martes, 4 de marzo de 2008

'LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ'. Chanza a la antigua

CRÍTICA DE TEATRO

'La señorita de Trevélez'
Autor: Carlos Arniches
Dirección: Mariano de Paco
Escenario: Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares). 2 de marzo de 2007

Mal pinta un texto que apunta profundidad cuando se introduce un pie en sus aguas y se toca fondo sin que el líquido azul roce ni siquiera las rodillas. Carlos Arniches enmascaró bajo una apariencia formal atiborrada de piruetas lingüísticas y actitudes rozando la caricatura un dramón en el que se manipulaba aquello que debería ser intocable, los sentimientos más profundos de un ser humano tocado por el don de la ingenuidad. Ese arte tan genuinamente hispano de menospreciar al diferente y ridiculizar, preferiblemente por la espalda, al que se presume débil, acaricia una de sus cumbres dramatúrgicas con ‘La señorita de Trevélez’ que escribió el alicantino especializado en sainetes y piezas costumbristas cuando vivía en esa España gris, funcionarial y atascada de principios de siglo XX.

Conviven en dicho texto dos líneas que tienden a confluir en una única. Una responde a los mecanismos de actuación de la comicidad, labrada y ejecutada alrededor del plan montado por unos jóvenes burgueses para satirizar a una de esa damas que han superado la cincuentena y siguen instaladas en la soltería, con complementos como la fealdad y el estar sobrada de carnes, uno de los pocos anacronismos que perviven con la mudanza de siglo. La segunda línea va conquistando el terreno palmo a palmo hasta difuminar la vía humorística. Así se apodera del epílogo y deja -intenta- que se congele el buen rollo que se había plantado con anterioridad entre los asistentes. Al menos tal era la intención. El problema llega cuando una solapa a la otra con el notorio afán de conquistar a la platea. Tanto es así, que cuando se desemboca en la resolución ya será imposible recuperar la tensión propia del drama que anunciaba Arniches, algo que ocurre en esta adaptación.

Hay aparentemente un error de concepción en ‘La señorita de Trevélez’ que ha articulado el joven dramaturgo Mariano de Paco, que ya había demostrado magníficas hechuras en la dirección con piezas como ‘Danny y Roberta’, la reciente –y necesaria- ‘11 Miradas’ o la malograda reposición de ‘En la ardiente oscuridad’ de Antonio Buero Vallejo, cuya fortuna se perdió en la maraña del papeleo político. No son atribuibles los desatinos a elementos relacionados con la producción, puesto que ni la escenografía, iluminación o vestuario se salen de la línea de discreción marcada, nada que sorprenda, arriesgue o innove. El fallo se vislumbra desde otra perspectiva. El énfasis en subrayar lo cómico de una broma supuestamente sin gracia lo firma un reparto que lejos de la unión, se divide en dos grupos. Unos parecen haber entendido de una manera la complejidad del libreto y otros de la forma opuesta. Hay un empeño palpable en la interpretación guiñolesca de Numeriano Galán (Luis Fernando Alves), sirva como máximo ejemplo de lo negativo, en escuchar el estímulo procedente de la cuarta pared, como evidencian esos diálogos y miradas continuas fuera del plano escénico. Fuerza la situación hasta el extremo, dando lugar a escenas caricaturescas que restan potencial a lo contado. Mismo camino sigue en un inicio Gonzalo de Trevélez, atribulado defensor de la inocencia de su hermana, que recupera el tino en un desenlace bien ejecutado, aunque ya el clímax deseable se haya extraviado en un laberinto de inesperados gags populistas.

En el lado opuesto se sitúa en un meritorio ejercicio de contención Ana Marzoa, que lidia con temple con el rol de ingenua agraviada. Deja respirar a su personaje, hace que sean los diálogos y no la expresividad corporal o los guiños innecesarios los que lo transporten al sitio que le corresponde. Les cede los galones para que definan un estado de ánimo. Un ejemplo que no se prolonga, con alguna excepción, y que ubica a la representación en un comodón limbo. Pierde así parte de la eficacia que se le presupone. El espíritu que sobrevuela la trama se ve mancillado por las licencias que se toman y consienten en esa dirección, gustosamente recibidas por parte del asistente. Las réplicas agudas que rellenan el texto de Arniches se disipan –algunas resisten, véase esa sangre coagulada- entre la nebulosa de una broma que, desde luego, no es tan desternillante. Cuando la situación da una voltereta y se tensa, ‘La señorita de Trevélez’ gana enteros. Ocurre justo en el instante en que las interpretaciones principales -los secundarios apenas están dibujados- pasan a otro plano en detrimento de la densidad argumental, con esa segunda línea de guión marcando distancias. Hasta entonces, una notoria decepción esta adaptación de una obra clave del teatro español del siglo XX.

Hay apuntes brillantes que revelan, no obstante, un cuidado especial en el tratamiento de determinadas escenas. Quizá la más llamativa sea la del descubrimiento del dispositivo de chanza activado por los componentes del Guasa Club, un ágil y fluido duelo entre el pintoresco Picavea (Balbino Lacosta) y un Gonzalo de Trevélez (Tomás Gayo, productor de la obra) al que si bien le faltan los años que pide el personaje (un ridículo cincuentón disfrazado de veinteañero) sube enteros y credibilidad en la parte final.

Ya en esa última recta luce como moralizante columna de opinión de última página de periódico el discurso del autor, que puesto en boca del discreto don Marcelino (Pedro Miguel Martínez) sólo demuestra que casi siempre con las buenas intenciones no basta. Las posiciones de poder, y es indiferente la cuenta de libros leídos, son fuente de la que brotan relaciones desiguales, las propicias para levantar bulos como el que sostiene ‘La señorita de Trevélez’. Si sólo se tratase de poseer cultura, el mundo sería diferente, una utopía. Lo dijo Arniches y lo firmaría cualquiera con algo de sentido común en esta sociedad colmada de ambición en la que toca convivir. Pero los tiempos andan lejos de ese cambio que pronosticaba en aquel 1916 el dramaturgo alicantino. Ahí está el inefable Informe Pisa, entre otros, para atestiguarlo sociológicamente.

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