martes, 26 de febrero de 2008

'LA GUERRA DE CHARLIE WILSON'. El arsenal de un congresista (**)

CRÍTICA DE CINE

'La guerra de Charlie Wilson' (Mike Nichols. Estados Unidos, 2008)

La política luce en la pechera desde hace tiempo la etiqueta de terreno fértil para la comedia. No hay mayor teatralización que la de esos monigotes encorbatados obligados a armar discursos robotizados, juguetear con el verbo prometer, sonreír hasta al más pérfido enemigo y entablar relaciones con aquellos con los que de tratarse fuera de servicio no regalarían ni un simple saludo. El político, para serlo en máxima expresión, debe ser un magnífico intérprete, un comediante dotado con las armas suficientes como para navegar entre el drama y la comedia irónica. Charlie Wilson, pese a lo que la lógica pudiera expresar, no es un personaje inventado. Trabajó en la primera línea de fuego de la política estadounidense durante la friolera cifra de once legislaturas. Un congresista mujeriego, con picores en la nariz, irresponsable y adicto al whisky en cualquiera de sus manifestaciones. Un personaje hiperbólico, tanto en gestos como en métodos de actuación, que se empeñó tras años de banal transición entre diferentes comités en armar hasta los dientes a los barbudos guerrilleros islámicos que combatían la invasión soviética en el Afgánistan ochentero de la Guerra Fría.

La labor de Wilson saltó a un primer plano tras un reportaje de investigación realizado hace una veintena de años por un periodista, un material que, vendido en formato literario, ha sido sobre el que han trabajado conjuntamente dos artesanos del arte cinematográfico y televisivo, Mike Nichols y Aaron Sorkin. El primero, director hábil en las cortas distancias, dato verificable en un rápido repaso al legado fílmico (‘The closer’ y ‘El graduado’, entre otras), se adentra en el alquitranado campo de la política exterior estadounidense, un cine de expansión reducida y alcance limitado. Sorprende, y más visto el reverente resultado, que firme el guión el segundo, uno de los creadores de ‘El ala oeste de la Casa Blanca’ –también de la defenestrada ‘Studio 80-, y lo haya dejado pasar apenas sin tacha alguna. Es lo que tiene la presencia de Tom Hanks, que edulcora todo lo que le rodea, hasta la mente más creativa. Sería injusto, no obstante, no rescatar ingeniosos chispazos verbales marca de la casa, básicamente salidos de la boca de ese agente follonero de la CIA al que engrandece Phillip Seymour Hoffman. Por el contrario, el ritmo constante de las réplicas aliadas con el arte teatral desaparece cuando la historia se introduce en terrenos alambrados, como las estereotipadas visitas tanto a Pakistán como a la frontera afgana. Caso aparte es esa ridícula operación de derribo de helicópteros rusos que bien podría pertenecer por lo visto a una escena de cualquiera de las piezas de la inefable saga ‘Hot Shots’.

‘La guerra de Charlie Wilson’ se maneja con torpeza en esa frontera artificial que delimita el patriotismo conservador tan en boga en el cine político del país de las barras y las estrellas y la denuncia a ciertas actitudes imperialistas. Dentro de ese mismo margen incuantificable, el relato divaga y deambula entre varios géneros, acariciando peligrosamente a ratos la parodia caricaturesca, que esto es política a fin de cuentas. Nichols trabaja con un discurso ambiguo que no permite sacar conclusiones definitivas. Menos al tocar tan tangecialmente una cuestión sobre la que se derrochó tanta sangre como cinismo. Pese a que se detecte un superficial afán de denuncia por los métodos usados en las denominadas ‘guerras encubiertas’, Nichols prefiere quedarse con la sustancia empalagosa, que para precisiones ya están los documentales. Ese –distendido- afán por exhibir a políticos cincuentañeros jugando a las batallitas no es más que un obstáculo que limita la repercusión de un relato que sobre la tarima exigía una visión más descarnada.

El discurso es unidireccional, el propio de la época de la bipolaridad. Un ejemplo lo escribe el rescate de una figura ya casi en el olvido, la del ruso comunista enemigo de la humanidad. El devenir de los acontecimientos los retrata como combatientes desalmados en lucha contra una colección de desamparados pastores de montaña. Lo que se obvia, garrafal error de planteamiento, es ese después llamado ahora: el prehistórico régimen talibán al que aupó Estados Unidos y en el que buscaron refugio los integrantes de Al-Qaeda. La sonrisa que con tanto esfuerzo busca Tom Hanks, empeñado en caricaturizar a Charlie Wilson poniendo en liza todo su arsenal de tics y manías adquiridos en papeles pasados, queda así irremediablemente desdibujada.

Densa y resumida historia que al no profundizar gana en confusión, deja en el aire datos que ningunean la presunta bonhomía con la que se siluetea a ese congresista temeroso del avance comunista, que bien pudiera resultar un pariente lejano de Mark Cuban, otro tejano histriónico que comanda una de las naves todopoderosas del baloncesto norteamericano, los Dallas Mavericks. Si partiendo prácticamente de un empeño individual Wilson logró financiar con un presupuesto desorbitado una guerra encubierta como la que la CIA mantuvo en Afganistán, es complicado y poco creíble asimilar las dificultades manifestadas en la película para dotar de un mínimo de suministro económico el proceso de reconstrucción del país una vez extinguida la ocupación soviética. Una doble moral que se tambalea a lo largo del relato y de la que se escabulle tanto Nichols como el epílogo firmado por Sorkin. La diferencia, en resumen, entre solucionar y acabar definitivamente con un contratiempo llamado guerra, una distancia gigantesca. Aquí sale el caso de Afganistán para probarlo, con esta película como testimonio agridulce.

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