuelan, por fin con algo de humor, irónica puyas referentes al estatismo de la gestión cultural en el país o ciertos males –no tópicos- comunes desestabilizadores. El resto es un artículo de opinión sobre política del siglo XXI metido dentro de una batidora de humor tan picante como escorado. Un ejemplo más de teatro columnista tapado por un mecanismo cómico con punto de partida en Shakespeare.

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