lunes, 21 de abril de 2008

'CYRANO DE BERGERAC'. Poeta clónico

CRÍTICA DE TEATRO

'Cyrano de Bergerac'
Autor: Edmond Rostand
Producción: Concha Busto Producciones
Dirección: John Strasberg
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 17 de abril de 2008.

El ‘Cyrano’ funciona. Pasan los años, las adaptaciones, los directores y los actores y ahí resiste, alejado de modas y pegado a un verso ligero, el flemático caballero de la nariz hiperbólica. Un personaje, ya sabido, que da el perfil idóneo para incrustarse en el salón de la fama de la literatura universal. Válido para que el autor diera a conocer la -triste- visión que tenía de la Francia palaciega del siglo XVII y, ya en el terreno introspectivo, poner al descubierto con profundísima perspicacia una personalidad extrema, probablemente más compleja que la del lunático hidalgo manchego. Deja más detalles, como el triunfo final de la palabra sobre la estética, pero ya no son más que agradecidas perspectivas utópicas que conservan cierto grado de anacronismo. La zozobra ética de la sociedad de principios de milenio así lo ha deseado.

La versión que saca adelante con soltura la productora de Concha Busto se ciñe a un esquematismo conceptual que desecha la acción para revalorizar la arquitectura preciosista del texto. Poco nuevo aporta esta relectura que cuenta con una escenografía tan sencilla como vistosa. El director norteamericano John Strasberg ha ido a lo fácil. Escuadra y cartabón para dibujar una adaptación limpia y efusiva. Apenas ha tirado de bisturí para cortar pasajes intrascendentes, por lo que el desarrollo se compone de una sucesión algo monocorde de escenas que pasan, se quedan y se marchan a la espera del estallido de emociones. Los propósitos renovadores que se anhelan cada vez que una compañía se decide por el ‘Cyrano’ brillan por su ausencia. Estamos, entonces, ante una obra tratada para el público y que marcha acorde a los planteamientos con los que fue escrita en el siglo XIX, despojada, lo más lacerante, del poso trágico que rodea a Cyrano en virtud de un tono deliberadamente más superficial y cómodo de asimilar. Todo está lo suficientemente anunciado y remachado para no provocar ninguna sorpresa innecesaria, por lo que las expectativas de ver algo diferente a lo habitual se desvanecen ya de inicio. Otro clon del poeta, aparatoso en las formas y fotocopiado en cuanto el estilo.

Realmente, el grado de calidad de un ‘Cyrano’, el paso al frente, la distinción, lo marca en gran medida la elección del protagonista. Cuando Gerard Depardieu abordó el personaje a principios de los 90 en la fastuosa adaptación al celuloide, su alicaída carrera pegó un subidón. Lo afrontó a la edad perfecta, a falta de arrugas irreparables y cuando su físico no era todavía una balsa de michelines adictos a la buena vida. Algo parecido le sucede a José Pedro Carrión. Es un acto de justicia poética que este actor, menudo de tamaño y enorme en registros, agrandara la napia, desenvainara la espada y sufriera lo indecible al experimentar los placeres del desamor. Carrión trabaja con minuciosidad y entusiasmo al personaje. Le falta ese plus de sufrimiento que se precisa al trabajar en una obra que se maneja en las parcelas de lo afectado. Es complicado sustraerse a la impresión de que, en esta elección, se produce una merma considerable del espíritu del original. No parece un problema interpretativo sino más bien procedente de la dirección. Bascula Carrión hasta enhebrar un Cyrano cínico, demasiado pasivo, ajeno a lo que se cuece entre Cristián y Rosana, y perdido en una batalla interior de la que no llegan noticias.

El verso dócil y manejable que exhibe el texto está aceptablemente recitado en líneas generales. Suena especialmente preciso en boca de Carrión y Begoña Maestre, que ha suplido con soltura a la habitual en el papel, Lucía Quintana. Modela a mano una Rosana oscurecida entre el protagonismo adquirido en esta adaptación por el rol de Cyrano. Anda ensombrecida, casi tanto como Cristián, en esta ocasión un tallo de cadete que se ve incapaz de hacer crecer la relación que mantiene con el proveedor de su amor. Otra debilidad que acecha, la superficialidad de los secundarios. Dato a añadir a una realidad que se asume casi como incontestable: por lo expuesto, esta versión no puede presumir de haber descubierto en toda su intensidad los poderes del magnífico texto de Edmond Rostand.

A este ‘Cyrano’ le queda, eso sí, el orgullo intrínseco del protagonista, puesto encima de la vida y la muerte, y los excelentes momentos cumbre que brinda José Pedro Carrión. Como las estrellas, parece envalentonarse en esas escenas que ya forman parte de la memoria colectiva del teatrero. La chispa, por fin, salta en la declaración que hace a Rosana a escondidas, un pasaje bien resuelto valiéndose de las tres dimensiones del arte escénico. A la vez, el febril soliloquio con el que se autocalifica en la academia de gascones (“volar no muy alto, pero solo”) y el final, ejecutado con admirable serenidad, figuran en la lista de material más que rescatable. Carrión pasa de puntillas amparado por su talento hasta llegar a esos instantes, en los que destapa la esencia del original. Chispazos de un genio sobre las tablas.

Desmadejado el conflicto, probado el nivel de José Pedro Carrión y limadas esas asperezas que pueden desgastar el olfato de los especialistas, queda el regusto dulzón de una representación definitivamente imperecedera. Una contradicción para el propio Rostand, que calificó con gran ingenio al Cyrano como “el apuntador al que todos olvidan”. Al contrario, no pierde comba a nivel y número de puestas en escena ni siquiera en unos tiempos que menosprecian el código de honor impuesto por sus propias contradicciones. A decir, lealtad, dignidad y honestidad. Principios, en definitiva. Todo un personaje del pasado.

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