lunes, 4 de febrero de 2008

'ARGELINO, SERVIDOR DE DOS AMOS'. La cena está servida

CRÍTICA DE TEATRO

'Argelino, servidor de dos amos'
Autor: Carlo Goldoni
Dramaturgia: Alberto San Juan
Dirección: Andrés Lima
Compañía: Animalario
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 2 de febrero de 2008

En una escena incluida en el arranque de ‘Argelino, servidor de dos amos’, el reparto se acomoda en un sofá y empieza a soltar puyas al asistente relativas a la comodidad que preside sus vidas mientras, ante su indiferencia particular, la ética se desmorona. El público responde con risas, cuando en realidad está siendo agredido verbalmente. Así es Animalario. Todo lo que gana con unas puestas en escenas ágiles, originales, vibrantes y divertidas, lo pierde cuando se excede en el afán de marcar una distancia con los comportamientos sociales establecidos y remarcar un progresismo valiente, aunque admita asteriscos. Que se enmaraña, en resumen, cuando plantea postulados desde el piso de arriba.

La versión de ‘Argelino, servidor de dos amos’, con sus aciertos y errores, no se aparta de esa premisa, más difuminada cuando Juan Mayorga colabora con uno de sus textos. No es el caso de esta adaptación, fiada a la irreverencia de Alberto San Juan. El solvente actor ha convertido el Arlecchino de Goldoni, en principio un habitante del norte de Italia que acude a la gran ciudad a ganarse el jornal, en un inmigrante norteafricano, un pobre hombre sin papeles que peleará con quien le haga frente para acallar el hambre que le atormenta. La distancia con el original está servida, llevada a un extremo de la marginalidad, donde Animalario más punta le pueda sacar. Ya de paso, San Juan aprovecha para arremeter contra las clases pudientes. Los personajes que se pasean por el escenario son odiosos, se tome el punto de vista que se prefiera. Hasta la ingenua Esmeraldina, sirviente salvadoreña encarnada con brillantez por Pepa Zaragoza, el otro lado de la inmigración, entona un discurso en defensa del género femenino irreprochable, cual mitin político, mientras es golpeada por los hombres que pasan por escena. Después recula, olvida el mensaje y contrae matrimonio con un detestable maduro acaudalado a cambio de obtener el permiso de residencia.

Todo muy contradictorio y al mismo tiempo complaciente con la idea que planea desde el inicio de la función, por otra parte de una lucidez estética primorosa, un deleite visual ensalzado por la escenografía de Beatriz San Juan. Habitual de Animalario, diseña un espacio comprimido con tres puertas sobre un cuadro de Tintoretto para dotar al conjunto de una atmósfera agobiante de entradas y salidas, persecuciones de corto recorrido que conducen al pórtico de al lado. Ayuda a agrandar ese tono cómico y disparatado la labor de Argelino, asidero al que se agarra la obra cuando pasa por tramos intermedios superficiales, básicamente los que nacen de la relación lésbica entre la masculinizada Beatriz –como Florinda, otro dardo poco sutil que apunta ahora a la lucha de géneros- y Clarisa y de apuntes apenas esbozados como la violenta sinfonía de golpes con acento rumano que propinan al desdichado protagonista. Javier Gutiérrez trabaja desde la exhuberancia de recursos técnicos un Argelino lenguaraz, chispeante, mezquino y sentimental, de fondo entrañable. Da la talla, con creces, dentro de un reparto desigual con tendencia a la exageración en ocasiones muy acusada en el que también destaca Pepa Zaragoza. Parece un rol escrito para sus condiciones, pero quien viese ‘Hamelin’, donde ejecutaba con precisión un papel durísimo, habrá verificado que estamos, papeles alimenticios aparte, ante un actor soberbio. El momento en el que el hambre le insta a que se vaya comiendo a sí mismo sortea el ridículo y hasta el exceso gracias a su eficacia interpretativa.

Si hay zonas que bajan el pistón dentro de esa avalancha de excesos argumentales e interpretativos, hay otras que recuperan el pulso con creces. La frenética cena que Argelino sirve a dos bandas está resuelta con inteligencia, y más si se mira al original, lo que no es demasiado recomendable dadas las diferencias. El final es arrollador y no se alarga cuando podría haber sido terreno abonado para el altavoz social que Alberto San Juan, desde el principio subido a un púlpito, no suelta a lo largo de la función. No se ha puesto límites a la hora de hacer escuchar sus pensamientos valiéndose de un personaje como el Arlecchino de Goldoni, por el que, ya es una realidad, no pasan los años. Al revés, sin la necesidad de operaciones de cirugía estética como la realizada por Animalario, un –divertidísimo- mecanismo que libera al público del ejercicio de la reflexión, gana en fuerza y en clarividencia desde el planteamiento original. Aun con esa pega, una obra con ambicioso espíritu de denuncia que resulta altamente recomendable, un suma y sigue en el registro de Animalario.

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