martes, 11 de marzo de 2008

NBA (I). EL BOCAZAS APRIETA LOS LABIOS

COLUMNA NBA (I) Perfil de Rasheed Wallace

EL BOCAZAS APRIETA LOS LABIOS

Pulverizó la plusmarca de técnicas en una temporada, elevando el listón a una altura infranqueable, sólo al alcance de malhumorados protestones de postín como Kobe Bryant. La policía le pilló escondiendo marihuana en el portamaletas del ‘buga’ que conducía por una carretera secundaria de Oregon. Escandalizó con unas irreflexivas declaraciones en las que descalificaba al organigrama de la NBA, la misma asociación que le permitía cobrar 17 millones de dólares por temporada. Rasheed Wallace (Philadelphia, 1975) iba coleccionando las papeletas necesarias para engordar el listado de ídolos caídos por asuntos ajenos al parquet. El ala-pívot nunca quiso ser uno más dentro del gallinero. Verdaderamente, no lo era. Había algo que lo distinguía de la clase media-alta de la NBA, etiqueta que le habían adjudicado dentro de la liga. Un repertorio de muecas y gestos llevados al límite, un andar genuino de los bajos fondos, una técnica de tiro impecable en su elegancia y hasta un característico estilo en el vestir le diferenciaban del resto. Puro aroma ochentero en pleno siglo XXI, faceta confirmada por el negocio con la aparición de una línea de calzado deportivo apadrinada por ‘Sheed’. Zapatillas blancas de bota alta diseñadas para estar complementadas con medias que cubren la mitad de la tibia.
Todo contradicción, Wallace salió por la puerta de atrás de los denominados con tono despectivo ‘JailBlazers’. A tiempo para no acabar como compañeros de correrías como Isaiah Rider, directo al listado de talentos tan inestables como incomprendidos. El nombre del desdichado Eddie Griffin, otro que bordeaba el filo del abismo, sale solo. Al contrario que este último, la fortuna se alió con Wallace. Le regaló una última oportunidad llamada Detroit. La capital del automóvil añoraba los tiempos de los Bad Boys. La impoluta silueta de Grant Hill había reformado la imagen del equipo, un esfuerzo baldío vistos los tristes resultados deportivos. Wallace aterrizó en mitad de temporada y añadió al colectivo lo necesario para que sus prestaciones ascendieran un peldaño. La conexión fue instantánea. Química, buen rollo y competitividad, factores psicológicos traducibles en la cancha en una defensa al límite de lo legal y en un amplio abanico de opciones en ataque facilitadas por su polivalencia. Ya no quería ser una estrella, cómodo al abrigo de los músculos de Ben Wallace y la sangre fría de Richard Hamilton y Chauncey Billups. Hasta se le veía menos irritado. La afición le tomó cariño. El bocazas apretó los labios y los arqueó, una imagen inédita en su época en Portland. Una sonrisa. Como la de los millones de espectadores planetarios al verle lanzar triples con las dos muñecas, izquierda y derecha, en el último All Star de New Orleans. Un jugador único, hasta el final. El chico malo de la liga participando en la gran fiesta de la NBA. Quién hubiera apostado por ello cuando vestía de negro y figuraba en la lista de jugadores con peor prensa del campeonato.

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