lunes, 18 de febrero de 2008

'LOS CRÍMENES DE OXFORD'. Matemáticas al cuadrado (**)

CRÍTICA DE CINE

'Los crímenes de Oxford' (Álex de la Iglesia. España, 2008)

Ese gordito simpático, ocurrente y atiborrado de ingenio que ahora abandera la defensa del menospreciado cine español es uno de los pocos directores que no deben sentirse aludidos cuando se escuchan esa ristra de tópicos que sacuden a la industria rojigualda de vez en cuando. Los tambores de guerra se han desatado coincidiendo con los Premios Goya y, de paso, con el estreno de la última producción de Álex de la Iglesia. Una nueva demostración la suya de lo complicado que resulta enclavar dentro de un contexto vapuleado obras del perfil de ‘Los crímenes de Oxford'.

Por razones que se desconocen, aunque ganan crédito las de desmarcarse de toda corriente adicta al tópico social y la de rellenar un depósito, llámese discurso, que anuncia un cierto agotamiento, el vasco ha forzado el cambio de registro. Otro giro en un viaje que ha ido alternado -y delimitando- idiomas, géneros y ambiciones. Objetivos regeneradores que han pasado por una estancia en la capital universitaria por excelencia, Oxford, el hogar donde, para mentes profanas -Fernando Alonso para por allí...- descansan los vigilantes de la sabiduría.

Vistos los resultados, las expectativas se han quedado cortas. Es en la propia simpleza resolutiva que reivindica ‘Los crímenes de Oxford' donde radican las limitaciones de un producto que se queda lejos de averiguar el resultado de la ecuación del crimen y la investigación perfecta. Defiende el relato, rígida adaptación de una novela de Guillermo Martínez, con ardoroso ahínco documental el poder aplastante de la lógica sobre la frialdad exacta de los números. El enigma, un puñado de asesinatos sin otra ligazón que una serie matemática racional, se sirve en plena campiña inglesa por mediación de un reparto desequilibrado. Fuera de esa pugna interior que se libra dentro de la colérica mente de John Hurt a lo largo de filme, es flagrante algún sonado error de casting con el que deberá de cargar el metraje. Esa cojera afecta a un resorte básico como es la credibilidad. Hay actores que no pueden despojarse de un pesado disfraz que se colgaron años atrás y que corre el riesgo de asfixiarles.

El contrapeso lo pone la energía con la que De la Iglesia narra y verbaliza los acontecimientos. Agita la pantalla con un torbellino de datos científicos e inteligentes reflexiones existenciales aliñadas de un morbo mal construido. El resultado es más simple de lo que aparenta, un mecanismo que planteado en la superficie se asemeja a un caso que pudiera haber escrito Arthur Conan Doyle para sus queridos Sherlock Holmes y doctor Watson. Agatha Christie se quedaría corta ante tamaño torrente verbal de iconografía numérica. El perfume británico al que se alude no se deja de oler durante toda la proyección, que hay que hacer notar que se rueda en Oxford, parece proclamar De la Iglesia. Un guiño supone, valga lo expresado, el que los personajes se trasladen por los escenarios en bicicleta, una acción de la que se beneficia ese larguísimo plano secuencia que resume en poco más de un minuto la trama, con sospechosos, culpables, inocentes y pistas encadenando espacio en pantalla. Una muestra excepcional, si se admite la trampa, del ingenio técnico que preside un trabajo sumamente cualificado en esa dirección. Otro tanto para la técnica -ciencias- en detrimento de la creatividad -letras-, eterna confrontación.

Los incondicionales del autor de ‘La comunidad' notarán la ausencia de ese humor macabro y esa atmósfera insana tan características y que aquí afloran en contadas ocasiones. Por no hablar del libertinaje creativo, irreverencia divina aliada con el entretenimiento que late en gran parte de su filmografía y que ahora naufraga entre el academicismo de una investigación ubicada en el cogollo de la rigidez británica. En ‘Los crímenes de Oxford' todo va fuertemente atado para ser conducido a un lugar determinado, aunque se adviertan guiños muy de autor, como el dibujo de los sabuesos británicos encargados de resolver los asesinatos. Una resolución que metaboliza el contenido global de un filme poseido por la frialdad y narrado en tono aséptico, una ingeniosa pirueta final bien justificada que difumina parte del desfile de densidad visto con anterioridad.

Brillante apunte postrero introducido en un carrusel de cambios de sentido, vaivenes que pudieran resultar desconcertantes, y que no vale para cubrir en su totalidad las amplias miras que manejaba este proyecto, un examen matemático que, con sus defectos de cara al espectador, roza el notable bajo. Para regenerar un discurso en vías de agotamiento, el anhelado paso al frente como objetivo que sólo podrá darse por cumplido en un futuro, tampoco se antojaba imprescindible este funcionarial viraje lingüistico, climático y de factura.

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