CONCIERTO
Joaquín Sabina
Intérpretes: Joaquín Sabina (voz, guitarra), Pancho Varona (voz, bajo), Antonio García de Diego (voz, teclados, guitarra), Olga Román (voz, coros, guitarra), Jaime Asúa (guitarra eléctrica), Pedro Barceló (batería)
Escenario: Plaza de Toros de Las Ventas. 6 de septiembre de 2006. Entradas agotadas.
Joaquín Sabina
Intérpretes: Joaquín Sabina (voz, guitarra), Pancho Varona (voz, bajo), Antonio García de Diego (voz, teclados, guitarra), Olga Román (voz, coros, guitarra), Jaime Asúa (guitarra eléctrica), Pedro Barceló (batería)
Escenario: Plaza de Toros de Las Ventas. 6 de septiembre de 2006. Entradas agotadas.
Madrid hiperboliza todo lo que toca. Agranda lo insignificante, ensalza lo banal, acapara los elogios, invierte en los improperios. Madrid es capaz de convertir una nimiedad en un hecho trascendental. Algo pasable en imprescindible, transformar lo simple en obvio. Madrid funciona a lo grande. Su corazón late más rápido que el del resto de las ciudades, a una marcha superior, a una velocidad tan vertigionosa que en cualquier momento puede derrapar y estrellarse. Madrid, tan machacona y agotadora, tan febril y sentimental, es el feudo en el que mejor se maneja un personaje para el que vale todo lo escrito. Joaquín Sabina nunca encontrará mejor modelo que Madrid, capital de sus versos. “Es emocionante y estupefaciente que Joaquín sea como el Madrid que canta”, escribe el poeta Ángel Antonio Herrera. Por eso y más, el esperado regreso del canalla andaluz a Las Ventas, seis años de sequía de por medio, era un cita especial, grande, elevada a la máxima potencia. Como Madrid. Como todo lo que ocurrió esa noche, reivindicación de una ciudad sin límites y de un personaje único en su especie. Alguien capaz de ridiculizar a la muerte, de sortear a la depresión con recochineo, de bajar de la nube negra pisando el acelerador y con los frenos rotos y de volver a encender la llama para alegría de muchos, más de 20.000 personas la madrugada del miércoles.
Avisos de tormenta. Truenos y relámpagos sobre Madrid. En un momento el cielo de la ciudad se coloreó de negro. Un apocalipsis en miniatura, invitado vespertino inesperado para la gran noche sabiniana. Malos augurios movidos por un viento infernal, mojados por una lluvia fina y cortante y embrutecidos por un problema más terrenal: los generados por el ser humano. La tarde cedió paso a la noche. El dios de la tormenta aplacó su ira y perdonó a Sabina. El cielo se limpió de una oscuridad que se hospedó entonces en el coso taurino. El caos se apoderó de todo. El único que se salvó fue Joaquín Sabina, puntual y juguetón, voz rota pero firme. Seguro y agigantado sobre el escenario, el suyo, Madrid.
Olga Román, dulce telonera, fue la primera en sufrir la ira de lo imprevisto. Se marchó el sonido en medio de una canción, como nunca debe pasar, y allí se quedó, en silencio, desconcertada, delante de un público que ni la esperaba ni la valoraba. Un mal momento. El desvarío se trasladó a los alrededores. Porque en Madrid, lo que es fácil se convierte en complicadísimo. Lo previsible no existe y comparece lo inesperado. Entradas falsas, abucheos, un telón que impedía la visión del escenario a centenares de personas, desastre organizativo, lío con los asientos y colas kilómetricas producto de la mala planificación. Entre enfados masivos fue la cosa y, sin darse cuenta, Sabina ya contabilizaba tres canciones.
Salió impuntual el de Úbeda con los acordes de 'Aves de paso', prólogo habitual de 'Carretera y Top Manta', declaración de intenciones canallescas. Movió poco el repertorio Sabina, lo suficiente para rozar las tres horas de concierto puro y duro, que se dice fácil. Cuatro incorporaciones de última hora, gentileza de encontrarse entre amigos. 'Yo me bajo en Atocha' regresó envuelta en un cielo azul, imprescindible. 'Pacto entre caballeros', esporádica en esta gira, regaló una buena dosis de locura al gentío. 'Pongamos que hablo de Madrid' fue la licencia de la noche, una canción que Sabina tenía guardada en el baúl de los recuerdos indescifrables y personalísimos. La sorpresa fue 'De purísima y oro', poesía de taburete entre amigos, que llegó en la recta final sin demandar demasiada atención, lenta, tranquila y suave.
El resto del recorrido del cantautor del bombín, entre el extásis general y a lomos de una nube blanca conducida por los fieles Pancho Varona y García de Diego, no se apartó del círculo que ha venido dibujando durante los últimos meses. Una reivindicación del rehabilitado, el que dice que su próximo disco será el mejor de su carrera. Un acierto las incorporaciones de 'La del pirata cojo' y 'Conductores suicidas' al repertorio al aire libre, como la vertiginosidad imprimida a 'Ruido' y 'Princesa'. 'Alivio de Luto', su último trabajo, desfiló entre la indiferencia, con la salvedad de esa 'Pájaros de Portugal' convertida ya en todo un himno. Maravillosa resultó 'A la orilla de la chimenea' en la voz de Antonio García de Diego, igual que esa versión colectiva del 'Marilyn Monroe' de Alarma.
A la una de la madrugada, con una treintena de canciones en la memoria, el protagonista de la noche se marchó. Nada de despedidas tumultuosas. Por fortuna, queda Sabina para rato.
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