jueves, 29 de junio de 2006

'LA EDUCACIÓN DE LAS HADAS'. Amiga tristeza (**)

CRÍTICA DE CINE

Siete años después de 'La lengua de las mariposas', José Luis Cuerda regresa a la dirección con una película a incluir dentro de la categoría de dramones descomunales. Nada que ver con su anterior peripecia, que combinaba con milimétrica precisión ironía, sentimientos, paisajes y magia. 'La educación de las hadas' es un fallido homenaje a la tristeza. Ni siquiera el resquicio final que Cuerda deja al optimismo la libra del tono depresivo, hueco y grisáceo por el que se maneja sin excesiva soltura.
En el fondo siempre hay que agradecer que haya directores como José Luis Cuerda, empeñados en hablar sobre los grandes misterios de la vida de una forma tan sencilla y natural. En 'La educación de las hadas' hay referencias, con un punto reivindicativo, a la incomunicación, los sueños rotos, el fracaso, la inmigración y la fantasía, con esas hadas que pululan por el mundo haciendo el bien sin saberlo funcionando de hilo argumental, uniendo tramas y personajes aparentemente sin conexión.
Cuerda juega con un concepto onírico de la historia, lo que propicia un desconocimiento casi total de la psicología de los personajes, de los que apenas cuenta nada. Un olvido cuestionable. Se resta así impacto emocional a una historia de supervivencia, a la tragedia que bordea ese juguetero (Ricardo Darín) machacado por la vida que vislumbra su última esperanza de futuro en una mujer francesa (Irène Jacob) empeñada en comunicarse con los pájaros en vez de con los humanos.
Aparcando la ironía tan característica en su filmografía, Cuerda va administrando la información con cuentagotas y sólo la suelta en un epílogo tremendista. Es entonces cuando la película suelta la emoción que llevaba acumulando. Es fácil llegar a emparentar en este sentido a esta 'La educación de las hadas' con 'La vida secreta de las palabras', aunque el guión, sumamente forzado y desmejorado por la flojísima interpretación del niño Víctor Valdivia –una elección errónea– provoque una impenetrable lejanía emocional. Aunque, tal vez, ese fuese realmente el único deseo de Cuerda.


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