sábado, 25 de agosto de 2007

'UN BUEN DÍA LO TIENE CUALQUIERA'. Más vitaminas (**)

CRÍTICA DE CINE

El espectador medio español no está familiarizado con comedias del calado de 'Un buen día lo tiene cualquiera'. Santiago Lorenzo, que ya había mostrado hace una década habitar un microcosmos muy particular, vuelve a tirar de estilo personalísimo para facturar una película diferente, que busca sonrisas sin carcajadas. Dibujarlas y estabilizarlas en el silencio.
Sin caer en el histrionismo ni en una elaboración que lleve al humor al calificativo de 'inteligente', 'Un buen día lo tiene cualquiera' es una desconcertante y arrítmica historia por la que transita una vorágine de perdedores sin remedio. En el centro, un treintañero fracasado, opositor para más señas, que vaga desconcertado por la Valladolid actual. Sin dinero y, peor, sin vivienda. La convivencia de este héroe contemporáneo, aquí trazado sin mucha profundidad, con el abuelete que le toca en suerte (gran Juan Antonio Quintana) depara los momentos más hilarantes de un trabajo que, sin embargo, no llega a cuajar por diferentes motivos, resumidos en la acuciante falta de ritmo.

La galería de secundarios que desfilan por la trama están insuficientemente perfilados y resultan insípidos. Son títeres que deambulan al paso que impone el protagonista, algo constatable en los dos perfiles femeninos que dibuja Lorenzo, insustanciales y sin peso específico en la trama. Con el toque social sucede algo parecido. Se queda apagado entre la luminosidad costumbrista tan del agrado del cineasta, un autor que, eso sí, derrocha originalidad en las localizaciones, con ese hallazgo en el que se constituye la confitería colocada en el interior del bar en el que se citan los personajes. El piso del octogenario, con ese tablero y piezas de ajedrez decimonónicas, es otro de los descubrimientos, orfebrería para los que están atentos al detalle más insignificante.

Ya en su significado más profundo, 'Un buen día lo tiene cualquiera' queda como una apología más de la redención, de la existencia de segundas oportunidades y de la honestidad del destino, tan condescendiente él con los que más necesitan un empujón. El retrato final es un simpático elogio a la figura del perdedor, con el único riesgo de no ser captado en su totalidad, culpa de la concepción personalísima de un cineasta que con dos películas ya ha demostrado tener un mundo propio, lleno de referencias ochenteras y con un estilo característico.

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