sábado, 31 de mayo de 2008

'KAMPILLO O EN EL CORAZÓN DE LAS PIEDRAS. Acto de justicia

CRÍTICA DE TEATRO

'Kampillo o en el corazón de las piedras'
Autor y dirección: José Ortega
Escenario: Teatro Lara (Madrid). 29 de mayo de 2008

Como si fuera un guiño burlón del destino, el desmantelamiento de la madrileña Sala Ítaca ha coincidido con el salto a la esfera comercial de ‘Kampillo o el corazón de las piedras'. Las siglas del dueño de la instalación y las del autor de la obra teatral son idénticas. Corresponden a José Ortega, responsable al alimón de una de las iniciativas culturales privadas más elogiables vista en los últimos tiempos y de un texto profundísimo llamado a traspasar las fronteras de las salas alternativas, como ha sucedido. La oleada de elogios recolectada por ‘Kampillo o el corazón de las piedras' viene a ser así una recompensa al mal trago de contemplar como se derrumba por cuestiones ajenas al ámbito estrictamente cultural un proyecto artístico apasionante, un poético salto al vacío de los que ya sólo se ven a cuentagotas.

En ‘Kampillo o el corazón de las piedras', José Ortega maneja con suma habilidad una serie de planteamientos de un tonelaje considerable. No es nada habitual toparse con un texto que mire de frente, de una manera casi visceral, temáticas tan desgastadas como las segundas oportunidades y otras casi intocables como el terrorismo vasco. Ortega las une y engrasa con mucho oficio en este artefacto escénico pulcro y claro resultante de la unión de dos textos.
El primero, escrito en 1993, deviene en un ejercicio teatral e interpretativo ejemplar. Alfonso Torregrosa se descubre como un individuo asocial, trasnochado batería de ideología difusa, estética punk y próximo al terrorismo radical etarra, pieza angular de una historia cuya tensión está bien dosificada por medidos golpes de humor que equilibran la laberíntica trama. El duelo que Antonio, rebautizado Kampillo sobre su propio apellido, sostiene con su hermano Rafael, inspector de Policía de vida arreglada, alcanza instantes de verdadera plenitud escénica en ese sutil prólogo. Esta primera parte tiene vida propia por sí misma y es prácticamente irreprochable. La incorporación de una segunda añadirá más aciertos y también algún defecto no percibido con anterioridad.

Esta continuación, creada más recientemente, avanza en el calendario, por lo que permite comprobar la evolución de los personajes. Abre así un nuevo debate: la (im)posibilidad de cerrar esas heridas que se niegan a cicatrizar. Recuerdos del pasado que no se olvidan, redenciones, segundas oportunidades no solicitadas y un romance a corazón abierto acaban ensanchando una escenografía humilde y hasta cierto punto agobiante, en certero contraste con las altas miras del autor. Ganan peso en esta parte los personajes secundarios, como el venerable cascarrabias ex legionario Bata, pozo de inteligentes réplicas nacidas de la experiencia del derrotado, en detrimento de aquellos cuya progresión dramática frena en seco. Es el caso del hermano policía, convertido en una sombra cuando podía haberse optimizado su nueva postura.

Ortega, con un lenguaje que alterna la crudeza de la calle con un lirismo intelectual, va cerrando con tranquilidad los asuntos que dejó pendientes en 1993. La cuestión del pasado terrorista del protagonista la zanja con una escena breve resuelta con solvencia, llena de autenticidad. Tira de poesía, al borde del exceso, para aclarar la pasión irrefrenable que late entre dos de los personajes y deja volar sin motor las tensiones familiares planteadas en el sector inicial. Entre medias respiran con dificultades un par de escenas que agarrotan el ritmo y en la que la fuerza de los intérpretes enmascara dos mensajes muy evidentes que salen casi a gritos de la conciencia del autor. Finalmente, el dramaturgo termina mirando con gratitud, puede que empañada de compasión, a esa jauría de perdedores hambrienta de amor, en mayúsculas, que habita ‘Kampillo o en el corazón de las piedras', unos roles definidos con una sinceridad abrumadora. Los principales responsables de la merecida repercusión obtenida por una función que de leve susurro ha pasado a agradable vozarrón. Un acto de justicia tan humilde como meritorio.

lunes, 26 de mayo de 2008

'LA PAZ PERPETUA'. La filosofía del miedo

CRÍTICA DE TEATRO

'La paz perpetua'
Autor: Juan Mayorga
Dirección: José Luis Gómez
Escenario: Teatro María Guerrero (Madrid). 21 de mayo de 2008

Un alumno exigente, concienzudo, detallista y riguroso saboreará con placer ‘La paz perpetua’. Material del bueno, analítico, profundo y con los latidos acompasados a la realidad, el más adecuado para pegarle con el mayor de los gustos una buena dentellada. En cambio, una mente desordenada, contestataria y que se desconcentre fácilmente durante la explicación del maestro se adormecerá ante el machacón ritmo discursivo impuesto por la nueva clase magistral de Juan Mayorga. Si en ‘La tortuga de Darwin’ el dramaturgo madrileño tiraba de conocimientos históricos y los ponía al servicio de una pieza profundamente irónica, en esta ocasión su apuesta perruna gana en peso, fuerza y ambición al tratar desde un prisma filosófico y moral un tema tan intrincado como el del terrorismo y la legitimidad o no de los métodos puestos en práctica para obstaculizar su desarrollo. La aparición casi simultánea de ambos textos hace que reluzcan con mayor fuerza todas sus similitudes, constantes en el teatro ético de Mayorga, y las diferencias que los distancian, dada la envergadura del planteamiento de ‘La paz perpetua’, finalmente resuelto con pericia.

Mayorga es un autor extraordinario, entendiendo las dos acepciones más aplicables del adjetivo. Su formación como dramaturgo excluye incursiones en el terreno de la interpretación y la dirección. Ante todo, es un escritor que mira a la realidad. Su estilo abraza una concepción teórica que fluye desde los amplios conocimientos acumulados desde la vertiente académica. Une a esta peculiar forma de afrontar la escritura un compromiso social y ético ya inseparables, sellos característicos de cada uno de sus textos. Se vale del teatro para teorizar de forma amena, como haría un profesor experimentado todavía con la ilusión intacta, y para colar, en este caso sin esconderse, toda la metralla filosófica para modelar a su gusto su propia postura del tema abordado. ‘La paz perpetua’ potencia al máximo este estilo, que sale reforzado de la unión con José Luis Gómez, que ha puesto todo su ingenio para poner en escena un texto cuya lectura invitaba a lo contrario, a declinar una propuesta que se antojaba casi como irrealizable.

El resultado ha sido el esperado, visto desde el lado positivo, una fábula crítica, aleccionadora y con genuinos golpes de humor extraídos por los actores, destinada a quedarse mucho tiempo en la memoria de los asistentes. ‘La paz perpetua’ es de esas funciones que escasean en el panorama escénico contemporáneo. Mira a lo más alto, rebosa compromiso, un teatro que se enfrenta cara a cara con la sociedad, que deja espacio para la reflexión y que está provisto de un mensaje potente, muy en la línea de lo ya tratado en el teatro de un Mayorga definitivamente en estado de gracia. Sólo cuando las réplicas se alargan y chispea un tono excesivamente declamativo, la temida voz del autor, pierde fuerza. Mal menor ante una producción que vuelve a encarar uno de esos grandes problemas a los que se enfrenta la humanidad. Puede que demasiado ambiciosa y a veces lastrada por el autoconvencimiento, transmitido desde la dirección, de su implacable trascendencia, aunque no por ello resulte menos imprescindible.

De inicio, el modo de acercarse a un concepto tan tortuoso como el del terrorismo sorprende por el ingenio empleado. Mayorga recurre, como ya hiciera en el quelonio parlanchín de ‘La tortuga de Darwin’ y el gorila albino aficionado a la lectura agónica de Montaigne de ‘Últimas palabras de Copito de Nieve’, a la animalización del ser humano. Con una novedad remarcable. El proceso de construcción de roles de la ‘La paz perpetua’ se diferencia de anteriores animalizaciones en el dibujo, bien cimentada por el trabajo actoral, de una especie de híbridos entre humanos y perros. La opción seleccionada tiñe a la obra de un pesimismo moral imborrable, surgido de una lucha dialéctica que se da casi definitivamente por perdida si se confronta con la realidad. Odín, el rottweiler callejero, el papel más jugoso del trío de canes que compiten por pertenecer a una selecta empresa antiterrorista estatal, da con la clave. “Sólo con oler a una persona sé si me va a acariciar o me va a pegar”. Un humano no podría decir lo mismo.

Una escenografía carcelaria y desagradable se encarga de incrementar el grado de asfixia sobre los tres protagonistas, que deben ir pasando por una serie de pruebas que sacarán a relucir sus características, diferencias y contradicciones. Los papeles se advienen a unos estereotipos convenientemente ajustados. Odín (José Luis Alcobendas) es el más apetecible, la vida callejera le ha dotado de una inteligencia fuera de lo común. John-John (Julio Cortázar), cruce genético entre las razas caninas más poderosas, pone su fuerza bruta al servicio de un superior, como un ‘marine’estadounidense atiborrado de esteroides. Por último, el personaje ‘kantiano’ por excelencia, Emmanuel (Israel Elejalde), un pastor alemán profundamente teórico que habilita un discurso con constantes referencias al autor de ‘La paz perpetua’ y a otros filósofos como Hobbes y Pascal. La tensión entre ellos, híbridos perfectamente modelados en un ejercicio interpretativo irreprochable, se va graduando por una serie de pruebas, algunas de una simpleza extrema y por lo tanto mejorables, que servirá a sus guardianes, el viejo lobo Casius y un ‘Hombre’ que se desatará al final, para realizar la selección definitiva.

El último apunte escénico, un epílogo modificado respecto al libreto original por deseo de José Luis Gómez, apela a una triste resignación, la explosión definitiva pesimismo latente que impregna un montaje que pasa por encima de muchas realidades, algunas de máxima actualidad y otras ya archivadas en las hemerotecas de la memoria: Guantánamo y la tortura, Irak y la guerra preventiva, el GAL y el antiterrorismo, los neoconservadores estadounidenses… No se nombran, pero sobrevuelan el escenario como águilas a la caza de una presa. Un teatro vivísimo y pegado a la realidad, otra demostración del ilimitado muestrario de recursos de un dramaturgo que sigue sorprendiendo gratamente en cada una de sus nuevas creaciones. La razón, la simple supervivencia y el instinto puestos en fila y analizados en un alarde de inteligencia, filosofía hecha realidad, para demostrar que el miedo está globalizando un mundo en el que la inseguridad crece a pasos agigantados, aunque parezca lo contrario.

sábado, 17 de mayo de 2008

'TRES SOMBREROS DE COPA'. Cómicos en extinción


CRÍTICA DE TEATRO

‘Tres sombreros de copa'
Autor: Miguel Mihura
Compañía: Fuegos Fatuos
Dirección: Fernando Romo
Escenario: Teatro Moderno (Guadalajara). 15 de mayo de 2008.

‘Tres sombreros de copa’ dibuja piruetas en el aire con el loable fin de evitar que la polvareda del anacronismo momifique sus alas. La obra magna de Mihura, escrita en 1932 y estrenada dos décadas después, pone en práctica un repertorio de malabarismos y requiebros que no aguantaría ni un defensor italiano dotado de una cintura de avispa. Es el recurso al que se agarra su línea de lectura más profunda para resistir el paso del calendario. El resto anda sobrado. No hace falta ni tocarlo, porque Mihura fabricó un entretenimiento con sustancia y equilibrado por una arquitectura textual sobresaliente. El inconveniente llega cuando el análisis de lo visto se balancea hacia el lado del mensaje, la línea de flotación. Una sentencia escuchada en el tramo final sirve el análisis en bandeja. La pronuncia Paula, la frívola cabaretera de la que se enamora Dionisio. “Nos quieren a nosotras y se casan con las demás”. Ya desmitificó Adolfo Marsillach a tiempo a los abanderados de la bohemia que se paseaban por los círculos teatrales del país. Un concepto discutible, cuanto menos, el que asocia comportamientos artísticos a conductas libertinas. Marsillach daba un motivo: todo lo que se hace obligado, a la larga cansa. Hay alguno más, se da por hecho. La profesionalidad creciente del sector y la cuota de exigencias a cumplir que impone han ido atenazando una labor que ha perdido buena parte de ese romanticismo al que alude el autor en ‘Tres sombreros de copa’.

Mihura enfrenta cara a cara en ‘Tres sombreros de copa’ el libertinaje y divertimento desenfrenado del cómico con el discurrir monocromático y funcionarial de la clase media. Dos maneras de afrontar la existencia, polos opuestos encarnados por Dionisio y Paula. Alrededor orbitan una serie de personajes carnavalescos, una veintena de roles que en manos de Fuegos Fatuos quedan a disposición de un quinteto de intérpretes. La productora alcarreña ha sacado adelante con inusitada solvencia un proyecto a todas luces alimenticio. Lo es, aunque Romo ha sabido extraer jugo, especialmente visual, a un libreto cuyo mensaje, una encendida defensa del estilo de vida del cómico, sintoniza completamente con el decálogo de la compañía alcarreña y particularmente de su director. Fuegos Fatuos ha llevado ‘Tres sombreros de copa’ al terreno en el que se siente más cómoda, una comedia festiva, chispeante a ratos, distendida y agradable. Veloz cuando lo requiere y agarrotada en algún tramo que pide a gritos un tijeretazo. Escenografía básica y efectiva, respeto al espíritu del original y en lo alto una puesta en escena al servicio de la estética, asumido que el único objetivo era el de entretener. Y de paso, si se puede introducir un alegato a favor del teatro y sus gentes, se hace, bien acoplado a la trama como sucede en este caso. Cosas de teatreros.

Fuegos Fatuos ha desempolvado el texto de Mihura con delicadeza. Su versión presenta definitivamente un mayor número de aciertos que de errores. Los elogios los acapara nuevamente el equipo interpretativo, una garantía de buen funcionamiento. David Fernández y César Maroto suben la nota media. El primero edifica un Dionisio ejemplar, un ser entrañable superado por lo que se le viene encima. La evolución del personaje a lo largo de la ajetreada noche hotelera se hace creíble en virtud de una gestualidad rica en matices. El camaleónico César Maroto realiza una verdadera exhibición, otra, de transformismo en todas sus vertientes. Exprime infinidad de recursos técnicos a favor de un puñado de personajes que poco a poco se van ganando el cariño del público. Su enfurecido y mafioso Buby es de lo mejor de la función. De sobresaliente. Al otro lado y puestos a poner pegas, hay que incidir en ese afán por estirar hasta rozar el tedio escenas prescindibles, aquellas que subrayan lo que ya ha quedado suficientemente explicado, que la vida del artista es más entretenida que la del resto de la humanidad. Una pega que ya se hacía ostensible en anteriores producciones de la compañía. En otras ocasiones, el diálogo y el lenguaje verbal creado por Mihura ya es suficiente para hacer fluir el humor. Las interferencias propiciadas por algún exceso interpretativo buscado desde la dirección no contribuyen a mejorar la recepción del disparate.

El resultado final de unir Mihura y Fuegos Fatuos, alianza con antecedentes, la correcta ‘Melocotón sin almíbar’, ha propiciado un producto pulcro, estructurado con inteligencia y entretenido. Trabajo cumplido, aunque resulta más que evidente que lo expuesto por Fuegos Fatuos en ‘Tres sombreros de copa’ queda a una notable distancia de las verdaderas posibilidades que esta compañía y la mente juguetona de Fernando Romo pueden llegar a ofrecer. Cómicos de verdad, aunque aquí no se atisbe ese riesgo que tanto se asocia a la profesión.

viernes, 9 de mayo de 2008

GOTITAS DE CINE

UNA DE CINE

‘8 CITAS’ (Peris Romano, Rodrigo Sorogoyen. 2008): Huele a televisión. Y mucho. Tanto a la hora de destacar las bondades como los defectos del producto. Sencilla y simpática historia coral con el amor en el centro del escaparate. Una pasarela por la que desfilan actores curtiditos, prometedores y despistados. El episodio protagonizado por un Raúl Arévalo en estado de gracia y una actriz a redescubrir como Cecilia Freire supera la nota media de una ópera prima facturada con soltura por un tándem de veinteañeros crecido al calor de las series de las que se alimenta la televisión patria. Una gran pega: aburre ya la necesidad de interconectar los episodios, que en ‘8 citas’ se reúnen en el octavo, el más desafortunado del conjunto. Falta que alguien responda qué pinta en todo este combinado de situaciones rematadamente hilarantes, que no se busque reflexión alguna o conatos de seriedad, Belén Rueda, colocada de pegote de cara a la promoción de un filme que se hace querer por su humildad y frescura. (***)

‘ELEGY’ (Isabel Coixet, 2008): Isabel Coixet no engaña. Al menos, ya no lo hará. Nueva historia hipersensible y lacrimógena puesta al servicio de los dos actores principales, casi los únicos que se pasean por esta película que de tan tierna, se desvanece entre las manos. Lo único rescatable es la interpretación de Penélope Cruz –menos- y Ben Kingsley –más- . Lo peor es esa insistencia en remarcar los sentimientos de los personajes mediante planos de los denominados ‘belleza expresiva’, ráfagas indiscriminadas de metáforas silenciosas que acaban agotando hasta el más irreductible defensor de ‘Mi vida sin mí’. Un bajón, grande, respecto a la sobrevalorada ‘La vida secreta de las palabras’. Abstenerse de verla en una última sesión. (**)

‘TODOS SOMOS INVITADOS’ (Manuel Gutiérrez Aragón, 2008): Producción avalada por la habitual solidez de la, a veces aburrida, filmografía de Gutiérrez Aragón. Loable intento de aproximar al espectador una problemática como la del enquistado conflicto vasco. El objetivo se difumina por el empeño de cruzar la historia del profesor universitario, la que mayor interés genera por la verosimilitud que desprende, con la de un etarra con lagunas en la memoria. Cierre poco convincente para una historia que no debería haberse bifurcado en dos caminos que, otra vez, concluyen cruzándose. Para guardar en la retina quedan esas escenas que relacionan la ley del silencio que impera en el País Vasco con costumbres tan localistas como la de las sociedades gastronómicas. (***)

jueves, 8 de mayo de 2008

'HAMLET, POR PONER UN EJEMPLO'. Politicemos a Hamlet

CRÍTICA DE TEATRO

‘Hamlet, por poner un ejemplo’
Autor: Mariano Llorente
Compañía: Factoría Teatro
Dirección: Mariano Llorente
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 26 de abril de 2008.


Una creencia culturalmente extendida asigna a la comedia la categoría de género, si no menor, sí un peldaño por debajo del dramático. Ya salió el maestro Billy Wilder para rebatir esa idea. Defendía con énfasis el totémico autor de ‘El apartamento’ la valía de este tipo creaciones artísticas ofreciendo un argumento extraído de su propia experiencia. Perfilar un guión saturado de comicidad le costaba el doble de tiempo y, de regalo, mayor número de cefaleas, que sacar adelante otro que tratase un intenso drama. Nada de minusvalorarlas. El paso del tiempo le ha ido dando la razón. Cada vez cuesta más disfrutar de comedias en el sentido más clásico de la palabra. Humor que llega, nada más. Buen rollo, distensión, diálogos chispeantes, personajes bien definidos y un desarrollo nítido que se desliza suavemente entre dulces sonrisas hasta hacer cumbre.

Wilder apostaba por una comedia ligera, en las antípodas de la posición adoptada por Mariano Llorente, hombre de teatro menos habituado a tratar con el género. A falta de solomillo, un buen filetazo cocinado con un ojo puesto en la actualidad y otro, al borde del cierre, releyendo a Shakespeare. El ‘Hamlet, por poner un ejemplo’ que ha puesto en marcha Llorente desde Factoría Teatro tiene una intención clara. Rebosa un humor corrosivo trabado por diferentes motivos: la profusión de piruetas verbales que se despeñan por el vacío, la insistencia en subrayar una fuente de ideas comunes y un desarrollo confuso que termina por aplanar este irregular montaje. La obra chorrea ideología colorada por los cuatro costados. Corretea como un niño desorientado lejos de ser una reformulación contemporánea del clásico shakesperiano. El parentesco con el intrincado libreto del autor inglés se saborea exclusivamente en la onomástica y el vestuario, brillante. Una vez toma altura, la historia se descompone y se libera de toda atadura artística. Una desacralización en toda regla la que se produce a continuación. El príncipe Hamlet se espanzurra en un trono a la espera del encuentro con una Ofelia aficionada a la felación compulsiva y que se confiesa harta del ingenio de su padre literario. La reina Gertrudis se dedica a recordar a un abuelo republicano fusilado por los falangistas hasta que apuesta por recitar cara al público un largo listado de denuncias políticas y sociales relacionadas con temas de actualidad.

Todo marcha por una única vía. Viendo la trayectoria anterior de Mariano Llorente, complemento habitual de Laila Ripoll, se comprende. Utiliza el teatro como un trampolín para exponer su visión particular del mundo que le rodea. ‘Hamlet, por poner un ejemplo’ sigue al pie de la letra esa orientación. Tanto que hasta uno de los intérpretes, en un nuevo ejercicio metateatral escudado en el libertinaje expresivo permitido desde la dirección, pide disculpas a la platea por si alguien pudiera haberse sentido molesto con lo relatado. Con ironía, claro.

Hay soliloquios o monólogos a dúo lanzados a bocajarro. La memoria histórica vista desde el lado de los perdedores es uno de los pocos planteamientos que entran y se quedan. El emocionante discurso de Juan Gelman al recibir el Premio Cervantes retumba nuevamente en los oídos, por todo lo que comparte en común con lo expresado por Llorente. Es el que apela a la memoria histórica sólo un ejemplo más de los planteamientos unidireccionales que operan en esta comedia ubicada dentro del subgénero ‘político’, no valen los engaños. El autor ha politizado al máximo este ‘Hamlet, por poner un ejemplo’, estrategia que enmascara hábilmente detrás de una arquitectura escénica que exprime recursos propios del teatro del absurdo. Es decir, personajes que sólo se escuchan a ellos mismos, un desarrollo en el que todo vale y una trama sometida a las intenciones del dramaturgo, que encauza la dirección en el sentido que más le conviene.

El disparate verbal alcanza tanta ascendencia que subordina al resto de cuestiones que vertebran la obra. La labor del cuarteto de intérpretes es correcta, sin más. Este tipo de teatro entra por el oído, a veces tan rápido como la velocidad a la que huye. Terreno poco propicio para el lucimiento del reparto, sometido a unos textos enunciativos en los momentos de mayor intensidad. En el otro lado no se debe menospreciar la originalidad de la propuesta, algo muy apreciable, y algún apunte realmente mordaz. Incisivo se manifiesta el baile con el que Gertrudis y Claudio obsequian al respetable mientras lanzan una parrafada en la que se cuelan, por fin con algo de humor, irónica puyas referentes al estatismo de la gestión cultural en el país o ciertos males –no tópicos- comunes desestabilizadores. El resto es un artículo de opinión sobre política del siglo XXI metido dentro de una batidora de humor tan picante como escorado. Un ejemplo más de teatro columnista tapado por un mecanismo cómico con punto de partida en Shakespeare.

'KING RICHARD'. Fotogramas de un tirano

CRÍTICA DE TEATRO

‘King Richard’
Autor: William Shakespeare
Compañía: Higiénico Papel
Dirección y adaptación: Laura Iglesia
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 19 de abril de 2008.


Infinitas referencias vienen a la cabeza contemplando el ‘King Richard’ que ha facturado con llamativa soltura la compañía gijonesa Higiénico Papel. Significativo es que un grueso de esas observaciones estén relacionadas con el arte cinematográfico. Álex Rigola, capitán general del Teatre Lliure de Barcelona, ya halló un filón en el celuloide para parir un discutible Ricardo III, símbolo del que se sirvió para ir destapando las miserias de la sociedad contemporánea.

Higiénico Papel no ha ido tan lejos en su recreación. La apuesta por un desenfreno visual despojado de todo sentido metafórico es irrebatible. La lectura de este ‘King Richard’ sólo puede hacerse en un sentido. El único culpable de la maldad del Duque de Gloucester es su propia ambición, no vale excusarse en herencias genéticas, factores educativos o componentes sociológicos. El material puramente simbólico que se imponía en la citada versión de Rigola –no digamos ya en la excesiva ‘El año de Ricardo’ de Angélica Liddell- está en el caso de la obra que nos ocupa subordinado a las exigencias referenciales. Esos guiños de autor oscilan entre una tonalidad ‘disco’ de los 90 y otra lúdicamente cinematográfica en la que sobrevuela la estética desprejuiciada de Quentin Tarantino y la jerga del ‘psichokiller’ que pobló las pesadillas adolescentes de los cinéfilos ochenteros, subrayada por el uso de sierras mecánicas y de pistolas en lugar de espadas. Un Ricardo III confeccionado, en definitiva, como un traje medido para un prototipo de espectador determinado: joven que se ha desarrollado dentro de la sociedad del avance tecnológico. El purista, por el contrario, está condenado a sufrir.

Ricardo III conspira entre latas de Heineken. El heredero al trono bebe Cola Cao cada mañana. Las cabezas se envuelven en bolsas de Hipercor para ser utilizadas como balón ovalado con el que jugar al fútbol americano. Las coreografías se surten de ‘cheerleaders’ y una escena tan molesta como la del infanticidio está asistida genialmente por una nana somnífera de ese genio maldito que es Albert Pla. De fondo suena ese ‘techno’ que de vez en cuando lidera la lista de los 40. Hay guiños al hip-hop leídos en clave no demasiado amistosa y un puñado de canciones que pertenecen a la categoría de tarareables cuyo nombre se escapa a la fragilidad de la memoria. Un escaparate de referencias contemporáneas que van desfilando a paso ligero entre la anarquía que se desata sobre las tablas. Modificaciones sobre el original que simplemente se ciñen a la estética, puesto que la autora se ha despreocupado de buscar una lectura paralela en código de denuncia, algo tan habitual de ver en los escenarios que cuando no se contempla produce un sentimiento cercano a la orfandad ideológica. Así de poco amable se viste el teatro en esta irracional era. La superficialidad no exenta de riesgo flota así como una de las losas que afectan al desarrollo de ‘King Richard’. El Duque de Gloucester aparece como un villano excesivamente lineal, movido sólo por una ambición. No es tan tirano como sería deseable, porque lo que le guía no es más que la sed de sangre. ¿Dónde nace ese torrente de odio?

El resto de material sólo vale para elevar la nota final. ‘King Richard’ encadena con habilidad escenas que son como fotogramas cinematográficos en contraste con la eficaz iluminación. Pasan rápidas, bien hiladas por una dirección que sabe qué es lo que quiere. Marcha veloz sin atender a la profundidad del texto, probablemente el mayor defecto de la representación. Si el conjunto, por lo demás, es brillante, parte de responsabilidad es achacable a la notable labor de un reparto numeroso, trece actores capitaneados por un Alberto Rodríguez. Vive el protagonista con tanto énfasis un papel límite, que se apodera de él hasta el punto de que en ocasiones se excede en cuestiones de visceralidad. A veces no hace falta subir excesivamente los decibelios para transmitir un sentimiento relacionado con la falta de juicio. Las acciones ya dejan al descubierto esa parcela tiránica de su personalidad.

Tira esta adaptación del ‘Ricardo III’ de Shakespeare por el lado de la diversión. Fuera los mensajes, el baile de metáforas y la subversión salida de la ideología del creador. Un teatro, en resumen, poco frecuente, refrescante, directo, dinámico y al servicio de un estilo totalmente definido, pasado por el visor de una compañía que demuestra un excelente sentido del ritmo escénico –gran noticia- y, más importante, un buen tino a la hora de contemporaneizar un clásico cuyo espíritu adquiere cada día más sentido en estos tiempos oscuros. La leyenda de Ricardo III sigue más viva que nunca.

miércoles, 7 de mayo de 2008

'FUGA'. Impulso al novato

CRÍTICA DE TEATRO

‘Fuga’
Autor:
Jordi Galcerán
Compañía: Saineters i Yorick
Dirección: Juan Luis Mira
Escenario: Teatro Buero Vallejo (Guadalajara). 18 de abril de 2008


Todo autor arrastra un pasado. Un buen puñado de los que posteriormente han palpado la fama han tratado de ocultar ese rastro. Que no quede ni una huella. Ni lo recuerdan. Joaquín Sabina figura a la cabeza del listado de artistas que repelen lo creado cuando la imaginación pide paso por vez primera. Que ni le mencionen ‘Inventario’, ese disco de culto para una reducida mayoría. A estas alturas, se desconoce qué pensará realmente Jordi Galcerán de ‘Fuga’, libreto que escribió hace poco más de una década. Lo que sí se puede aventurar es que la mirará ya desde la lejanía. El catalán pisa en el presente terrenos mejor asfaltados. Una trayectoria, la suya, que ha ido creciendo con paciencia y regularidad.

Lo bueno de observar obras como ‘Fuga’ es el ánimo que puede insuflar a los creadores noveles. Jordi Galcerán, probablemente junto a Juan Mayorga el escritor dramático del momento, tiene, como todos, un pasado. ‘Fuga’ es la perfecta demostración de que ‘El método Grönholm’, dotada de una arquitectura escénica impecable, no nace de un golpe de suerte. Definitivamente, esto de la inspiración tiene más de leyenda que de realidad. De hecho, ‘Fuga’ no es un texto que desmerezca al autor ni que deba provocarle algo parecido al sonrojo. Más bien se asemeja a uno de esos tanteos a oscuras del casi primerizo a la búsqueda de un estilo propio. Galcerán ha ido puliendo esa escritura, en principio tan ingenua como demuestra esta pastosa e irrelevante comedia de timadores, hasta hacer cima con textos como ‘El método Grönholm’ o ‘Carnaval’, palabras mayores, especialmente el segundo, un memorable thriller policiaco al que se augura un rápido y fructífero salto al cine.

Teorías sobre la ingenuidad del principiante a un lado, el fallido reestreno de ‘Fuga’ por parte de la productora alicantina Saineters i Yorick sí sirve para constatar varias de las obsesiones que caracterizan el teatro de Galcerán. La más evidente es ese afecto que siente por los giros argumentales. Uno, dos, tres y hasta cuatro comprimidos en una veintena de minutos. Su trayectoria ha ido afilando este instinto sorpresa tan cinematográfico, método de complicada ejecución en el que ya es un consumado especialista. Los volantazos que pega ‘Fuga’ son menos peligrosos, realizados a una velocidad permitida. La misma trama, saturada de un humor de réplica discontinua e interrumpida por chascarrillos de bajos vuelos, no es más que una sucesión de sorpresas previsibles y redundantes en nada beneficiada por la dirección plana y académica de Juan Luis Mira.

En lo que se significa como un producto al que se podía haber sacado mayor rendimiento, una virtud rescatable de ‘Fuga’ es la capacidad de entretener desde la intrascendencia. Misión cumplida en esa línea, nada sencillo. El reiterado ataque mediante un discurso enunciativo y poco teatral a la clase política queda desvirtuado en función del carácter hilarante e inverosímil de la trama dispuesta. Lanzará Galcerán cargas de profundidad más explosivas en adelante contra una sociedad corrupta, ambiciosa, desvirtuada y en decadencia. Esa visión pesimista, lo demuestra ‘Fuga’, ya estaba ahí desde hace tiempo. Pero lo mejor de la representación de Saineters se resume en la interpretación de Manuel Hernández, que se ve poco ayudado por sus compañeros de elenco, afectados por la escasa construcción de sus roles. El actor ilicitano carga con el limitado tonelaje corrosivo que plantea esta agitada comedia de enredos. Esta especie de Woody Allen en miniatura se maneja con máxima comodidad en el papel de ex ministro corrupto superado por las circunstancias en la larga distancia y por esa picaresca tan española en la corta.

Tal vez su interpretación, ayudada por algún giro argumental realmente descarado –la escena en la que se citan ministro y matón a sueldo- valgan por sí solas para justificar el visionado de una obra que, aparte de la curiosidad que supone observar cómo fueron los primeros pasos en esto de la dramaturgia de Jordi Galcerán y motivar de paso a los aprendices, deja una sensación cercana a la decepción.

'UN MOMENTO DULCE. LA FELICIDAD'. Diálogos concéntricos

CRÍTICA DE TEATRO

'Un momento dulce. La felicidad'
Autor: José Ramón Fernández
Compañía: Teatro del Zurdo
Dirección: Luis Bermejo
Escenario: Teatro Buero Vallejo. 25 de abril de 2008

El novelista francés Michel Houellebecq asustó al entrevistador. “No hay que temerle a la felicidad, pues no existe”. Lanzó el autor de ‘Las partículas elementales’ la reflexión a bocajarro. Mirada fija, creencia absoluta en lo expresado. Otros pensadores, el caso de Fernando Savater, tiran por el carril del centro. Ven la felicidad como un puzzle hecho a retazos. Completarlo requiere de una dedicación obsesiva y ofrece como resultado un acto supremo de egoísmo. El madrileño José Ramón Fernández (1962) deja caer su acercamiento a un concepto tan anguloso como el de la felicidad dentro del terreno de la memoria. Nada mejor entonces que un regreso a la infancia. Entre recordar y soñar, sus personajes se quedan con lo primero. Mejor mirar atrás que reflexionar sobre el futuro. Una postura que puede pecar de ingenua cuando está expuesta desde el punto de vista de treintañeros bien curtidos, pero que no deja de ser un recurso veraz con el que evadirse fugazmente del presente.

El estilo de José Ramón Fernández determina el espíritu de ‘Un momento dulce. La felicidad’. El madrileño se ha labrado con perseverancia una reputación de autor dramático de escritura fina y realista, con picos como la afamada ‘Trilogía de la Juventud’ vista en la Cuarta Pared. Los elementos de los que se nutren sus creaciones se aproximan a los empleados por ese movimiento poético que se viene calificando como ‘Poesía de la Experiencia’, abanderado por creadores como Luis García Montero o Felipe Benítez Reyes. En el punto de mira colocan una realidad, la suya, enfocada a lo cotidiano. La atención se la prestan a esos pequeños detalles que entrelazados con sutilidad van componiendo el fresco de una vida. Es el de José Ramón Fernández un teatro que se toca, se palpa y se saborea, que remarca la ausencia de distancia entre los intérpretes y los componentes del público. Se sirve para tal fin de unos diálogos sujetados por una precisa mecánica de creación. Textos de una época determinada, la actual, limpios de todo discurso moralizante e imprecaciones ideológicas. Visto así, ‘Un momento dulce. La felicidad’ cumple el objetivo, que no es otro que el de conectar emocionalmente con los asistentes, acercarles a esa cocina en la que se desarrolla una cena entre amigos. La radiografía de la felicidad vendrá después. No hay más material en el que hurgar.

La mayor baza de la que se vale ‘Un momento dulce. La felicidad’ es la complicidad que existe entre sus intérpretes. Se replican con naturalidad, escuchan, contestan y bromean con la comodidad que se siente al estar entre amistades. Fernández desarrolla una escritura muy técnica aligerada por el grado de improvisación manejado por el reparto, que colabora a incrementar la fluidez con la que se desarrolla el montaje. No es una obra redonda, ni mucho menos, aunque sí fresca y revitalizadora, lo único que se le podía pedir asumida la falta de una trama definida. Los nexos referenciales tipo ‘Blade Runner’, las cintas BETA o la discografía setentera apenas toman la altura requerida ante lo escasamente definidos que se muestran los personajes citados alrededor de una cena cocida a fuego lento. Sólo cuando Fernández se anima a teorizar sobre el sentido de la felicidad en una edad ya adulta, y lo hace en dos precisos soliloquios incrustrados entre la cena que opera de eje central de la representación, encaja las piezas y se justifica el sentido de lo representado. El resto es puro convencionalismo verbal que en ocasiones roza la línea de caer en lo que un personaje define como “un pastel” por culpa de su pretendido alejamiento de la realidad social circundante. Afortunadamente la obra sale airosa gracias a la naturalidad con la que se manejan los actores y al sugerente espacio expresivo moldeado desde la dirección. En ese lugar se mete el puñado de canciones que sale de la deliciosa voz de Beatriz Binotti, contrapunto a la acústica que dificultó notablemente la recepción del montaje en el Teatro Buero Vallejo. Nada que sorprenda, por otra parte.

La clave de este teatro en el que la acción se suprime pasa por asumir que se trata de una propuesta que, aunque efectiva, siempre será de corta distancia. No entrará por los ojos ni golpeará. No atará los cabos que queden sueltos ni atenderá a un desarrollo dramatúrgico sólido, ya que las chispas del conflicto interior que deben vivir los personajes están apagadas. Quedará como un agradable, amable y efímero pasaje nostálgico que vuelve a incidir en una fórmula ya explotada sobre los escenarios, que no es otra que la demostración de que los niños son los seres más felices, una inofensiva tesis ‘peterpaniana’ que dibuja círculos concéntricos sin rumbo fijo y que acaba revestida de un saludable hilo de optimismo. En los pequeños gestos y en aquellos detalles aparentemente intrascendentes reside la felicidad a la que finalmente se refiere el autor, se vivan a la edad que sea. Justo lo contrario de la tesis inicial de Houellebecq y a la vez un resumen perfecto en el que encajar lo ofrecido por este certero producto contemporáneo, un todo –cena, texto y mensaje- verdaderamente concéntrico sometido a los caprichos del siempre voluble concepto de felicidad.

viernes, 2 de mayo de 2008

'El hombre almohada' triunfa en el XXX 'Arcipreste de Hita'

TEATRO EN GUADALAJARA

La trigésima edición del Certamen Nacional de Teatro ‘Arcipreste de Hita’ de Guadalajara coronó las excelencias de un cuento de terror, un manantial de fábulas macabras que pone al descubierto un entramado de planteamientos poco habituales encima de un escenario. ‘El hombre almohada’ se hizo acreedor de tres de los principales galardones entregados por el acontecimiento teatral alcarreño: primer premio, mejor dirección y mejor interpretación. Reconocimiento absoluto al riesgo tomado por la compañía extremeña Teatro del Noctámbulo a la hora de adaptar un texto, escrito hace cinco años por el dramaturgo angloirlandés Martin McDonagh y versionado por Isabel Montesinos, que aborda cuestiones tan peliagudas como el asesinato de niños y los métodos represivos que se utilizan en una dictadura política. Los 5.500 euros con los que está dotado el Primer Premio ‘Caja de Guadalajara’ irán a parar a las arcas de una productora fundada en 1994 bajo el compromiso de poner en escena un teatro comprometido dotado de personalidad propia.

José Vicente Moirón, uno de los responsables de la compañía, se alzó con la distinción de mejor actor de un Certamen que ha disfrutado de un alto nivel en este apartado. Moirón lidió con el rol de un atribulado escritor de cuentos infantiles que se ve introducido inesperado en una espiral de horror y violencia. El actor hace crecer pausadamente a su personaje, una evolución creíble y sujetada por infinidad de matices. La dirección de Denis Rafter en la misma obra también obtuvo recompensa, cerrando la trilogía de galardones obtenidos por Teatro del Noctámbulo. Una labor pulcra la realizada por Rafter, que ha sabido ajustar los condicionantes de un texto oscuro, denso y saturado de matices hasta trasladarlos al terreno que mejor conocen los componentes de la compañía extremeña. Hay que anotar que era la segunda ocasión que ‘El hombre almohada’ se ponía en escena en Guadalajara. Ya fue programado en la última edición de un FUT (Festival de Teatro Urbano) ensombrecido por diferentes problemas relativos a su gestión.

‘King Richard’ de Higiénico Papel fue el otro montaje que salió reforzado de las deliberaciones del jurado, reunido en la madrugada del sábado al domingo. La ágil adaptación a ritmo discotequero del ‘Ricardo III’ de Laura Iglesia ganó el segundo premio (3.500 euros), mejor montaje y el premio al grupo más popular, galardón decidido por los espectadores. Entre ‘El hombre almohada’ y ‘King Richard’ acapararon la nómina de ganadores del trigésimo ‘Arcipreste’. El único premio que no cayó en manos extremeñas ni asturianas se lo llevó una vieja conocida de los escenarios de Guadalajara. Gema Matarranz fue distinguida como mejor actriz por su afligido papel de Lady Macbeth en el ‘Macbeth’ presentado por Histrión Teatro. Es la cuarta vez que esta actriz es condecorada en Guadalajara, un valor seguro que se ganó el favor del jurado en una edición que no estuvo marcada por las grandes interpretaciones femeninas.

El palmarés constató el fracaso de la comedia. Las tres obras que tocaron el citado género se marcharon de vacío de Guadalajara. Le pasó a la fallida ‘Fuga’, de Saineters i Yorick, en la que únicamente sobresalió la interpretación de Manuel Rodríguez; la coral ‘Un momento dulce. La felicidad’, de Teatro del Zurdo; y la politizada ‘Hamlet, por poner un ejemplo’ de Factoría Teatro. El drama realista (‘El hombre almohada’) y la tiranía ejercida desde el poder (‘King Richard’) dominaron cómodamente entre tanta sonrisa.

El ‘Arcipreste de Hita’ despidió quince días de teatro en los que se han podido ver trece representaciones con la intervención en la tarde del domingo 27 de Nancho Novo. El popular ‘showman’ puso en escena su irreverente monólogo ‘Sobre flores y cerdos’, prólogo a la posterior ceremonia de entrega de galardones, que contó con el respaldo de los principales responsables políticos de Guadalajara.