martes, 6 de noviembre de 2007

TENORIO MENDOCINO. El Tenorio, con el dorsal 16

XVI Tenorio Mendocino
Escenario: Calles de Guadalajara. Viernes 2 de noviembre de 2007

Al disciplinado concejal de Cultura de una localidad fronteriza con Guadalajara le iban cayendo a chorros las preguntas sobre la representación del Don Juan. Le buscaban las cosquillas los plumillas de turno, incansables en el afán de hallar una duda, un titubeo, una renuncia. Capeaba el temporal sin dificultades hasta que sonó la campana de forma inesperada, con un planteamiento abordado desde la simpleza para el que no tuvo respuesta. “¿Por qué se hace el Don Juan aquí?”. Con las grabadoras expectantes y la tinta de los bolígrafos pidiendo paso, se quedó en blanco. Si la escena se hubiese planteado en Guadalajara, podría haberse recurrido a un amplio surtido de respuestas priorizando uno de los postulados de ‘La navaja de Occam’, teoría filosófica ideada por un franciscano inglés: ante un posible dilema, la explicación más sencilla es la más probable.

De primeras, un “¿y por qué no?” resulta irrebatible. Si no fuera suficiente, bastaría con darse una vuelta por ese territorio que todavía conserva la esencia de siglos pasados, el que embellece el minicentro de la ciudad. Si el Tenorio, todavía en edad adolescente, goza de la aceptación popular se lo debe en gran medida a esa ruta, a su carácter amateur, porque los errores, por entrañables, se perdonan con facilidad, a esos papeles que ya sobrepasan a la persona que los representa, a la ausencia de trucos dramatúrgicos, una apuesta por una narración a la vieja usanza.

Hay datos, ampliando miras, que son reveladores. El Tenorio Mendocino luce ya el número 16 en la zamarra, el dorsal con el que Pau Gasol conquistó las Américas. Marchó hacia el país de las barras y las estrellas con timidez, como el callado estudiante de matrícula que conquista una beca por expediente. Así, sin demasiadas estridencias, se abrió camino el Tenorio guadalajareño hace dieciséis años, de una vorágine de conversaciones en una cena entre amigos, de un duelo de versos y espadas invisibles, de una asamblea de capas parlanchinas. Para crecer, Gasol se atiborró de pesas y otros manjares. Se ganó a pulso el respeto ajeno. El Tenorio, mientras, se ha ido esculpiendo con las manos de orfebres de la cultura alcarreña.

El bastón lo tomó Javier Borobia, que todavía no lo ha soltado. Adheridos casi de por vida, gente como José Antonio Suárez de Puga y Josefina Martínez. Aves de paso, centenares. El Tenorio ha ido amurallándose a lo largo de este tiempo, apropiándose de las virtudes de los protagonistas que le han dado alma. El carisma de José María Sanz Malo, el ímpetu de Julián de la Fuente, el talento de Abigail Tomey, la ilusión del novel Fele Martínez, el trabajo, bien o mal entendido, del infatigable Fernando Romo, la labor anónima de centenares de jóvenes y adultos o el empuje de una última hornada que pide el relevo y pisa fuerte, a veces demasiado. En ese grado de trabajo colectivo, en esa suma que menosprecia a la resta, en ese aroma hogareño y en esa estabilidad dramatúrgica que esquiva el factor sorpresa y que tanto beneficia al poco frecuentador de plateas, hay que encontrar las respuestas al motivo por el que Guadalajara tiene su propio Tenorio, todavía barbilampiño y al que se puede aventurar un próspero futuro si el ánimo que lo sustenta no decae.

La decimosexta edición del Tenorio Mendocino en su edición de viernes contó con el beneplácito del tiempo, lo que repercutió en el satisfactorio balance final. El texto de José Zorrilla se respetó, como es habitual en Gentes de Guadalajara, sin demasiados sobresaltos. Esa ausencia de riesgos se traduce en un desarrollo lineal, lo que, al contrario de lo que suele expresar la norma, es ya un sello de identidad del Tenorio Mendocino. Seguido con fidelidad a lo largo de la noche y madrugada, le faltó un punto de emoción, algo especialmente visible en alguno de los actos. El traslado del interior del Palacio del Infantado a los jardines del mismo recinto enfrió en exceso el resultado de la escena del sofá, de irregular resolución. Las aglomeraciones que se olvidaron en el añorado Tenorio Romántico, el gran acierto de los últimos años, incomodaron en exceso en determinados tramos. Menos problemas que en anteriores ediciones causó el sonido. Sobre todo si se compara con el caos del año pasado, un Tenorio prácticamente ‘a capella’ que desquició a más de uno de sus responsables. Hubo micrófonos juguetones, como el de Doña Brígida, que al primer grito paternal de los técnicos de sonido aplacaron su espíritu burlón. Fallos típicos que cubren al Tenorio con ese caparazón de sonrisas que le acercan al espectador.

El que repite cada 365 días se sorprendió de ver a José Antonio Suárez de Puga convertido en escultor. Tres lustros después, el literato cambió de disfraz, en lo que se vislumbra un relevo generacional a petición propia. Una metamorfosis encubierta, porque siguen siendo los veteranos los que añaden ese plus de intensidad al conjunto, como bien recordaba el que tantos años hiciese una obra maestra de Butarelli, entrañable alcarreño hoy entre el público. Uno ya no sabe qué límite separa al Comendador de Javier Borobia. Actor y papel confeccionados a medida, trabajos realizados desde un profundo respeto al texto pergeñado por José Zorrilla. Gente que se alista en el Tenorio con un compromiso que se sale del individual, alejada de la autorreivindicación egocéntrica, esa actitud tan habitual en círculos escénicos, sean profesionales o aficionados.

La plácida primera noche del Tenorio Mendocino 2007, puestos a imaginar en clave NBA con el 16 ‘gasoliano’ y con el verde esperanza céltico que ansía reverdecer viejos laureles en la camiseta, salió adelante sin que se registrasen sobresaltos noticiables. Para una crítica certera y sin metáforas, basta escuchar a esos incondicionales que fielmente lo siguen, sin faltar a la cita anual, hasta el epílogo en el cementerio. Es la opinión más fiable, la del especialista, no la del mensajero cansado de despegar flechas de un escudo que ya no aguanta más envites. A escucharles y a dejarse aconsejar, que no viene mal de cuando en cuando.

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