CRÍTICA DE CINE
Está tan reciente el epílogo de la sempiterna e inolvidable 'A dos metros bajo tierra', que cualquier otra aproximación con una cámara a una temática mortuoria se expone a una comparación injusta. De una crueldad extrema si se agarra 'El club de los suicidas' y se le coloca al lado de la creación de Alan Ball, ambas unidas por esa cuerda tensa que separa la vida de la muerte. Sirva esta confrontación para cuestionar el rumbo elegido por Roberto Santiago para moldear su segunda película, adaptación libertina de la obra que Robert Louis Stevenson, el de 'La isla del tesoro', escribiera en 1878.
El cineasta, en un guión a tres bandas, hila una historia con una base aceptable, un desarrollo tibio y un desenlace a la española, que discurre entre la comedia y el drama social e individual sin profundizar en ninguno de los campos ante la desconfianza que genera una cuestión como el suicidio, con mala, o mejor dicho inexistente, prensa. Así se prefiere, aunque los datos indiquen lo contrario. Santiago ha elegido moverse por terreno de nadie, no mojarse, cuidarse de herir sensibilidades, alejarse de lo que podría haber sido un acercamiento de otro talante, lo que no ha hecho más que desmejorar el producto final. El tema del suicido y sus circunstancias es escamoteado por brochazos de comicidad que escurren el bulto en el tratamiento dramático del relato.
La presencia de Fernando Tejero, limitadísimo y desde la primera escena parcheado por los estereotipos, tampoco ayuda a sostener 'El club de los suicidas', como sí lo consiguiera en la anterior incursión de Santiago, 'El penalty' más largo del mundo', que en el fondo sigue los mismos derroteros de lo que en principio se aventuraba como un paso al frente en la carrera del cineasta. La decepción al tener en cuenta esta premisa es doble, puesto que a 'El club de los suicidas' le cuesta funcionar como comedia, por mucho empeño que no ponga Tejero, y como drama, al ramificarse en caminos paralelos de base superficial como el fracaso laboral, la trascendencia única del amor, la ludopatía y hasta la obesidad.
Las ideas con más jugo para sacar provecho, como esa reunión subterránea y clandestina en la que se juega a una ruleta rusa sin disparos, están escasamente explotadas y finalizan escondidas bajo el peso que van adquiriendo tramas secundarias. Nefasta es la que protagoniza la neurótica psicóloga, culminada bochornosamente bajo el soniquete que ha perpetuado Sergio Dalma. Eso es el revés del llamado humor negro. Otra que falla, un gesto de desagrado más para los que confiaban en su buen gusto, es esa Lucía Jiménez dispuesta a repetir cuantas veces sea necesario en ese arquetipo de mujer fatal de gélidos sentimientos. Le ha dado por elegir papeles de estas características, cuando está llamada a cimas más altas de las que últimamente frecuenta.
No es por comparar, pero qué lejos queda de todo lo que aborda y ha abordado la muerte y las circunstancias físicas y emocionales que le rodean 'A dos metros bajo tierra', teatro en la televisión. Cuánto se la echará de menos. Y en correspondencia, qué rápido se olvidará 'El club de los suicidas'.
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