martes, 10 de abril de 2012

UNA COPITA DE CINE

El vino se fermenta en la oscuridad. El cine pasa la prueba de fuego con las luces apagadas. En ese silencio de negro se juzga su calidad. El vino se profesionalizó a finales del siglo XIX, justo cuando se alumbró el arte cinematográfico. Son productos únicos, a veces tutelados por el elitismo y otras al acceso de toda garganta. El buen cine se conserva y se defiende con ardor del cumplir años. El mejor de los vinos gana fama, prestigio y sabor con el paso del tiempo. El proceso de fabricación de ambos es igual de minucioso, aunque se dé en diferentes contextos. Una botella de vino puede saber de otra forma dependiendo del día que se abra. Una misma película entrará mejor o peor teniendo en cuenta diversos factores. Los dos son, en definitiva, organismos vivos, mutables, subjetivos.
 
Vino y cine forman una alianza fácilmente justificable. Su relación crece al añadir la larga lista de anécdotas que los une. Entre las curiosidades, la botella se descorcha al conocer la profesión del padre de Pedro Almodóvar, vendedor de vinos. Otro apellido ilustre es el de Lumiére. Los ínclitos hermanos alquilaron una bodega desde la que rodaron ‘Salida de los trabajadores de la fábrica Lumiére’. Fue en 1895 y lo que los libros de texto no ilustran es la copa de vino con la que se celebró la escena. Ya más en la actualidad, un puntal de ‘star system’ del séptimo arte, Viggo Mortensen, viajó a España en 2003 para rodar ‘Alatriste’ (2006). La ruleta de la vida le premió por partida doble: conoció a la que ahora es su pareja y se enamoró de un líquido color sangre que le emborrachó de placer. Al terminar el rodaje regaló al resto del equipo doce cajas de Rioja del 94, como recuerda el actor Juan Echanove r en el prólogo de ‘El cine del vino’, indispensable ensayo escrito por Bernardo Sánchez Salas.

España puede presumir, lo sabe Mortensen, de una gastronomía exuberante, fértil y variada. El panorama perfecto para condimentar cualquier película. Por sorpresa, no es así, salvo chispazos ocasionales o el empeño de algún cineasta (Bigas Lunas) en reivindicar la dieta mediterránea añadiendo a la receta un poco de picante. Con el vino sucede lo mismo. España ocupa el tercer puesto de países productores, aunque solo es el noveno en cuanto a consumidores. Sí lidera el ranking en extensión de viñedos, como supo reflejar Julio Medem en ‘Tierra’ (1996). Una inmensa superficie vinícola cubre este inclasificable largometraje, un delirio en tono realista en el que el vino ejerce un papel protagonista y no decorativo. Es una excepción, porque el cine español todavía ve demasiado lejos el otorgar a esta bebida que tanta fama internacional ha ofrecido al país la categoría de actor principal. Sí se la dio Alexander Payne en ‘Entre copas’ (2004), probablemente el mejor poema de amor escrito en honor al vino. De esta ‘road movie’ hecha para paladares exquisitos y alguno grueso han salido los mejores diálogos y escenas dedicadas a la bebida favorita de tantos.

Lo que corretea por las venas de los protagonistas de ‘Gran Reserva’ (2010) no es sangre, aunque tenga el mismo color. Es una de las series de moda en España, aupada por la audiencia y emitida por TVE. Enfrenta a dos sagas familiares separadas por viñedos y conflictos extremos. Hay críticos que opinan que es sospechosamente similar a ‘Falcon Crest’, legendario culebrón ochentero estadounidense, otra rodeada de bodegas.

El vino como un producto exquisito, remate a una cena que busca beso y puede que algo más, aparece en ‘Bon Appétit’ (David Pinillos, 2010), pequeña fábula antirromántica protagonizada por un joven cocinero español que viaja a Suiza para crecer profesionalmente. En Ginebra se enamorará de una compañera de trabajo, a la que agasajará a base de un poco de timidez y un mucho de mano culinaria. Si ‘Bon appétit’ recurre con elegancia al vino, ‘Fuera de carta’ (Nacho G. Velilla, 2008) lo derrama por la mesa. El vino funciona en esta caja de risas televisivas como un aperitivo del montón.

Hay que tirar de memoria para encontrar una película realmente representativa en esta simbiosis. Es ‘Marcelino pan y vino’ (Ladislao Vajda, 1954), título que, aunque hoy no diga mucho, figura en el salón de la fama del cine español.

Y la botella se acaba casi cuando ya asoman los títulos de crédito. Para la escena final nada más original que recurrir a uno de los mejores fragmentos de la última década del cine internacional. Pertenece a la citada ‘Entre copas’. Miles (Paul Giamatti), divorciado, deprimido y apasionado del vino, culmina su periplo por el largometraje solo y derrotado, andar paquidérmico y con la única compañía de una botella de gama alta. Giamatti decide honrarla como debe. Acude a un McDonald’s, pide un McMenú y, rodeado de adolescentes, la descorcha. ¡Salud!

'Una copita de cine', artículo sobre vino y cine aparecido en la revista Iberystyka ¿? de la Universidad de Varsovia (pág. 24).
http://www.iberystyka.uw.edu.pl/pdf/jornal/jornal-23.pdf

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