domingo, 16 de marzo de 2008

'LA TORTUGA DE DARWIN'. Quelonio 'cum laude'

CRÍTICA DE TEATRO

'La tortuga de Darwin'
Autor: Juan Mayorga
Dirección: Ernesto Caballero
Producción: Teatro El Cruce y Teatro de La Abadía
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 14 de marzo de 2008

Juan Mayorga es un autor teatral que atesora ese don que se llama pegada. Sus textos aspiran a derrotar al contrincante, la mentalidad del asistente, por agotamiento. Lanza al aire un glosado surtido de reflexiones inteligentemente estructuradas y clava el aguijonazo en el instante preciso. Mayorga escruta la realidad desde arriba, como el vigilante solitario que trabaja en un faro asolado por la neblina oceánica. Un hábil cirujano capaz de desentrañar los males que corroen las entrañas de la sociedad contemporánea, labor que perfila desde dos puntos de vista complementarios. Le avalan sus conocimientos tanto en Historia como en Filosofía para emprender peripecias discursivas como la que afronta con ‘La tortuga de Darwin'. Ha recurrido al archivo histórico del siglo XX para tejer una fábula crítica y profundamente amarga que examina la presunta evolución del ser humano. Como en sus últimas incursiones, tarea en la que ha puesto un empeño ardoroso, habilita un espacio para la reflexión, al que ha añadido en esta ocasión una ironía mordaz y un humor a veces más que sutil. Ambas apuestas son de agradecer. Aligeran el tonelaje de las largas parrafadas que pueblan la representación, tan típicas del teatro académico, lúcido y versado que practica el madrileño.

Ya se ha comprobado, vista ‘La tortuga de Darwin', que Mayorga animaliza los ejes conductores de sus libretos (‘Últimas palabras de Copito de Nieve' y la inminente y esperada ‘La paz perpetua') para ofrecer desde un punto de vista externo una radiografía del ser humano contemporáneo. La mirada resultante de este proceso es eficaz, mérito de un método de trabajo ya plenamente consolidado, y, en un plano externo, triste y demoledora. Nadie mejor que los animales, dictamina Mayorga, para enjuiciar al hombre, con el que comparten hogar desde hace millones de años. "He visto dos tipos de hombres: los que se comportan como bestias y los que son tratados como bestias". La que sentencia, observa, se comunica e interactúa con los seres humanos en la obra que nos ocupa para llegar a semejantes conclusiones es un quelonio parlanchín, el publicitado como ser vivo más longevo del planeta.

Al matusalénico animal, Harriet Robinson para más señas, lo rescató Charles Darwin en su archiconocida travesía con parada en las Islas Galápagos. Tras dos siglos con el caparazón a cuestas, Harriet ha decidido regresar a casa. Debe pactar para ello con un historiador. A cambio de un billete de vuelta a sus añorados islotes le revelará lo que ha vivido en cuerpo presente. Mayorga se vale de ese original punto de partida para resumir en menos de dos horas los pasajes más determinantes de la historia del siglo XX.

Por la mirada de Harriet desfilan los acontecimientos que marcaron una época crucial en el devenir de la humanidad. No hay espacio para la esperanza, se lee en cada uno de los fotogramas revelados por la protagonista en sus extensas parrafadas. Harriet se desesperanzó con la Revolución Bolchevique, sufrió la otra cara de la Revolución Industrial, acudió a un mitin del "payaso" (Hitler), conoció el horror (Auschwitz), vivió en el gueto de Varsovia, asistió al bombardeo de Guernica, perdió un hijo y lloró a los pies del Muro de Berlín. Después de 1989, "nada". Un proceso de involución hasta llegar "al hombre-bomba". La pérdida absoluta en la buena fe del ser humano. Mejor sobrevivir entre los suyos. Un retrato descarnado, a pesar de lo cual Mayorga se las ingenia, además de para evitar caer en lugares comunes, para que el humor aflore, lo que alivia el vendaval de datos que salen de los densos monólogos de la tortuga.

La desolación, rasgo primordial que identifica al texto, no se escucha sólo en boca de Harriet Robinson. Los tres personajes que rodean a la tortuga bicentenaria son arquetipos del cinismo humano, al límite de pisar el territorio habitado por el cliché desestabilizador de la credibilidad: un historiador que ha puesto su vida al servicio de su profesión, un doctor que ve en la tortuga la posibilidad de pasar a la posteridad mediante la fórmula de la longevidad y, por último, la esposa del primero, una mujer frustrada que ansía utilizar al quelonio humanizado en un espectáculo de feria. El enfrentamiento entre historia y ciencia despunta en un par de escenas, pero queda por debajo del brutal choque entre la dialéctica mamífera que apunta soterradamente a la involución del ser humano y la -pérfida- actitud de los personajes que rodean al objeto de estudio.

Estamos, verdaderamente, ante una joya de la dramaturgia española contemporánea. Una lección de teatro estimulante y comprometido que no rehuye el cuerpo a cuerpo con la vocación de llenar plateas. Es oportuno, en ese sentido, la elección de Carmen Machi para caracterizar a la protagonista. Pero lo es más todavía vistos los resultados. Si ‘La tortuga de Darwin' toca cumbres de excelencia se lo debe en gran medida a la caracterización de Machi. Aída y otros personajes de perfil similar, simplemente, desaparecen y se olvidan desde el inicio, No es nada sencillo que una actriz se separe de un rol como el anterior, distinguido socialmente. Machi construye una tortuga que se hace querer, irónica, testaruda y tan dormilona como activa. Incorpora un repertorio de gestos y tics, como ese movimiento insistente de cabeza, que le dan viveza y la hacen única. Lo mejor que se puede decir de su trabajo, y sobrarían el resto de piropos, es que ha asimilado el papel como si realmente fuera una tortuga. Empequeñece Machi, mal que le pese, la labor del resto del reparto. La diferencia es ostensible en el caso del duelo dialéctico que libra con Vicente Díez, que arrastra durante la función molestos problemas de vocalización. El médico de cómic con el que lidia Juan Carlos Talavera se acerca premeditadamente -en exceso- a la parodia, regalando los momentos de mayor distensión sobre el escenario. Peor suerte la de Susana Hernández, a la que se ha adjudicado el papel que queda más desdibujado. Todo apunta a que se le podía haber extraído más rentabilidad. El cuarteto engrasa y unifica una fábula que pedía y necesitaba un anclaje para no quedarse en una aleccionadora conferencia magistral de Historia. Bien por el espectador.

Aciertos atribuibles a Ernesto Caballero son la suave y eficaz transición entre pasajes históricos, lo bien dosificado que está el ritmo y el resultado que depara el ingenioso giro final, que resume a la perfección el espíritu general que pretendía imprimir el autor. El único riesgo que puede padecer ‘La tortuga de Darwin', enésima maravilla que factura Mayorga, es que el poso de un texto tan medido, preciso, con tantos matices y del que conviene no perder detalle quede difuminado y tapado por la deslumbrante interpretación de Carmen Machi. Hasta esta quisquillosa acotación subraya lo positivo. Una obra que se acomodará mucho tiempo en la retina de los asistentes, como ya sucediera con ‘Hamelin'.

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