lunes, 11 de febrero de 2008

'4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS'. Los vampiros están fuera (***)

CRÍTICA DE CINE

'4 meses, 3 semanas, 2 días' (Cristian Mungiu. Rumania, 2006)

Como el insecto atrapado en una telaraña tejida con suma profesionalidad, ‘4 meses, 3 semanas, 2 días' asfixia, ahoga y atormenta con unos mimbres que no pueden ser más básicos, usados con máxima destreza. Producción rumana difícilmente calificable, reúne el cálculo perfecto de ingredientes diseñados para seducir a jurados cinco estrellas como el de Cannes y así encaramarse a la cúspide de pequeños relatos melodramáticos triunfales procedentes de Europa del Este.

Cristian Mungiu integra en su inhóspito segundo largometraje un austero relato de temática social y atmósfera insana con una lección objetiva de historia contemporánea. En este caso es la decadente Rumania comunista del epílogo de la dictadura de Ceaucescu la que se coloca en el punto de mira de un cineasta que demuestra una determinación poco frecuente en un cuasi debutante. Lo hace de forma discreta, un país sutilmente retratado mediante unos edificios de mármol grisáceos, una recepcionista de hotel de gesto agrio, un bodorrio culminado a base de golpes y los ladridos de perros famélicos en mitad de la oscuridad, únicos habitantes de la medianoche de una ciudad sin nombre. Una labor casi artesanal la suya a la hora de abordar tal descripción y encuadrarla dentro de una obra de tesis.

El aborto, prohibido en el país de los Cárpatos desde mediados de los 50, es el resorte que activa esa escrupulosa radiografía de la opresiva grisura que supone la falta de libertades individuales. Es el chivo expiatorio, el anclaje que permite dar forma a una historia edificada desde el miedo, la metáfora de la angustia que atenazaba a una ciudadanía que debía moldear sus sentimientos desde la clandestinidad. El símbolo, por encima del resto de significados, de la pérdida de una vida que, viendo los condicionantes internos y externos, realmente son dos, las de las jóvenes deubicabadas en mitad de una encrucijada vital. Parece mayor condena, lanza Mungiu como mensaje moral de envergadura, seguir adelante en las condiciones en la que se movía la Rumania que agotaba la década de los 80, que una rendición ética. Que la muerte, siendo claros.

Trabajo que hace gala de un inteligente uso del ritmo narrativo y que abandera una estética sucia que trata de incomodar al espectador desde los ángulos más insospechados, dobla el valor visto el potencial de los dos roles principales. En los ojos de una contenida Anamaria Marinca, heroica y utópica defensora de la amistad, se condensa la fatalidad de la rutina en un país devastado por dentro; en la candidez de Laura Vasiliu se derrite esa inocencia impropia de la persona que debe madurar por anticipado sin una base que la ayude. En sus respectivos trabajos se resume un drama crudísimo que no se permite ni una concesión. Desde el principio, con unas tomas registradas en un colegio mayor universitario que pasa por lo contrario de lo que se espera a un centro de estas características, se advierte que el visionado del filme no será una experiencia placentera.

Al revés, la película inicia desde ahí un progresivo descenso a los infiernos, entre largos silencios y exhaustivas conversaciones. Una pesadilla que va ganando volumen basada en un asunto que podría resultar trivial y hasta previsible en su desarrollo, la crónica de un día en un país lleno vampiros que asoman pero no salen. En medio del peor de los miedos, el que se siente y no se ve, el que se mueve con soltura por el ambiente, el que contamina la atmósfera de la que respira la ciudadanía. La tiranía de un régimen totalitario, capaz de asfixiar a una sociedad y de ahogar al espectador.

Hay tramos que, en esa dirección, pueden ser catalogados casi como una tortura con una cámara inerte como verdugo. Actos llevados al límite con el fin de exasperar, como esa familiar cena de cumpleaños que se alarga entre guiños banales para desesperación de la protagonista o las escena cumbres, el paseo nocturno, inútil intento de acallar los gritos de la conciencia y ese silencioso e insoportable plano fijo que conviene no revelar. Una sucesión de piezas de larga duración que resumen el espíritu sombrío que atenaza a ‘4 meses, 3 semanas, 2 días', nuevo empujón a una cinematografía pujante como la rumana, relegada a un segundo plano por otras más abrillantadas de los alrededores. Lentamente va asomando cualidades notables, ya reseñadas por puntales como '12:08 al este de Bucarest' o el cortometraje ‘Lampa cu Caciula', vencedor de la primera edición del Certamen Europeo de Alcalá de Henares (ALCINE37).

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