sábado, 4 de octubre de 2008

'URTAIN'. Tras el mito

CRÍTICA DE TEATRO

'Urtain'
Autor: Juan Cavestany
Dirección: Andrés Lima
Compañía: Animalario
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 1 de octubre de 2008

Animalario ha hecho del exceso un estilo. Todo lo que trabaja la compañía toma la intensidad como punto de partida. Obras exigentes, tanto para intérpretes como espectadores, vistas desde el lado físico y el ámbito emocional. ‘Urtain' no se sustrae a esa tendencia, pero tampoco se deja aniquilar por ella. Al contrario, sorprende, de entrada, que haya relegado a un segundo plano el tono político y crítico que contextualiza a un montaje tan determinado por las circunstancias de la época. El término es contención, un reflejo de madurez. Las reflexiones se dejan para extraerlas tras la conclusión, un dato que ya la aleja de ‘Argelino, servidor de dos amos'.

El libreto de Juan Cavestany, autor a recuperar y habitual colaborador de la compañía, se abre para dejar sitio a la alargada sombra de un mito caído, otro más, triturado por las fauces del deporte. El público más joven, a la vez el más entusiasta seguidor de Animalario, no vio combatir a José Manuel Urtain, el ‘Tigre de Cestona'. Pero sí conserva, si es aficionado al deporte, los regates de Paul Gascoigne en el Mundial de Italia'90, la madrugada en vela junto a Poli Díaz soportando los guantazos de Pernell Whitaker y las paradas de Jesús Rollán en la piscina. Todos, como tantos, metidos en la misma cesta depredadora de las consecuencias del éxito mal digerido.

Urtain acabó mal. Solo, presa de sus recuerdos, se tiró de un décimo piso a cuatro días de la ceremonia de inauguración de Barcelona'92. Un símbolo de la España en blanco y negro sustituido por el evento que iba a funcionar como impulsor de la renovación de la imagen del país, cruel paralelismo. Aunque no lo haya pretendido, Animalario ha excavado en la figura del ídolo de barro y sus componentes sociológicos, amplificados en esta ocasión al tratar con un deporte tan llevado al extremo como el boxeo, manantial incansable de referencias épicas.

Hay una decisión tomada de inicio que agranda el pesaje de la función. El texto se ciñe a la biografía de Urtain, alejado de otros derroteros que han hecho particularmente conocida a Animalario. Una cuenta atrás que se inicia con la muerte del púgil y que desemboca en la España rural de los 60, un desarrollo que lleva la función del clímax a un descenso a tumba abierta de pesadumbre. Todo sucede en un cuadrilátero, con una puesta en escena propia de un combate de boxeo de primer nivel: un presentador guía-espiritual de la velada, efectos luminosos de discoteca, música de época y periodistas incrustados en los laterales. Andrés Lima dirige con aplomo, ya no es novedad, un montaje saturado de guiños a un pasado grisáceo asumido desde la actualidad sin espacio a la melancolía. Por el escenario pasan los chistes de Eugenio, las canciones de Raphael, el periodismo envenenado de José María García, los puñetazos multidireccionales de Pedro Carrasco, un Adolfo Suárez presidiendo el ente RTVE y un surtido variado de mujeres vistas como elementos decorativos y secundarios.

Los pasajes que peor funcionan son los que toman el camino de la parodia grotesca, aquellos que se pasan de rosca y a los que es tan proclive en ocasiones Cavestany. Aparecen enlazados por el uso de referentes como Raphael y el poco sutil presidente de la Federación Española de Boxeo y médico personal de Franco. Caricaturas que relajan una sequedad ambiental que se nutre de escenas especialmente efectivas como la del bar al que acude un Urtain cuarentón para rememorar las hazañas del pasado, y el combate, una coreografía limpia y efectiva, que libró con Cooper en Londres, principio de todos los males. Un rosario de circunstancias que deja constancia del aprovechamiento al que fue sometido un boxeador que no lo era, un pobretón muchacho ignorante que se llegó a postular como rival de Cassius Clay, un ‘aizkolari' que fue de mano en mano hasta caer presa del olvido en una depresión ya irrecuperable. Puñetazos se llevan todos, desde los medios de comunicación, elementos fundamentales en la construcción de un ídolo al que luego relegan al olvido, hasta el régimen franquista y la represión de la España rural, pasando por esa pléyade de truhanes que rodean al deportista y luego le abandonan. La responsabilidad sobre lo sucedido, al menos en esta ‘Urtain', aparece repartida, con pocas papeletas, eso sí, para el peso pesado de Cestona, ingenuo objeto volátil sobre el escenario.

‘Urtain' no sería lo mismo sin Roberto Álamo. Adjudicarle la responsabilidad supone una justa recompensa para este intérprete, mediáticamente en la segunda línea de Animalario. La suya es una labor espectacular, vista desde la escasez de referencias sobre Urtain. Suda, sufre, se retuerce de dolor y atrapa igualmente con superior rabia el papel de padre del púgil. Noventa minutos con la adrenalina a tope, sin tregua, un ejercicio de concentración del que no desfallece. El resto del elenco le secunda en esa misma línea, aunque los debutantes, Raúl Arévalo y Alfonso Lara, bajan un poco el listón. La maquinaria de Animalario está perfectamente engrasada y cuesta subirse y hacerse hueco en un vagón que circula a tanta velocidad y derrocha tal exceso de potencia. Orbitan todos alrededor de un Álamo sublime, principio y fin de la dura recreación de una existencia que llevaba el aliento de la tragedia impresa desde sus primeros balbuceos. Demasiado teatral, tristemente real.

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