lunes, 29 de diciembre de 2008

CINCO INICIAL 'Mi viejo baúl' 2008

Top 5 Teatro 'Mi viejo baúl' 2008:

1. ‘Molly Sweeney’ (Brian Fiel): Dirección escénica en estado de gracia, interpretaciones de peso y un texto complejo e iluminador, con tanta altura poética como envergadura simbólica. ‘Molly Sweeney’ late con fuerza desde el primer al último parpadeo. Nuevo regalo de la Guindalera hecho desde la intimidad. Que no se corra la voz, que siga siendo un refugio escondido para los aficionados al teatro hecho a base de verdad.

2. ‘Carnaval’ (Jordi Galcerán): Jordi Galcerán deja a un lado los complejos y se atreve con un ‘thriller’, teatro de género confiado al buen hacer en la dirección de Tazmin Townsend. Perfume cinematográfico el proyectado por esta angustiosa carrera contrarreloj por salvar la vida de un niño en el que el autor de ‘El método Grönholm’ pone manifiesto la modélica arquitectura de cada uno de sus textos. El terror que nace del miedo a lo desconocido y la violencia sometida a la sinrazón gana por poco al suspense. Reflexión aparte para un desenlace enredado en una trampa y abocado a la posterior discusión y a una definitiva controversia.

3. ‘Après moi, le deluge’ (Lluïsa Cunillé): Conversación a dos mantenida en un escenario cerrado, la habitación de un hotel de lujo. Con tan contados mimbres, Carlota Subirós sacó todo el rendimiento posible al texto de Lluïsa Cunillé, escaparate de las miserias del continente maldito. Occidente sonríe mientras África muere. Flechas envenenadas lanzadas desde las pestilentes cloacas de Kinshasa que se van clavando en el alma de dos personajes corrompidos por el pasado y el cinismo. Con sus defectos, un texto y un montaje necesarios.

4. ‘La tortuga de Darwin’ (Juan Mayorga): Sin ser de lo mejor de Juan Mayorga, una obra que dignifica el devaluado concepto de teatro comercial. La consagración definitiva de Carmen Machi, que carga a la espalda con el pesado caparazón de una tortuga bicentenaria y con el tonelaje total de un artefacto maravillosamente ensamblado por la pericia de Ernesto Caballero. Todos los elogios por inventar a una interpretación para enmarcar, virtud a la que añadir la capacidad probada que poseen los textos de Mayorga para inquietar, entretener y hacer reflexionar.

5. ‘Kampillo o el corazón de las piedras’ (Pepe Ortega): El último aliento de la Sala Ítaca antes de quedar sepultada por el papeleo burocrático. Teatro duro de mascar, un laberinto de emociones que pone complicado el hallazgo de la salida, un cara a cara con el espectador que no huye de asuntos habitualmente intocables –el terrorismo y la reinserción- y enseña con fino humor y heroísmo de bajos fondos qué hacer con esas heridas del pasado que no cicatrizan.

Mención especial: Roberto Álamo, por ‘Urtain’ (Animalario), un montaje que se quedaría semivacío sin su descomunal interpretación.

sábado, 27 de diciembre de 2008

'MOLLY SWEENEY'. Los lamentos del deseo


'Molly Sweeney'

Autor: Brian Fiel
Adaptación y dirección: Juan Pastor
Reparto: María Pastor, Raúl Fernández, José Maya
Escenario: Guindalera (Madrid). 26 de diciembre de 2008

Cuánto daño puede provocar la solidaridad mal encauzada, aquella que involuntariamente invierte el rumbo y convierte intenciones plausibles en pésimas gestiones. En un recuento subjetivo, puede que menos que esas otras acciones movidas por el irrefrenable y personal empeño en cicatrizar heridas relacionadas con el orgullo. La ceguera de Molly Sweeney, una treintañera instalada en la armonía de una vida plena en todos los sentidos, asumidas sus limitaciones, se topa de frente con esa pared de anchura doble. Una vez alcanzada la estabilidad y liquidados los problemas de la infancia, la pizpireta protagonista se ve envuelta en un progresivo retroceso a la marginalidad, traducida en una oscuridad casi definitiva. La culpa hay que atribuírsela a un joven dispuesto llegar hasta el final para que la mujer con la que se ha casado recupere la vista y a un doctor que pretende recuperar un prestigio profesional ensuciado en el pasado. Representantes cada uno del sector emocional y del científico, unidos por distintas causas para menoscabar la alegría de Molly, ciega desde los diez meses de vida. Hasta qué punto se le puede reprochar a la protagonista lo que le sucede es una tarea que se asigna a cada espectador. Que lo vea, escuche y que juzgue, dictamina con inteligencia Juan Pastor, responsable de montar un texto de perfil ‘chejoviano’ escrito por el irlandés Brian Fiel, una nueva pugna que enfrenta a deseo y equilbrio.

Pone Pastor al servicio de las profundidades simbólicas del texto todos los instrumentos manejados desde la dirección. Un escenario limpio y desnudo cede la responsabilidad a los intérpretes, que se hacen dueños de tan potente material dramático. Molly se coloca en el centro, flanqueada por el doctor y su joven esposo, iluminados de forma alternativo por tímidos destellos de luz. Un triángulo que va elaborando la historia de manera externa a los acontecimientos, narraciones indirectas y soltadas de cara al público, con lo que eluden el enfrentamiento y posicionan al montaje en un código hermanado con el relato oral. Todo en un tono de fábula contada en la intimidad, en un silencio sólo roto por la desesperación con la que Molly revela su inconformidad interna a la operación de reconstrucción óptica a la que va a ser sometida. La manifiesta en la noche anterior mediante un frenético baile en el transcurso de una fiesta que recuerda a aquella otra que con tanta brillantez reflejara James Joyce en ‘Dublineses’. La seductora melodía de ‘El lamento de Limerick’ suena de fondo mientras Molly se despide de la lógica de treinta años de oscuridad asimilada y se apresta a recibir un nuevo universo de imágenes y formas que le llevará a una ruptura total de esquemas ya establecidos.

Cuando se descubren las consecuencias que la operación ha dejado en Molly la obra no desfallece. Ya está completamente solidificada, lista para exprimir todo su significado, para dejar volar el lirismo que impregna cada uno de los monólogos, tajadas de textos que se dicen y se sienten por actores, los tres, de oficio. Esa es la palabra. Cada uno se aventura por los derroteros técnicos que exige la compleja personalidad de su personaje. María Pastor se lleva la mejor parte con una interpretación magnética. Es una Molly que exterioriza todo lo que le pasa por dentro. Necesita hacerlo ante la convulsión provocada por un amor fulminante, el proceso preoperatorio y su desenlace. Raúl Fernández lleva a Frank al otro lado del escenario, joven atolondrado que no ha hallado el sitio que le corresponde, lleno de tantas buenas intenciones como temeroso de asumir responsabilidades. La seriedad la pone el doctor Rice, otro rol afilado el construido por Fiel y trabajado con solvencia por José Maya. Una terna que ilumina al arrebatador personaje central y que constata que el éxito, como concluye el actor José Sancho en las memorias que acaba de publicar, ‘Bambalinas de cartón’, se mide por lo a gusto que uno está con su vida y no por lo lejos que haya llegado.

Ahí, en esa teoría que sale de la experiencia, anida todo el jugo que se puede extraer de esta ‘Molly Sweeney’, nostálgica balada irlandesa tejida con fino hilo poético por Juan Pastor. Una nueva muestra de teatro hecho desde las entrañas, sincero hasta la médula y con la chispa y el aplomo necesario para que su mensaje, alejado de un fondo moralizante, salga adelante entre tantas decisiones tan miserablemente humanas.

lunes, 22 de diciembre de 2008

'EL HOMBRE QUE QUISO SER REY'. Los cinco sentidos de la aventura


'El hombre que quiso ser Rey'

Autor y dirección: Ignacio García May
Producción: Centro Dramático Nacional y Tigre Tigre Teatro
Reparto: Marcial Álvarez, José Luis Patiño. Majid Javadí y Eduardo Aguirre de Cárcer (músicos)
Escenario: Sala Princesa del Teatro María Guerrero (Madrid). 21 de diciembre de 2008


En una gruta escondida del bullicio de la gran ciudad, un mercader descalzo, vestido con una túnica y cubierto por un turbante subasta una alfombra. Oferta rechazada por los curiosos, material de poca calidad. Vuelve a la carga y ofrece un producto de linaje superior. Nueva negativa. Cede y finalmente pide unas monedas a cambio de relatar una historia. Así, apelando a un recurso clásico, se activa el resorte que impulsa a ‘El hombre que quiso ser Rey', una función que hace de la sencillez y la limitación de medios planteada una virtud. A base de imaginación, puesto que lo único que se puede echar de menos en esta obra de género puro y duro, se agradece, es una hoguera a la que rodear antes de abrir bien los oídos y dejarse atrapar por el seductor relato entonado por el vendedor de alfombras.

Ignacio García May logra transportar al espectador a una realidad muy alejada de la suya, a un mundo exótico poblado por soldados buscavidas, tierras lejanas, tesoros perdidos y serpientes venenosas. Un viaje al reino perdido de Kafiristán, billete en clase VIP para la memoria y territorio señalado para la leyenda y sellado por la literatura de Rudyard Kipling. Lo ha hecho exprimiendo a tope sus contados recursos. Dos (excelsos) músicos que se desdoblan en actores cuando la situación lo requiere, alfombras de valor incalculable, una sábana blanca que tapa de nieve a los protagonistas, otro par de taburetes y unos inmaculados uniformes coloniales. La imaginación tapa las zonas a los que no llegado el presupuesto de esta producción modesta de ropaje, paupérrima a nivel económico en comparación de la versión cinematográfica encumbrada por John Houston, Michael Caine y Sean Connery.

El filme queda así como una referencia alejadísima de lo expuesto por la adaptación de García May, que ha colocado hábilmente el texto al servicio de una puesta en escena brillante, rápida, diligente y condensada. Ante lo visto y vivido, una experiencia física casi en primera persona, en un segundo plano se coloca la lectura profunda de las experiencias por tierras indómitas de esos dos pícaros de casaca roja. Como toda leyenda resistente al paso del tiempo, ‘El hombre que quiso ser Rey' se gana la atención del oyente sin estridencias, un puzzle que va encajando en silencio, poco a poco, artesanalmente. En el camino a la resolución, porfiada al ‘mametiano’ recurso de hombre humilde involucrado en una situación que le supera, deja escenas a guardar como la llegada de Carnehan (Marcial Álvarez) y Dravot (José Luis Patiño) a los asalvajados poblados de Kafiristán, cuatro en escena que se proyectan como centenares. Otro tanto para la perfecta escenografía verbal diseñada desde la dirección, una obligación a mantener los cinco sentidos, de una forma u otra, atentos.

Teatro en miniatura que puede competir en interés y rendimiento escénico con cualquier otro proyecto de colosales dimensiones, ‘El hombre que quiso ser Rey’ deja de lado apuntes históricos y lecturas moralizantes para entregarse por completo a lo que debe ser una obra del género de aventuras, tan poco tratado en el teatro: el entretenimiento. Sólo esa modestia tan asumida desde el inicio y algún toque cómico innecesario le impide cuadrarse como un montaje sin tacha alguna.

sábado, 20 de diciembre de 2008

'LA TABERNA FANTÁSTICA'. Parroquianos del pasado


'La taberna fantástica'

Autor: Alfonso Sastre
Dirección: Gerardo Malla
Producción: Centro Dramático Nacional
Escenario: Teatro Valle-Inclán (Madrid). 17 de diciembre de 2008


La afirmación admite pocos titubeos. La obra de Alfonso Sastre pasa por un gozoso estado de forma. Tras un largo recuento de décadas sometido al silencio, el vacío y hasta el desprecio, se asiste a un proceso de reconocimiento de los méritos acumulados por un autor que colecciona los condicionantes precisos para portar la mal asumida etiqueta de maldito, a la altura de artistas de otros territorios como Antonio Vega y Juan Goytisolo. Colectivo de resistentes en todo caso, aunque ya escépticos perdidos para la causa. En el caso de Sastre, la suya ha sido una actividad incesante que cubre análisis teóricos, ensayos, textos oscurecidos por la censura y otros atrapados de forma incomprensible en ese túnel que conecta a la literatura dramática con el escenario.

Proyectos arropados por el Centro Dramático Nacional como ‘La taberna fantástica’ ponen en su sitio a un dramaturgo heterodoxo que siempre ha tenido algo interesante que contar, aunque perdido tantas veces en los excesos que conlleva la fe inquebrantable en las causas perdidas. Sirva esta nueva reposición de ‘La taberna fantástica’, acercamiento poco contemplativo al extrarradio madrileño del franquismo tardío, para subrayar las virtudes del teatro de Sastre, una escritura precisa, directa y sin medias tintas. Un texto que, si bien no se abre al volcán ideológico y de denuncia que ha regido la mayor parte de su trayectoria, si queda como manifiesto de la autenticidad de las líneas tejidas por el madrileño y testimonio de la existencia de unos seres humanos a los que no se solía dar voz y presencia en el ámbito cultural.

Gerardo Vera ha puesto en manos de otro Gerardo, Malla, un montaje que ya tutelara hace más de dos décadas. Sorprendió a mediados de los 80 la repercusión obtenida por este drama de caña, navaja albaceteña y venganzas de barriada, que colocó a Sastre en una cúspide que anteriormente tenía vetada. Malla ha optado por no desempolvar aquel espectáculo y así rescatar el mismo espíritu. Arma de doble filo, puesto que asoma el peligro del anacronismo para unos personajes sepultados por el –oscuro- pasado del país. Por ‘La taberna fantástica’ desfila un batallón de tipos de vuelta de todo. Seres descarriados con la violencia y la marginalidad tatuadas en las venas. Perdedores en grado sumo acunados por Luis (excelente Carlos Marcet), un tabernero que tira cañas como ya no se hace, con los dedos de espuma justos, confesor y algo más de la larga ristra de compulsivos bebedores que se citaban puertas adentro de tan particular cantina. A trago limpio, ‘La taberna fantástica’ va componiendo una tragedia típica de los bajos fondos, envuelta por puñaladas verbales de lenguaje de extrarradio. Es ese punto cuando más brilla las dotes de Sastre, en la milimétrica reproducción de una jerga tan concreta, responsable directa de una ambientación que por sí mismo vale más que la exigentísima escenografía, casi de porcelana, levantada por Quim Roy. Un diccionario que seduce a los oídos por encima de un argumento de poco peso y que va perdiendo fuelle desde el arrebatador prólogo hasta el huidizo desenlace.

El CDN no ha escatimado en detalles a la hora de sacar adelante el proyecto: producción de envergadura, de kilométrico reparto y dotada de una envoltura visual y melódica de primer nivel. Aires renovados en ese sentido, al contrario que lo trabajado desde una dirección conservadora que conduce a un cruce de interpretaciones desiguales, algunas con el aroma ochentero de la naftalina, y a una historia que sonará tan lejana a la nueva legión de espectadores, detectado el riesgo de relacionar el legado de Sastre con un teatro demasiado polvoriento. Esa conexión entre pasado y presente se advierte como el hilo más débil de un montaje al que una corriente de aire fresco le hubiera venido mejor. Tanto respeto al espíritu de la primera versión resta verismo, no autenticidad, a lo exprimido por esta función, cuyo potente valor simbólico ha quedado, por medio del tiempo transcurrido, por debajo de esa línea de denuncia y compromiso defendida siempre por Sastre. La chispa que da el atrevimiento y deriva en la novedad.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

TRÉBOL DE CERVEZA NEGRA

(Escrito ganador de Creajoven 2008, categoría 'Cuaderno de viajes')

TRÉBOL DE CERVEZA NEGRA


I. AEROPUERTO DE DUBLÍN

Una leyenda de origen tabernario asegura que Martin Sheen, estrella en ‘Apocalypse Now’, juerguista oficial de Hollywood y padre de otro actor de relumbrón, Charlie Sheen, estudia en la Galway University. Que se pasea, ya setentón, a bordo de un descapotable, y que suele pasarse por algún fiestorro de esos que organizan los Erasmus en vísperas del fin de semana. Si se exprime la imaginación se le puede ver paseando por el jovial campus académico de la ciudad irlandesa, carpeta al brazo y rodeado de holandesas de embaucadores iris azulados. Como toda leyenda que se precie, hay que darle una cuota fija de verosimilitud. Un puñado de fotos que pululan por la red añaden más misterio al asunto.

Verdaderamente, en pocos sitios se puede pasar tan desapercibido como en Galway, un combinado de nacionalidades, razas y pautas de comportamiento que convive en perfecto equilibro, un conjunto armónico que se ve acompañado por la magia élfica de sus paisajes y el carácter amigable de sus gentes. El visitante, por ojos rasgados, acento intraducible y objetivos extravagantes que persiga, no llamará la atención. En Galway se respira tranquilidad. Aunque Martin Sheen la haya elegido como lugar de residencia.

Acudo a Galway, 196 kilómetros al oeste de Dublín, por varios motivos. La necesidad de recuperar la inspiración tras un largo periodo en el dique seco ocupa el primer puesto, seguida del amor reverencial que uno profesa al país del trébol tras varias estancias estudiantiles. Como Dublín se salía de los márgenes -la capital ha perdido encanto a pasos agigantados-, Galway se puso en el pedestal de mis preferencias. El mes ideal sería septiembre, todavía bajo el manto alargado del verano y con la ciudad a la espera del desembarco estudiantil de octubre, fecha de inicio del curso académico.

La tercera villa irlandesa en población tras Dublín y Cork regala copioso material para historias de alto tonelaje poético. En esta ciudad costera que vive y deja vivir se refugiaron artistas como William Butler Yeats, que se enfrascó en largas conversaciones con la niebla que depararon algunos de los versos más estremecedores de la literatura británica. Yeats pasó largas temporadas en Galway, renunciando a la vida cultural de la capital, la adecuada para colmar el ego de escritores de su talla. Si se llega a conocer Galway en profundidad, se comprenderá esa decisión. El viaje se inicia bajo las citadas premisas y con un calculado deseo de distanciamiento de la comodidad del día a día. A lo Yeats, en miniatura.

Bajo del avión. Un vuelo sin complicaciones, con el silencio de los trayectos aéreos que se encuadran lejos de las rutas turísticas. Recorro los pasillos familiares del aeropuerto de Dublín. Observo a la gente ataviada con periódicos y tarjetas de embarque. La rutina acelerada de Barajas se ha transformado en apenas minutos en la prisa cómoda que acompaña a los ejecutivos irlandeses y a las muchachas que despegan hacia el sol. Toda una filosofía de vida. Las reflexiones del recién llegado me acompañan mientras espero al autobús de línea.


II. AUTOBÚS DE LÍNEA. DUBLÍN-GALWAY. FILA 7, ASIENTO 26.

Vuela la imaginación y me asaltan los recuerdos. Ya lo escribió Yeats. Un paseo por esas calles empinadas que culminan en las inquietas aguas del Atlántico dispara la creatividad. Un dato que ya anuncia la policromática travesía que une Dublín con Galway. El autobús avanza recreándose en el paisaje que posa tras los cristales como una modelo de modales exquisitos. Nadie golpea el claxon ni se realizan adelantamientos suicidas. Todos parecen estar de acuerdo en que hay que disfrutar del viaje. Un pacto del que la vista sale reforzada.

Una neblina cada vez más densa se va apoderando de las llanuras verdosas en las que pastan en paz rebaños de vacas de anuncio publicitario. Galway se aproxima. Los acantilados que se asoman por el fondo, con el mar salvaje que acabó con las esperanzas de la Armada Invencible en el siglo XVI como testigo, le confieren a la escena un ambiente de película con aroma a café humeante de taberna marítima. Ahora puedo comprender al Clint Eastwood de ‘Million Dollar Baby’. El cineasta cinceló sabiamente un viejo púgil harto de pelear con la vida que anhelaba pasar sus últimos días en la costa oeste de Irlanda. Eastwood se refería a esto, sin duda. El lugar al que uno escaparía y en el que no desearía ser encontrado jamás.

El espíritu de tantos creadores que han frecuentado Galway a la caza de la inspiración ya se palpa, se saborea con la certeza de que en lo efímero se esconde lo maravilloso. Restan tres kilómetros. Consecuencias de la globalización y de la reciente prosperidad económica del país, impulsada por el sector de la construcción, Galway no supone el reflejo cristalino de esa Irlanda profunda, ancestral y fantasmagórica, condiciones atribuidas por tantas películas, canciones, libros y leyendas. Pero es innegable que se aproxima a esa idea de reducto al que van a parar los que quieren saldar algún tipo de cuenta con las alturas. Aquellos que van o vienen, almas perturbadas, corazones inquietos.


III. CAMINO AL HOTEL

El viaje, tres horas y siete euros por cabeza, acaba en las puertas de lo que vendría a ser una oficina de turismo. Está en el principio de una cuesta que se pierde en el horizonte. Primer aviso. Galway es un tobogán, diseñada al estilo de una mortífera etapa rompepiernas del Tour de Francia. Chispea con poca intensidad, casi se diría que con amabilidad. Es una característica habitual de la climatología irlandesa, al igual que la visión de un sol dominante en las alturas que reluce escudado entre un colectivo de nubes grisáceas. El astro rey sale, desaparece y vuelve a irradiar luz en cuestión de minutos. Actúa como si girase en un tiovivo, niño travieso de las alturas. Por lo visto, toca mañana plácida de septiembre. Aunque pronto se confirmará el carácter rebelde de las nubes irlandesas.

Camino del hotel, se inicia el recuento de Bed&Breakfast. Son casas de dos pisos con jardín, separadas por vallas de madera de clase de iniciación al bricolaje, aparcamiento de una plaza y caseta para el perro. La mayoría presenta a pie de puerta una alfombrilla que regala al visitante un lema amistoso. Un cartel indica si hay habitaciones disponibles y la hora a la que se sirve el desayuno. Los propietarios suelen ser matrimonios con hijos mayores ya independizados, que rentan las habitaciones al turista ocasional. Ingresan a cambio una pequeña cantidad económica, aunque el principal beneficio lo encuentran en el componente afectivo. Salvo excepciones, tratarán al visitante como uno más de la familia. Las desconfianzas, tan en boga fuera de la isla, aquí palidecen en beneficio de la amabilidad y del favor que no busca nada a cambio.


IV. ‘DOWNTOWN’


Las viviendas del centro no superan los dos pisos, por lo que la altura de los edificios apenas excede los cuatro metros. Una ciudad disfrazada de pueblo escondido entre los acantilados, con el encanto que encierra la definición. El ‘downtown’ de Galway empieza en una plaza monumental, la Eyre Square, en la que un grupo de franceses se mofa de la vestimenta gótica de dos adolescentes que encajarían perfectamente en el papel de chicos raros del instituto. La plaza se abre definitivamente a la Shop Street, el pulmón por el que respira Galway, 60.000 habitantes al alza. La calle, que desemboca en el punto en el que el río Corrib realiza esta misma acción, se ha maquillado en los últimos tiempos. Un tipo pelirrojo canta con una guitarra, fragancia acústica de campamento estival de colegio religioso. El parecido físico es asombroso, aunque no es Glen Hansard, el cantautor que salió del anonimato gracias a su participación en la película ‘Once’ (John Carney, 2007). Hansard es desde hace unos meses una celebridad en Irlanda. Ganó inesperadamente un Oscar por algo tan sencillo como entonar una canción de guitarra, guantes y funda, la maravillosa ‘Falling Slowly’. Un cantautor a la antigua usanza que ya no correteará por las calles de Dublín. Otra leyenda para un país que no sabría respirar sin estas historias de superación.

Lejos de la idealización que propone la fórmula ‘Once’, la Shop Street ha adoptado el modelo de consumismo europeo. Las tiendas se reparten en cada acera. El pórtico más ancho pertenece a un centro comercial en el que anidan establecimientos de firmas de ropa internacionalmente reconocidas. Por supuesto, inaccesibles para el mileurista. Aun así, persisten rasgos que delatan que no todo está perdido, como los malabaristas que se citan cada noche a la caza de las monedas que deja caer la generosidad asociada a la borrachera o el hipnótico sonido que se escapa de las puertas entreabiertas de los clubes nocturnos de jazz, custodiados por fornidos guardaespaldas sonrientes.


V. ‘AL INFIERNO O A LOS CONNACHT’

Los irlandeses son tipos tranquilos, otra verdad a sumar en la cuenta del tópico. Gente que pasea por la calle sin levantar la voz. Un taxista que se compadece de tu desorientación y no te cobra por un viaje demasiado breve. Un conductor de autobús que no duda en detener la venta de billetes para ayudar a subir un equipaje pesado. Dos jóvenes que prestan el móvil a un desconocido en la madrugada de la dublinesa O’Connell Street. Geográfico cruce de caminos, los irlandeses se han acostumbrado a convivir con el visitante. La sociedad ha crecido amparada en esa diversidad, al tiempo que respetaba las viejas tradiciones. El rugby es una de ellas.

Galway se vacía los sábados por la tarde. Sus habitantes acuden en masa al campo de los Connacht. ‘Al infierno o a los Connacht’ reza el lema promocional del equipo. El estadio se sitúa en medio de una explanada, a muy poca distancia del cementerio gótico de la localidad, un lugar escalofriante, por cierto, si se gira el cuello de madrugada y, de improviso, uno se topa a centímetros con una imagen que podría haber salido en estampida de un relato de Lovecraft.

Asistir a un partido de rugby en uno de los países que veneran este deporte -Irlanda es un habitual del legendario Seis Naciones- es una experiencia altamente recomendable. Las comparaciones con un choque futbolístico se desvanecen desde el pitido inicial. El taquillero ofrece las entradas a precio reducido, descuento de estudiante. No busca hacer negocio con el novato. El público accede al graderío con botellines en la mano. Está permitido. Se sabe que nadie se atreverá a usarlos como arma arrojadiza. Salta al campo el equipo rival, un combinado escocés con el que existe máxima rivalidad, según explican desde los altavoces del estadio, y no se le abuchea. Un silencio respetuoso se extiende por el campo.

Me sitúo en un lateral, apiñado entre un grupo de irlandeses ataviados con la bufanda de los Connacht. Un hombre de mediana edad y barba frondosa que acompaña a un niño al que la mascota del equipo, una especie de pollo recalentado, acaba de regalar un pequeño balón amelonado, me pregunta por mi nacionalidad. Me cuenta que ha estado en España un par de veces. Todo gira alrededor del sol, la playa y la religión, lo último una nueva demostración de que proceder de un país de mayoría católica es un salvoconducto social en Irlanda. La conversación se alarga y entra en el terreno del rugby.

- Es un deporte incomparable. El único a nivel de selecciones que aglutina a toda Irlanda. Hasta se han tenido que inventar un nuevo himno. Aunque sólo sea por unas horas, une a gente de convicciones totalmente opuestas.

Le miro y trato de encontrar algo en España que pudiera compararse con lo que acaba de exponerme. Decido dejarlo por imposible.

Me despido amablemente. Durante el descanso cambio de ubicación y me coloco detrás de una de las zona de marca. Los niños corretean con total libertad a unos escasos centímetros del campo. Nadie les llama la atención. Acaba el encuentro. El resultado parece no importar. El equipo local ha perdido, pero ha peleado hasta el final y la afición lo agradece en forma de cálida ovación. Y lo más llamativo, ¿ha habido árbitro?


VI. FÚTBOL Y PINTAS


El fútbol en Irlanda se coloca en un plano secundario. Importa la selección nacional, de capa caída la última década. Los clubes irlandeses apenas asoman la cabeza fuera de las ligas regionales que componen la estructura futbolística del país, asimilada bajo las siglas FAI. Uno de los pocos equipos que ha logrado ganarse el respeto dentro de las islas británicas ha sido el Derry City. Cito a este club para ilustrar con una anécdota el espíritu que está bañando mi periplo por Ia costa oeste de Irlanda.

La segunda noche en Galway decido tomar unas cervezas en una taberna del centro de la ciudad. Accedo a un establecimiento de pintoresco aspecto externo. Por dentro, su estructura se asemeja a la bodega de un navío del siglo XVI. Dando por buena la impresión, una bandera pirata cuelga de una de las paredes. Otra se cubre con una vitrina en la que se exponen más de un centenar de jarras de cerveza. Vacías, por si acaso. Las rellenas por el líquido de la cebada están en posesión de los parroquianos, unas dos decenas de nativos entre los que se inmiscuye una familia rubiales de aspecto nórdico y dos veinteañeros que conversan a grito pelado. Italianos, probablemente.

Dos actitudes me llaman la atención dentro de esa atmósfera saturada de alcohol, humo y cánticos. De un rincón de la barra, el más alejado de la mesa que ocupo, empieza a salir un melodioso sonido emitido por dos voces rudas y cargadas de años. Un par de hombres que superan la cincuentena golpean sus jarras atiborradas de cerveza mientras entonan viejas canciones en gaélico, indiferentes al jaleo que les rodea, desinteresados por un mundo que ya no es el suyo y que no quieren comprender. La imagen daría para arrancar una novela. Tres televisores sintonizan con un partido de la UEFA. Enfrenta al Derry City con el Paris Saint-Germain. Un grupo de seguidores del conjunto irlandés ríe, bebe y protesta las decisiones arbitrales frente a mi mesa. Temibles ‘hooligans’, me impone el sentido común. Sorprendentemente, optan por apartarse nada más percibir de mi parte un leve gesto de interés por lo proyectado.

- ¿Así puede verlo bien? –brama un hombretón de pómulos rosáceos.

El joven del mentón enrojecido y tres de sus acompañantes se apartan para mejorar la visibilidad de un foráneo, aun a costa de perder la suya. Aquello que Dublín se negó a enseñarme, Galway me lo muestra sin haberlo solicitado. Actos tan sencillos como hermosos. Si no fuera porque las telarañas anidan en los bolsillos de mi pantalón, no dudaría en compartir una pinta con estos extraños, más cercanos que muchos de aquellos que me rodean a diario.


VII. TÉ Y PASTAS

La tercera mañana de mi estancia en Galway adquiero una representación de prensa de tirada nacional y local. Un caso de corrupción política, nada comparable a la especulación urbanística tan de moda en España, centra la actualidad. A pie de portada, el diario más vendido de Galway da noticia de un suceso: la sustracción por la fuerza de tres euros a un viandante. Leer para creer. Esa misma mañana la agenda obliga a un recorrido por la Universidad. La sombra de Martin Sheen se agranda.

Poco tiene que ver aquel ambiente con el caos, asfixiante y entrañable, de la Universidad Complutense. Extensas explanadas de césped semidesierto rodean edificios silenciosos, imponentes, distintos. Recuerdo la prisa continua del campus madrileño, las hordas de semiadolescentes con carpetas, el ruido obligado de los pasillos de la facultad. Ni siquiera la Universidad, bullente por naturaleza, perturba la calma de Galway, su serenidad asumida. Me alejo después de una pausa de lectura solitaria para dirigirme al Spanish Arch, punto señalado en los mapas turísticos y visita obligada para el forastero. Discreto, silencioso, alejado de la majestuosidad del que demanda atención. Paseo por la costa durante algunos minutos, observo la desembocadura imponente del Corrib y esquivo la mirada escrutadora de las gaviotas. Me refugio en una galería vanguardista escondida en un recodo junto al arco. Contrastes en medio del silencio. Me alejo del mar y abandono el centro, salpicado de sonidos de canción de autor, para dirigirme a la periferia, al reencuentro con una infancia borrada por los desengaños del paso del tiempo.

Las callejuelas del centro desaparecen para dejar paso a los centros comerciales y las tiendas de bricolaje. Luce el sol y aún es de día, últimos suspiros de luz en el ocaso del mes de septiembre. La ruta me conduce a la casa que, algunos años atrás, se convirtiera en refugio de una inocencia con deseos de conocer nuevos mundos, un puente al otro lado de los golpes de la vida. Tranquilidad escondida detrás de paredes blancas, puertas azules y pequeños jardines de clase media. Una sonrisa cómplice abre la puerta, me hace un hueco en la cómoda salita plagada de fotos familiares y me ofrece un pastel cocinado a fuego lento. La conversación transcurre entre recuerdos borrosos, comentarios intrascendentes, despedidas de soltera en Barcelona y la embriagadora sensación que supone regresar a un lugar que parecía desaparecido para siempre, a un rincón imborrable que volverá a evaporarse. Nuevamente compruebo las diferencias palpables del carácter irlandés, la hospitalidad del entrañable semidesconocido que no duda en ofrecerte té y pastas delante de su foto de comunión. Una oportunidad impensable en la bulliciosa Madrid.


VIII. AUTOBÚS DE LÍNEA. GALWAY-DUBLÍN. FILA 7, ASIENTO 26.

La calma que Galway me había ofrecido durante días se evapora cuando el viaje comienza a apurar sus últimos sorbos. Chaparrón impertinente, ausencia de paraguas, carreras resbaladizas hasta la parada de autobús. Un conductor aficionado al aire acondicionado dirige mi despedida, rumbo a aquel aeropuerto familiar que me espera entre niebla y tormenta. Los viajes de vuelta siempre resultan más breves, fenómeno provocado por la tranquilidad del que no espera la llegada. Ejecutivos con tarjeta de embarque y jovencitas que despegan hacia el sol comparten mi tiempo junto a la puerta de salida. Apuro el último diario irlandés mientras una azafata me ofrece un ejemplar de prensa española. La selección vence 4-0 a Ucrania. Vamos a ganar el Mundial. Otra vez. Todo sigue igual, por fortuna. Pido una cerveza. Negra, por supuesto. El dibujo de la chapa me llama la atención. Un trébol de cerveza negra. Dos horas después, Madrid me devuelve la rutina acelerada y entrañable de lo conocido. Regreso a casa con los objetivos cumplidos. Ocho páginas en un suspiro de tres días. Calma, escritura y la perpetuación de dos leyendas, la de Martin Sheen estudiante universitario y la de Irlanda como el mapamundi de mis sentimientos.