miércoles, 20 de febrero de 2008

'NO ES PAÍS PARA VIEJOS'. Crueldad a seis manos (****)

CRÍTICA DE CINE

'No es país para viejos' (Joel y Ethan Coen. Estados Unidos, 2008)


Las formas de plasmar en pantalla una obra literaria se bifurcan en dos direcciones, con incontables carreteras secundarias que se asoman como pequeñas arterias indispensables para el correcto funcionamiento de un sistema circulatorio. Básicamente, la división se produce entre aquellas producciones fieles al original en tinta y esas otras en las que el guionista de turno voltea la historia prestada hasta llevarla al terreno que se adapta a sus condiciones. La novela aprehendida para la ocasión de Cormac McCarthy, narrador de la desolación que se maneja con total soltura por atmósferas irrespirables y colmadas de violencia latente y realidad insatisfactoria, se ofrece como ejemplo adecuado al primero de los casos. El esqueleto narrativo articulado por el estadounidense en ‘No country for old men’ es tan adusto y económico en el gasto de descripciones y diálogos que no se cubre más allá de la armadura que expone lo escrito. Tiene tan claro qué quiere contar y cómo desarrollarlo que le sobran los típicos trucos de prestidigitador literario que tan sabiamente prodigan algunos escritores que pasan por pertenecer a la clase alta de la pirámide de ventas.

La unión entre la aspereza trascendental de McCarthy y el olfato fino de los Coen, Joel y Ethan, era cuestión de tiempo, una necesidad de la que ambos iban a salir ganando. Especialmente el dueto de cineastas, a los que se veía con ganas de hincarle el diente a una propuesta con los salientes de ‘No es país para viejos’. Las armas narrativas ya estaban en su poder. Los hermanísimos son un género en sí mismos, dueños de un abanico de estilos juguetones, gente de cine capaz de reinventarse en cada producción. Los últimos coqueteos con las exigencias del público mayoritario –las alimenticias ‘Crueldad intolerable’ y ‘Ladykillers’- ya marchan directas al sótano por mediación de la conexión ‘coeniana’ con la docta literatura del ermitaño McCarthy. Si además está Javier Bardem fabricando con mimo uno de los personajes más siniestros que se han visto últimamente en el celuloide internacional, el mal en estado puro, nos hallamos sin duda ante la recuperación de esos Coen que encandilaran con trabajos como ‘Sangre fácil’ o la magistral ‘Fargo’.

La operación de traslado al celuloide de un material tan alegórico como el de McCarthy ha estado fundamentada en un principio. Las acciones y no los discursos se encargan de describir a los personajes. Las motivaciones que guían sus conductas se presuponen, no se permite gastar minutos en explicaciones que aligeren la faena al espectador. La única excepción resiste en el papel del sheriff Bell, un eficaz, arrugado y derrotado Tommy Lee Jones. A este hombre de ley arrollado por la rapidez con la que transita el calendario se le ha responsabilizado por entero de la parte filosófica. Suyos son los únicos monólogos en clave de fábula onírica que se escuchan en el filme, poesía crepuscular con falta de fuelle en un determinado tramo y que se significa como el fin de una época (estamos en 1980) y el inicio de otra que la relevará sin ofrecer síntomas de mejoría.

La inmovilidad del rol del sheriff se contrapone por completo al movimiento insistente de los otros dos vértices del triángulo que sujeta el relato. El encuentro fortuito de un soldador aficionado a la caza y desconectado de todo atisbo de grandeza con un maletín atiborrado de dólares desencadena los acontecimientos. La mecha se enciende, entonces, ante la típica situación de hombre introducido en una realidad que no es la suya. A la caza se lanzan como perros de presa faltos de calorías una serie de personajes desde diferentes frentes. Ahí es cuando pide paso Anton Chirguh, la diabólica e injustificada –bien por ello- encarnación del mal que mecaniza con extrema precisión Javier Bardem. Todo elogio se queda corto ante su actuación. La intensidad sube grados de temperatura cuando su rostro ocupa la pantalla o simplemente cuando se palpa su presencia, como en esa magistral escena nocturna en un motel en la que se escuchan unas pisadas en un anticipo de la orgía de sangre que se avecina. Tiene la virtud de hacer creíble hasta la náusea a un ser demoníaco al que sólo mueven unos principios inalterables diseñados por él mismo. Un trabajo de contención absoluta que va ganando espacio hasta superar el guardado a los supuestos roles principales. Un antihéroe fantasmagórico que ni ofrece ni solicita explicaciones. El miedo en estado puro. Lo mejor, a nivel global y de largo, de la película.

Una primera parte primorosa y resuelta con una pericia técnica magistral enlaza con una segunda, la sometida a un macabro juego persecutorio que no admite tregua, que desemboca, ahí radica el mayor déficit del filme, en una resolución algo apresurada y que deja sueltos interrogantes a los que ya no habrá manera de echar el lazo. Otro rasgo de ese estilo intransferible de los Coen, sujeto a vaivenes emocionales y de un perfil indiscutiblemente irregular, que en un momento te proporciona segundos al límite como te lleva a la calma más absoluta. Dos polos por los que pasa con frecuencia ‘No es país para viejos’ y que de refilón cuestionan asuntos como el imperdonable avance del tiempo y los costes de la avaricia. Por encima de este listado de discursos subterráneos que fluyen por esta brillante adaptación respira el atractivo central, el enfrentamiento a muerte entre el despiadado Chigurh y el hombre corriente en un entorno social que desconoce, Moss (Josh Brolin).

Los Coen desatan ahí la fiereza que llevaban acumulando desde hace años, apagando los brotes de ironía, humor paródico y personajes caricaturescos tan frecuentes en sus últimas producciones. La violencia se apodera de la historia y la estruja sin escatimar detalles de dudoso tacto. Reflota un relato que anda a tirones y que se desploma en el desenlace, cuando relucen la definitivamente inservible poesía de la nostalgia del sheriff y otras cuestiones secundarias como la conexión del tráfico ilegal de sustancias prohibidas con el paso de la frontera. A fin de cuentas, el simple retrato de la violencia en una Norteamérica fantasmagórica y de ambigua moral ya valía para contentar a los seguidores, legión, de un McCarthy que, fiel a su personalidad, apenas se pasó por el set de rodaje. Sabía que había dejado en buenas manos, cuatro más las dos omniscientes si se suman las del ganador del Premio Pulitzer, la segunda adaptación de una de sus novelas tras la tristemente fallida ‘Todos los cabellos bellos’ (Billy Bob Thornton, 2000). Otra cosa será la futura recreación en la gran pantalla de su obra cumbre, la apocalíptica ‘La carretera’. Aquí no todo se limitará al escrupuloso relato de los hechos literaturizados como pasa en ‘No es país para viejos’.

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