lunes, 18 de febrero de 2008

'JOHN RAMBO'. Violencia en vena (***)

CRÍTICA DE CINE

'John Rambo' (Sylvester Stallone. Estados Unidos, 2008)

El digno epílogo autorreferencial relatado en tono crepuscular y salpicado de goterones de filosofía de suburbio del boxeador Rocky Balboa sirvió, entre otros asuntos, para incrementar la expectación acerca de la despedida definitiva de John Rambo. Queda demostrado una vez expuestas las conclusiones de dos sagas con menos paralelismos de los que aparentan que el mercenario ha sido el hijo rebelde del metabolizado Sly. El cariño paternal lo reservaba para el púgil, la creación que más alegrías le ha brindado. Rambo, como todo vástago respondón y con dificultades de adaptación, le ha causado mayores disgustos.

La evolución del personaje ha ido dando tumbos, como la propia política exterior norteamericana de las últimas tres décadas, de la que ha sido un buen espejo. Al poético arranque de ‘Acorralado', logrado retrato sobre el desarraigo postbélico en el que Stallone se manejó con sobrada soltura en el guión, le siguió una incursión a destiempo en Vietnam y un viaje a la arcaica Afganistán. En el último país trabó amistad con unos señores con turbante y barba que andaban enfrascados en una pugna territorial con los rusos. Irritante, indiferente el prisma desde el que fuera observada. Una clara curva en descenso que culminó en ese panfleto anticomunista abyecto si se contempla en perspectiva y que sólo podía levantarse, por mucho que resultara inevitable teñir de rojo otra jungla asiática, tirando de mito caído con un sentimiento de culpa irreparable y sobrepasado por las circunstancias. Las notabilísimas diferencias de ‘John Rambo' con las dos piezas que le anteceden se manejan en esa línea. Los años han anestesiado el espíritu discursivo nacionalista del cineasta norteamericano. Un antihéroe en horas bajas, un poeta que escribe con sangre.

Toda la letanía nostálgica que derramaba la sexta entrega de Rocky Balboa se diluye en medio de la orgía de violencia que refleja cada fotograma de ‘John Rambo'. El guión es lo de menos, algo que no debe llamar la atención. De hecho, apenas goza de relevancia fuera de unos párrafos introducidos en un flashback que resumen la personalidad del protagonista. El que porta en los genes la violencia está condenado a arrastrarla de por vida, reivindica el guerrero en pleno ocaso. Stallone entona en la cuarta entrega de la saga un cántico lineal al héroe derrotado por una cuestión de naturaleza racional, al ídolo ya no caído, sino pasado de vueltas, con la mente perdida para la eternidad en algún paraje del pasado. Un Rambo taciturno de interior demonizado que sólo despierta cuando se encariña con una rubia misionera.

No hay que buscar más lecturas para comprender este nuevo viaje al horror. Stallone elude, hubiese sido lo sencillo, la correción política. El discurso que mantiene, filmado a la antigua usanza, no admite acotaciones ni segundas lecturas, una radical diferencia con respecto a la segunda y tercera entrega del serial. Hay cabezas arrancadas, miembros amputados saltando por los aires, niños asesinados a quemarropa, trampas bobas con un potencial que se asemeja al de una bomba química y un par de cerdos devorando a un norteamericano todavía vivo. Contundencia, virilidad y resentimiento contra la naturaleza humana, un triángulo que se explota con ardor. No hay más. La trama la sitúa en Birmania, uno de los puntales planetarios en los el terror está institucionalizado. No el único, si uno de los más olvidados. La única contextualización de la actualidad sale de la voz en off de un par de informativos. Muy diferente suena la que conduce al viejo soldado, pañuelo de usar y tirar ya sea por una bandera o por una misión de carácter humanitario, a un nuevo exorcismo que le enfrenta a su verdadera identidad. "No mataste por tu país. Mataste por ti".

Despiadada, adrenalítica y rayando el ‘gore', la película, que podría ser contemplada como un videojuego de máquina recreativa provisto de gran catarsis final, se dirige rauda hacia la última masacre pasando por alto menciones a la falsa buena fe de la sociedad. Rambo no cree en nada más allá de su propia capacidad destructiva. La justicia la imparten las armas, conclusión en la lectura más radical.

En lo alto de una colina desde donde se observan los resultados de ese carnaval del horror, el protagonista corrobora que nada ha cambiado desde aquellas correrías por los bosques estadounidenses (‘Acorralado', 1980). La violencia ya ocupa un lugar primordial dentro del código genético de la naturaleza humana. No sólo del suyo, que eso ya sabe que le perseguirá para siempre. En el fondo, por mucho bótox que emponzoñe su caracterización, nada ha cambiado para el mercenario sesentón. Rambo ya descansa en el hogar. Un icono ochentero menos. No obstante, aviso para incondicionales. Que no sorprenda la posibilidad de una quinta entrega. Las venas del luchador no dejarán de bombear violencia allá donde pare.

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