sábado, 2 de febrero de 2008

MUNICH, A LA SEGUNDA

El que visite Munich a la búsqueda de material para aliviar el peso de la rutina, a la caza de estampas a encuadrar en postales o con la esperanza de toparse con una tanda de versos con los que curar las heridas del alma, se llevará una ligera decepción. La renovada capital bávara apenas guarda espacio para la improvisación, arrinconados los ecos de un pasado inflado de delirios de grandeza. Potenciar la creatividad en el visitante no es uno de sus fuertes, algo de lo que ya avisa la gélida estampa del aeropuerto. No hay que fiarse tampoco de esas impresiones primerizas que se pasean por la superficie y salen perjudicadas de la comparación con la jovial Berlín. El corazón de la ciudad late en el interior de un caparazón inexpugnable. Para conocer la verdadera Munich hay que empaparse de su rutina. No basta con acudir a la jarana que se monta cada noche en la Hofbräuhaus, catedral de la bebida de la cebada. Es en los aledaños, en esas calles de ensanchadas aceras trazadas con cartabón y que se oscurecen sin medida cuando la luna sale a escena, donde se cita la magia de Munich. Un paseo en guantes de lana compensa el no haber obtenido una mesa en la taberna de los cuatro pisos. Aplicado el mismo baremo al fútbol, se logran resultados semejantes. El faraónico Allianz Arena, zepelín al que le faltan las hélices para despegar, es el hogar del laureado Bayern Munich. También del Munich 1860, pariente pobre blanquiceleste. Las entradas para un partido de las huestes de Oliver Kahn se cotizan a precio de oro. Para ver al Munich 1860, en Segunda División, no se registran esos problemas, aunque el desenlace sea el mismo, acceder a ese macroestadio disfrazado de centro comercial. En el segundo caso se sale ganando. Le rodearán aficionados fieles, lejos del combinado de turistas e hinchas de mofletes rosados que veneran a Beckenbauer. La recomendación pasa por ahí. Punto de partida en la Marienplatz, con saludo a los muñecotes con tirantes y pantalón corto que sustituyen dos veces al día el repicar de las campanas. Visita al Viktualienmarkt, con ese olor salchichero que perfuma las mañanas muniquesas. Aperitivo en una taberna cercana al apacible Jardín Inglés tras una ruta por las orillas del río Isar y traslado en metro a la Villa Olímpica. Siéntense en un banco en compañía de los cientos patos que residen en el parque y observen cómo pasa la vida. Munich, por fin, se rendirá. Ya podrá tomarse una cerveza en la Hofbräuhaus. Hasta bailar, si se lo proponen los ritmos tiroleses de la orquesta que suaviza la ingesta del líquido dorado. Pero no olvide comprar un banderín del Munich 1860. Otra Munich, aunque sea de Segunda y fuera del Oktoberfest, es posible.

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