viernes, 20 de abril de 2012

'MEMORIAS DE UN HOMBRE EN PIJAMA'. Paco Roca



CRÍTICA LITERARIA

'Memorias de un hombre en pijama'
Autor: Paco Roca
Editorial: Astiberri (2012)





PARA NO IRSE A DORMIR

El auge comercial que la novela gráfica ha experimentado en los últimos años es significativo. Paco Roca (Valencia, 1969) puede atribuirse un destacable porcentaje de mérito. Si algo que valorar de este autor es su contribución directa o indirecta a la popularización del género, el sacarlo de las trincheras de las minorías y mostrarlo sin temores a plena luz del día. El punto de inflexión se produjo en 2007 con la aparición de ‘Arrugas’, un inesperado acontecimiento que fue recompensado por partida doble: la concesión del Premio Nacional del Cómic y la adaptación al cine. Roca, como reflejó en ‘Emotional World Tour’ (2008), saboreó las mieles del éxito. Acumuló en poco tiempo presentaciones alrededor del mundo, visibilidad en los grandes medios, conferencias y todo tipo de actos que, además de colorear su figura, de paso dieron un empujón –relativo- al cómic hecho en España.

La luz de ‘Arrugas’ no debe ocultar la larga trayectoria previa de Roca. Es en proyectos como ‘Memorias de un hombre en pijama’ (Astiberri, 2012) donde se ve al dibujante de raza, aquel que empezó publicando historietas para adultos en ‘El víbora’, el alejado de los oropeles. Roca se arremanga y, ya consagrado, se atreve a publicar en un medio que anda de capa caída, la prensa escrita. El gesto constituye involuntariamente un tributo al género que dio cobijo al cómic en sus inicios y le conecta en sus raíces con clásicos como Escobar.

Durante medio año Roca publicó la serie ‘Memorias de un hombre en pijama’ en el periódico valenciano ‘Las Provincias’. La obra encierra una obvia lectura sociológica, despojada de los acercamientos metafísicos, corporativistas e históricos característicos otras de sus creaciones. No hay nada que un viñetista maneje con tanta suficiencia como lo que le rodea. El protagonista de ‘Memorias de un hombre en pijama’ es el propio autor, espejo en el que pueden mirarse los recién entrados en los cuarenta, urbanitas y de alma errante. Todo gira a su alrededor: sus fobias, su relación con su omnipresente pareja, las secuelas de los traumas no cerrados de la infancia, las conversaciones de barra de bar con los amigotes, el proceso creativo desde casa y los rutinarios actos de presentación de libros y viajes al extranjero.

Roca no se pone el pijama, lo cierto es que se lo quita y deja al descubierto, sin importarle, todo lo que tiene. Demuestra que reírse de uno mismo es una de las mejores recetas para paliar las insensateces de la vida diaria. Rápidamente hace suya la historia y no queda más remedio que acompañarle en la suma de situaciones cotidianas por las que pasa, entre el esperpento, la ternura y el surrealismo. Roca sabe sacar jugo a hechos intrascendentes como el proceso de descongelación de su frigorífico y convertir simples anécdotas en material creativo. ‘Memorias de un hombre en pijama’ construye así otro peldaño en la ascendente progresión de un autor que sabe llegar al público sin bajar el pistón ni conceder licencias ajenas a su voluntad, aunque su continua exposición mediática provoque que, últimamente, haya trabajos suyos que pasen por funcionariales. Esta obra, que en otros casos no pasaría de una simple recopilación y aquí goza de una coherencia insólita, corrobora todo lo positivo.

martes, 10 de abril de 2012

UNA COPITA DE CINE

El vino se fermenta en la oscuridad. El cine pasa la prueba de fuego con las luces apagadas. En ese silencio de negro se juzga su calidad. El vino se profesionalizó a finales del siglo XIX, justo cuando se alumbró el arte cinematográfico. Son productos únicos, a veces tutelados por el elitismo y otras al acceso de toda garganta. El buen cine se conserva y se defiende con ardor del cumplir años. El mejor de los vinos gana fama, prestigio y sabor con el paso del tiempo. El proceso de fabricación de ambos es igual de minucioso, aunque se dé en diferentes contextos. Una botella de vino puede saber de otra forma dependiendo del día que se abra. Una misma película entrará mejor o peor teniendo en cuenta diversos factores. Los dos son, en definitiva, organismos vivos, mutables, subjetivos.
 
Vino y cine forman una alianza fácilmente justificable. Su relación crece al añadir la larga lista de anécdotas que los une. Entre las curiosidades, la botella se descorcha al conocer la profesión del padre de Pedro Almodóvar, vendedor de vinos. Otro apellido ilustre es el de Lumiére. Los ínclitos hermanos alquilaron una bodega desde la que rodaron ‘Salida de los trabajadores de la fábrica Lumiére’. Fue en 1895 y lo que los libros de texto no ilustran es la copa de vino con la que se celebró la escena. Ya más en la actualidad, un puntal de ‘star system’ del séptimo arte, Viggo Mortensen, viajó a España en 2003 para rodar ‘Alatriste’ (2006). La ruleta de la vida le premió por partida doble: conoció a la que ahora es su pareja y se enamoró de un líquido color sangre que le emborrachó de placer. Al terminar el rodaje regaló al resto del equipo doce cajas de Rioja del 94, como recuerda el actor Juan Echanove r en el prólogo de ‘El cine del vino’, indispensable ensayo escrito por Bernardo Sánchez Salas.

España puede presumir, lo sabe Mortensen, de una gastronomía exuberante, fértil y variada. El panorama perfecto para condimentar cualquier película. Por sorpresa, no es así, salvo chispazos ocasionales o el empeño de algún cineasta (Bigas Lunas) en reivindicar la dieta mediterránea añadiendo a la receta un poco de picante. Con el vino sucede lo mismo. España ocupa el tercer puesto de países productores, aunque solo es el noveno en cuanto a consumidores. Sí lidera el ranking en extensión de viñedos, como supo reflejar Julio Medem en ‘Tierra’ (1996). Una inmensa superficie vinícola cubre este inclasificable largometraje, un delirio en tono realista en el que el vino ejerce un papel protagonista y no decorativo. Es una excepción, porque el cine español todavía ve demasiado lejos el otorgar a esta bebida que tanta fama internacional ha ofrecido al país la categoría de actor principal. Sí se la dio Alexander Payne en ‘Entre copas’ (2004), probablemente el mejor poema de amor escrito en honor al vino. De esta ‘road movie’ hecha para paladares exquisitos y alguno grueso han salido los mejores diálogos y escenas dedicadas a la bebida favorita de tantos.

Lo que corretea por las venas de los protagonistas de ‘Gran Reserva’ (2010) no es sangre, aunque tenga el mismo color. Es una de las series de moda en España, aupada por la audiencia y emitida por TVE. Enfrenta a dos sagas familiares separadas por viñedos y conflictos extremos. Hay críticos que opinan que es sospechosamente similar a ‘Falcon Crest’, legendario culebrón ochentero estadounidense, otra rodeada de bodegas.

El vino como un producto exquisito, remate a una cena que busca beso y puede que algo más, aparece en ‘Bon Appétit’ (David Pinillos, 2010), pequeña fábula antirromántica protagonizada por un joven cocinero español que viaja a Suiza para crecer profesionalmente. En Ginebra se enamorará de una compañera de trabajo, a la que agasajará a base de un poco de timidez y un mucho de mano culinaria. Si ‘Bon appétit’ recurre con elegancia al vino, ‘Fuera de carta’ (Nacho G. Velilla, 2008) lo derrama por la mesa. El vino funciona en esta caja de risas televisivas como un aperitivo del montón.

Hay que tirar de memoria para encontrar una película realmente representativa en esta simbiosis. Es ‘Marcelino pan y vino’ (Ladislao Vajda, 1954), título que, aunque hoy no diga mucho, figura en el salón de la fama del cine español.

Y la botella se acaba casi cuando ya asoman los títulos de crédito. Para la escena final nada más original que recurrir a uno de los mejores fragmentos de la última década del cine internacional. Pertenece a la citada ‘Entre copas’. Miles (Paul Giamatti), divorciado, deprimido y apasionado del vino, culmina su periplo por el largometraje solo y derrotado, andar paquidérmico y con la única compañía de una botella de gama alta. Giamatti decide honrarla como debe. Acude a un McDonald’s, pide un McMenú y, rodeado de adolescentes, la descorcha. ¡Salud!

'Una copita de cine', artículo sobre vino y cine aparecido en la revista Iberystyka ¿? de la Universidad de Varsovia (pág. 24).
http://www.iberystyka.uw.edu.pl/pdf/jornal/jornal-23.pdf

martes, 20 de marzo de 2012

'LA CHISPA DE LA VIDA'. Mota, nosotros


CRÍTICA DE CINE


'La chispa de la vida' (Álex de la Iglesia. España, 2012)

Pasan los años y se sigue a la espera de que Álex de la Iglesia haga diana. La suya ya es una trayectoria larga, de pocos baches y sin ese pronunciado pico que haga justicia a la catarata de piropos que el vasco ha ido recolectando desde ‘El día de la bestia’, todavía, y ya han pasado décadas, cumbre del recorrido. Visto lo que hay alrededor, no es poco lo conseguido por De la Iglesia, creador de una carrera respetable y poseedor de ese tanto tan inalcanzable para muchos que es el sello autoral. ‘La chispa de la vida’ respira esa atmósfera tan característica del cineasta, insana, escorada hacia el exceso, habitada por personajes extremos y en ocasiones bordeando el ridículo o la indiferencia. Como le ocurre al resto de su filmografía y pese a sus debilidades, ‘La chispa de la vida’ no defrauda. Tiene personalidad, acoge ciertas imágenes sumamente poderosas y sobre todo traza una aproximación a la crisis que envenena a España. Es, con casi toda probabilidad y puede que sin pretenderlo, la película de De la Iglesia que mejor encaje en el contexto en el que fue rodada. Ya no sorprenden tanto esos personajes extremos. La crisis ha multiplicado la bondad y la maldad de cada una de las personas afectadas y eso se aprecia en ‘La chispa de la vida’. De la Iglesia muestra querencia absoluta por el personaje interpretado por José Mota. La suya, de principio a fin, es una odisea por los bajos fondos de la sociedad del bienestar. Quiere tanto el director a este publicista que lo coloca como paradigma de ese ‘nosotros’ al que tan cruelmente golpea la crisis y lo conduce a un proceso de beatificación y limpieza moral que puede llegar a sorprender por su blancura a sus incondicionales. Hay esperanza, parece gritar el bilbaíno, aunque para ello se apoye, como refleja la escena final, en un tópico fácilmente cuestionable.

sábado, 25 de febrero de 2012

UL. LIBROWSZCZYZNA



Madrid me empequeñecía entre su inmensidad, pero no me daba miedo. Ahora las calles tienen otros nombres. La mayoría no sé leerlos. Vivo en un lugar impronunciable. Y si lo intento me equivoco. Aquí no soy pequeño, pero me da miedo, demasiado.

jueves, 16 de febrero de 2012

'KATMANDÚ'. Mal de altura


CRÍTICA DE CINE

'Katmandú, un espejo en el cielo'
(Iciar Bollain. España, 2012)

El cine social que acampó y proliferó en España a principios de siglo amenaza con repliegue. Los últimos trabajos de dos de los ilustres de este movimiento, Fernando León de Aranoa e Iciar Bollain, acusan síntomas de agotamiento debido a su progresiva estandarización y previsibilidad. En el caso de la cineasta madrileña es notorio el adelgazamiento que ha ido experimentando su carrera desde ‘Te doy mis ojos’ (2003). ‘Katmandú’ reproduce y aumenta los síntomas ya vistos en su anterior trabajo, ‘También la lluvia’ (2010), con la que comparte alejamiento geográfico y distanciamiento emocional. Acusa su nueva producción desde la cumbre un mal de altura irreversible: la falta de garra y tensión dramática del guión. La ausencia de un conflicto que estimule más allá de lo que arde por dentro de la protagonista, una maestra catalana interpretada esforzadamente por Verónica Echegui, termina por congelar el conjunto.

El diagnóstico es irreversible desde el arranque. ‘Katmandú’ construye una armazón a base de lugares comunes en este tipo de cine de denuncia social y le añade tropezones impropios de una cineasta tan experimentada como los irrelevantes ‘flashbacks’ sobre el pasado de la profesora. La cámara insiste en retratar la miseria interior y la belleza paisajística del país en cuestión, las dos caras, la documental y la postal, de Nepal. Por pantalla van desfilando una colección de temas peliagudos, desde el sistema de castas hasta la explotación infantil, en los que realmente apenas se profundiza. Bollain los desliza y prefiere centrarse en la capacidad de superación de la protagonista, que no desiste en su empeño de levantar una escuela pese a los problemas que se le plantean, ya sean burocráticos, económicos, pedagógicos –ahí hubiera resultado de interés una profundización- y culturales. El riesgo se desvanece por lo unidireccional del planteamiento. No existen respuestas cuando no se lanzan preguntas. ‘Katmandú’ afirma y golpea fuerte en la mesa, aunque el choque no dejará resonancias. Las (buenas) intenciones resultan insuficientes cuando no se acompañan de un envoltorio capacitado para sugerir y no únicamente mostrar.  

viernes, 20 de enero de 2012

EL 'ARCIPRESTE DE HITA' BAJA EL TELÓN


El Certamen Nacional de Teatro ‘Arcipreste de Hita’ de Guadalajara se despide de los escenarios. Tras 33 años dice adiós uno de los eventos escénicos de mayor tradición del país, asfixiado por la crisis económica que golpea a la cultura y ante la ausencia de un relevo de garantías.

El texto que viene a continuación es mi pequeño homenaje al ‘Arcipreste de Hita’, por tantas noches de teatro y amistad. Es un extracto que aparece en el libro ‘Teatro en vena’, publicado en 2008, uno de los proyectos en los que he puesto más ilusión en mi vida. Lo merecía.


El año que el ‘Arcipreste de Hita’ arrancaba sus funciones, 1979, Antonio Buero Vallejo ocupaba uno de los puestos de privilegio de la dramaturgia nacional. La tierra que le vio nacer, Guadalajara, era coto prácticamente cerrado a las representaciones teatrales. La oferta alcanzaba a contentar a un público determinado, que se reía al dictado de las revistas de la época. El ‘Arcipreste’ acabó con la sequía. Promocionó el teatro que se hacía en el resto de España, lo enseñó a los alcarreños y al mismo tiempo cubrió el hastío de los meses estivales. Las tres décadas del ‘Arcipreste’ son, por lo tanto, un manual para comprender la evolución cultural de Guadalajara, con sus cumbres heladas y sus pronunciados descensos a la caza de la obra perfecta.


Los fundadores del ‘Arcipreste’ fueron los primeros en reivindicar la necesidad de contar con un auditorio de garantías. De la Agrupación Teatral Alcarreña surgió el debate y el clamor popular que apoyó la construcción de un teatro público debidamente acondicionado. Perseveraron a pesar de la falta de respuesta política, creando el caldo de cultivo que puso en marcha ya con el cambio de milenio la construcción del Teatro Buero Vallejo. Pioneros en la provincia a la hora de reclamar el mecenazgo de las instituciones políticas para una actividad cultural, esquivaron la obligación de posicionarse bajo unas siglas y blandieron el escudo de una independencia que todavía defienden. Finiquitaron el vacío cultural de los meses estivales ochenteros de Guadalajara. Aguantaron años de sequía en las butacas, discursos institucionales en voz baja y unas arcas asediadas por las telarañas. Resistieron murmullos de cóctel, abandonos sin explicación, no contar con una sede aseada y hasta la acidez estomacal de la climatología. Las malas noticias, lejos de deprimir, fortalecieron al Certamen, implantado en una región, Castilla-La Mancha, desafortunada para casi todo.

Este 2008 el ‘Arcipreste de Hita’ alcanza las treinta entregas. Ha decidido mirar atrás y reflexionar sobre lo que vislumbra en los alrededores. El futuro es para los que se niegan a vivir el presente. El ‘Arcipreste’ hace cuentas desde la atalaya, lejos de idealizar lo vivido. La historia de un grupo de colegas que ha ido forjando desde el cariño un evento cultural diferente, que no se ha dejado corromper y que ha sabido conservar el olor suave de lo ancestral.

viernes, 4 de noviembre de 2011

RESCATE (IM)POSIBLE


Objetos imprescindibles
a poner a salvo los días de naufragio:
la candidez de la fotografía recortada del fotomatón,
los prismáticos de campamento
para atisbar a lo lejos
la orografía de tu cuerpo,
dos poemas escritos con la tinta que corre por tus venas,
un cuaderno para dibujarte las veces que haga falta,
la biografía que incompletamos juntos
y una lámpara mágica para pedirte
que pases por aquí
cuando no te necesite.

De 'Pequeños sueños gravemente heridos' (2011)

miércoles, 28 de septiembre de 2011

'SABER PERDER'. David Trueba


CRÍTICA LITERARIA

Obra: 'Saber perder'
Autor: David Trueba
Editorial: Anagrama
Género: Novela
Páginas: 544
Año: 2008


Hay libros transparentes, de un caudal arrollador que arrastra a su paso historias que terminan por desembocar en el interior del lector. Allí ya planean instalarse el tiempo que consideren, normalmente en régimen de alquiler vitalicio. Se lo han ganado a pulso, argumentan, tras horas de placer, disfrute y sufrimiento prestadas a su destinatario. Hay frases que la memoria arrancará de sus páginas y conservará. Personajes cuyas sinrazones algún día alumbrarán respuestas desde el ingenio o la resignación. Y situaciones que se darán por repetidas ante su aparición en el escenario de la realidad.

Pocas obras pueden llegar a tocar tal estatus. ‘Saber perder’ lo consigue por seguir el ideario antes expuesto a piñón fijo. David Trueba (Madrid, 1969), hoy cineasta, guionista y columnista y demasiado esporádicamente escritor, publicó en 2008 ‘Saber perder’, su tercera obra tras ‘Abierto toda la noche’ (1995) y ‘Cuatro amigos’ (1999. ‘Abierto toda la noche’ fue el primer peldaño veinteañero de una trayectoria que afinó con ‘Cuatro amigos’, certera radiografía, dura en ocasiones, tierna casi siempre, de un grupo de (no)perdedores unido por ese artilugio tan frágil denominado amistad. Ambas son dos novelas de degustación rápida, recorridas de principio a fin por situaciones cotidianas teñidas de incertidumbre, con personajes que irradian carisma (el antológico Solo de ‘Cuatro amigos’) y en las que no falta el uso del humor como agujero por donde se cuela el posible exceso de amargura.

‘Saber perder’ recoge lo mejor de esas dos obras y lo multiplica. Trueba captura con precisión fragmentos perfectamente definidos de la vida de cuatro personas, que más que nunca podrían ser ese yo, tú o aquel que tantos escritores ambicionan sin fortuna al crear sus obras. El madrileño define a sus protagonistas por un ahora que arroja luz sobre lo que fueron y lo que serán sin necesidad de plasmarlo. No necesita así tirar de contextualización para dotar de vida a sus criaturas, que hasta en sus momentos más bajos siempre tratadas con cariño por el autor. Esta apuesta entronca directamente con la mayoría de relaciones que establece el ser humano a lo largo de su biografía, definidas muchas veces por un ahora que tanto dice del antes y anticipa del después.

Es significativo que una novela de más de medio millar de páginas no desfallezca en tramo alguno. Esto sucede al mantener Trueba fidelidad a un estilo limpio, claro y sencillo que lleva hasta sus últimas consecuencias. Sin adornos, esboza a cuatro personajes que, aunque golpeados en diferentes proporciones por la vida, aguantan en pie. Nada es impostado en ellos ni en la mediación del novelista, que no tira de cruces artificiales entre ellos tan de moda a la hora de potenciar esa sensación de novela o película-colmena. Es cierto que hay tramos algo morosos, como los algo reiterativos escarceos sexuales del anciano Joaquín, el reverso a toda esa jerarquización de abuelos que habita en los seriales televisivos, simpáticos y fuente inagotable de anécdotas. En esos casos se ralentiza la lectura, aunque son tan febriles los cambios de perspectiva que esta rutina enseguida se desvanece ante el empuje juvenil de la jovial Silvia, presente y futuro y por ello eje del relato, el flequillo móvil del futbolista argentino Ariel y la que es, sin duda, la mejor creación del cuarteto, Lorenzo, ese padre de familia abandonado por casi todo y acosado por una conciencia gritona que, pese a los problemas, no se resigna a la búsqueda de algo similar a la felicidad.

Son todos seres creíbles, con sus heridas y fragilidad a superficie, afectados por la soledad, el desamor y el fracaso, cercanos y que pese a su aparente grisura revelan una profundidad abismal. A través de ellos Trueba pasa listado a temas que afectan de lleno a la sociedad española de principios del siglo XXI, como la inmigración, la situación de la tercera edad, el poder incontestable del fútbol e incluso la desestructuración del núcleo familiar, generando una mezcla íntima y sociocultural fascinante. La vida, eso es.

domingo, 4 de septiembre de 2011

'LA PIEL QUE HABITO'. El autor caníbal


CRÍTICA DE CINE

'LA PIEL QUE HABITO' (Pedro Almodóvar. España, 2011)

Pedro Almodóvar es un caso único, algo que ya no admite dudas. Es en sí mismo un género, perfectamente reconocible y al que el propio cineasta no renuncia aunque siga dando muestras de querer recorrer otras vías, de tomar unos riesgos que con una carrera consolidada por completo podría obviar. ‘La piel que habito’ es otra demostración de que su figura, estilo y todo lo que arrastra se coloca varios pisos por encima de lo que cuenta. Hay una inequívoca intención a lo largo del metraje de este desconcertante filme de dejar una huella que huela, se abra paso y se quede. Incluso cuando la historia, un frío y desapasionado drama bien masticable aunque olvidable casi al instante, no lo pide, Almodóvar firma secuencias, planos y líneas de diálogo que dejan su impronta. Es ‘La piel que habito’ así otro ejercicio autoral propio del manchego, aunque en esta ocasión descarte la comedia (no el disparate) y apueste por la grisura, la falta de sentimiento y los personajes movidos por las acciones y no por las emociones.

‘La piel que habito’ lleva de inicio al espectador de la mano. Va presentando con exasperante lentitud personajes y situaciones hasta que el puzle queda formado llegado el ecuador. Un largo flash-back se adueña entonces de la escena, como una telaraña de la que ya no se puede escapar, y la película muta en lo que realmente es, un contenido drama poco creíble y al servicio de las formas por el que se pasean temas como la venganza, la identidad sexual y la descomposición del núcleo familiar. Nada nuevo en el universo de Almodóvar, que conforma con ‘La piel que habito’ otro ejercicio de estilo que sabe canibalizar a su manera, perdida ya toda frescura e irreverencia del antes -como evidenció en ‘Los abrazos rotos’-, genial a cuentagotas –hay, como mínimo, un par de imágenes poderosas que golpean la retina- y que levantará tantas pasiones como indiferencia.