viernes, 28 de marzo de 2008

'CARNAVAL'. Baile de máscaras

CRÍTICA DE TEATRO

'Carnaval'
Autor: Jordi Galceràn
Dirección: Tamzin Townsend
Escenario: Teatro Bellas Artes (Madrid). 26 de marzo de 2008

Plantear la posibilidad de manejar los resortes del ‘thriller’ dentro de un teatro, de principio, ya supone un atrevimiento. Una osadía. Si no, que se haga un recuento de las obras de este género que se han visto en un escenario en los últimos tiempos, que se podrían contar con las hojas de un trébol. El cine se las apropia, como cauce más adecuado para poner en funcionamiento los códigos de los que precisa una creación de tales características. Hay que hilar muy fino para atrapar al espectador, tejer una tupida red de telarañas que consigan engancharlo a una historia que se presupone veloz, fugaz, efímera y en el que los diálogos están a las órdenes del vertiginoso desarrollo de la acción. Jordi Galceràn lo ha logrado en este baile de apariencias que es ‘Carnaval, cuando lo fácil hubiese sido relajar la escritura, disfrutar y mirar a otro lado que exigiese menos complicaciones tras el monumental exitazo de ‘El método Grönholm’. ‘Carnaval’ supone la demostración definitiva de la versatilidad del autor catalán, que lo mismo te sube el balón como un base, que lanza un triple y te remata la jugada con un mate que incluye un arabesco aéreo como adorno. ‘Carnaval’ se aleja sistemáticamente desde su propia concepción a ‘El método Grönholm’, aunque de fondo persista esa visión descarnada y sumamente desoladora de la sociedad actual. Late con mayor fuerza todavía, porque lo que era una crítica al individualismo feroz de la anterior obra ha mutado en una gélida radiografía del miedo ya instalado con placidez en la vida real. Un mal que se respira y absorbe, de destino y motivaciones desconocidas. El verdadero peligro, para el que la ley y la justicia no tienen remedio.

El peligro se puede palpar, percibir y sufrir si la ruleta gira en el sentido equivocado. “Vivimos en un carnaval de pirados”, grita desesperada la inspectora encargada de resolver el caso dispuesto por el autor catalán. En una pizarra ha escrito un listado de posibles sospechosos. Terroristas islámicos, sectas, madres con problemas psicológicos… pero lo más peligroso puede venir por el lado más inesperado. “¿Hay algo más terrorífico que lo que estamos viviendo?”, pregunta a su compañero de investigación. Hace referencia a esa violencia que no tiene justificación, el miedo a lo desconocido, esa gente con la que uno se puede cruzar diariamente y que no se quita la máscara hasta que un día algo le explota por dentro. Es el señalado un tema que une ‘Carnaval’ con una película vista recientemente, ‘En el valle del Elah’ (Paul Haggis, 2007). La diferencia es que la última toma un caso real, y ‘Carnaval’ lleva tal planteamiento a una situación límite, una lucha contrarreloj. Agranda las diferencias el uso del ritmo narrativo. El que agita la nueva propuesta escénica de Galceràn les sonará a los consumidores de la frenética franquicia ‘24’, una serie también vivida en tiempo real. La arquitectura dramatúrgica que levanta con su escritura es modélica. Está tan cuidada que hasta los diálogos en apariencia más intrascendentes pueden ser fundamentales a la hora desvelar el sentido del epílogo. Menos eficientes son algunos subrayados algo oportunistas, como la mención al secuestro de Miguel Ángel Blanco, o ciertas salidas de tono que devienen en malsonantes expresiones patibularias. Fuera esos quistes, la tensión se va acelerando gradualmente hasta que explota en un largo silencio de un minuto. La obra se estirará entonces hasta hallar una salida convincente. Que lo será, pese a lo sinuoso del recorrido, un fino ejercicio de requiebros que se pone al límite de lo inverosímil en una escena salvada por la solvencia de Nuria González.

Los actores contribuyen a estabilizar un drama que se muestra condescendiente con el espectador. Galceràn y por extensión Tamzin Townsend –qué buen tándem profesional forman- liberan adrenalina a base de humor, el que aflora en situaciones muy particulares, aquellas que los manuales no registran y en las que se desconoce cómo actuar. Es cierto que en ocasiones se exceden, como puede ser el dibujo de dos de los secundarios, la extravagante experta en delitos informáticos y el torpón policía cercano a la jubilación que en vez de alzar la voz de la experiencia se limita a descolgar teléfonos y verbalizar ingenuidades más propias de un alumno en prácticas. No obstante, dichos recursos se antojan necesarios si no se quería ahogar al espectador. Dejan un hueco libre por el que corra el aire, porque no se olvide que el tema a tratar es de una dureza máxima: el secuestro de un niño de tres años sobre el que pende una cuenta atrás de treinta minutos. Si no se descubre el lugar en el que está escondido, morirá. Galceràn se sirve nuevamente de la tecnología puntera, en este caso Internet, para armar la trama. La pantalla de un ordenador de la Comisaría, colocada a espaldas del público, funciona como un personaje más. El autor se sirve de esta tecnología –el secuestro se hace público por Internet- para poner en un incómodo lugar a los medios de comunicación. No se anda con sutilezas a la hora de definirlos como voraces depredadores ajenos a todo lo que no huela a primicia en una época en la que la inmediatez y el espectáculo se imponen a la profundidad y la rigurosidad.

Subrayada la diligente disposición de los elementos del ‘thriller’ en la puesta en escena –un reloj anuncia la cuenta atrás de media hora-, hay que destacar el sólido trabajo de un reparto liderado por Nuria González. Por fin lidia como cabeza de cartel con un papel enérgico y autoritario, ajustado a las duras facciones de su físico. Una reivindicación su caracterización de una inspectora superada por las adversidades y a la que ha dotado de un acertado sentido de la progresión dramática. Violeta Pérez utiliza una amplia gama de recursos dramáticos para ponerse en la piel de la madre del niño secuestrado. Le da credibilidad y verismo a su desgraciado rol. Despunta una magnífica actriz. Víctor Clavijo cumple con soltura como segundo de a bordo en la investigación, mientras que César Sánchez y Noelia Noto son los peor dibujados. Bordean el estereotipo, subrayado por un vestuario recargado que encasilla excesivamente a todos los actores.

‘Carnaval’ demuestra que no necesariamente el cine y las series de televisión son los únicos géneros que pueden experimentar con el ‘thriller’ obteniendo satisfactorios resultados. Basta un texto medido hasta en sus aristas más imperfectas, un desenlace ingenioso y de acorde a las expectativas generadas y una puesta en escena al servicio de la trama, para hacer maravillas en este campo. Si acaso, la apuesta por suavizar la historia intercalando –con naturalidad- réplicas más cercanas a la comedia de enredos que al drama podía haberse medido con más cuidado, con lo que el resultado hubiera lindado más con el suspense crudo. Porque, realmente, a quién le apetece sonreír sabiendo que cada día pasan cosas, parecidas y peores, como las narradas en este auténtico, crítico e inteligente baile de máscaras.

'LLAMADA PERDIDA'. Maldito móvil (*)

CRÍTICA DE CINE

'Llamada perdida' (Eric Valette. Estados Unidos, 2008)

Ya cansa, agota y hasta asquea. Es lo que pasa cuando se actúa tarde, mal y a traición. A principios de milenio, el cine oriental sorprendió con un puñado de fantasmales películas de género que presumían de una iconografía tan original como efectiva. Eran sutiles mecanismos de entretenimiento poblados por vengativos espectros infantiles, cabelleras mojadas y rituales amparados en leyendas urbanas. Feroz depredador, Hollywood ha ido calcando en los últimos años un método de trabajo patentado por cineastas como los Pang, Miike o Shimizu. Con mayor o menor acierto, se ha asistido a la adaptación del metódico esquema oriental de acuerdo a los rígidos cánones de trabajo estadounidenses. El canje, como era previsible y ya visto en perspectiva, se ha saldado con un balance desolador. Los ojos achinados del escepticismo se han amelonado, fuera de órbita. ‘Llamada perdida’ es la última que se apunta al naufragio colectivo. En este caso las expectativas de realizar algo consistente eran nulas, ya que el filme original, posteriormente constituido en esquelética saga, ofrecía exiguas garantías.

Lo único rescatable dentro de un conjunto frío, aséptico, estirado e impersonal es la profunda impresión que causa la imagen espectral diseñada para la ocasión: una cara en la que las cuencas de los ojos han sidos sustituidas por bocas que profieren gritos aterradores. La idea de la alienación de la tecnología, en teoría la aportación de mayor trascendencia, ha quedado relegada en función de una caprichosa sucesión de sustos de bocinazo de los que ya avisa una chirriante banda sonora, desperdigados en un guión que agota todos sus recursos antes de que el cronómetro supere los sesenta minutos. El asunto en el que escarba -sin ganas- ‘Llamada perdida’, la supremacía absolutista del móvil, microscópico artefacto que ya es uno más de la familia, ya se tocó en filmes superiores como ‘Pulse’, otro insatisfactoriamente ‘remakeado’ por la industria del lado izquierdo superior del océano. En ‘Llamada perdida’ la reflexión sobre la dominación tecnológica se desliza hasta la vulgar anecdotilla, que lo único que parece importar es conocer de qué forma va a morir el siguiente jovenzuelo caído en desgracia.

‘Llamada perdida’ escribe un capítulo más de la repetición indiscriminada de un planteamiento que alguna vez resultó imaginativo. Lo de menos ya es el nombre del director. Tal es el descaro con el que se afronta la labor de fotocopiar el producto que en ocasiones se ha llegado a recurrir al creador original, al que se le costeaba estancia y se le aseguraban futuros proyectos. No ha sido el caso de ‘Llamada perdida’, cedida a un desorientado cineasta francés, etiquetado previamente como promesa en ciernes, y ya captado por los dólares americanos. Pulcro y aseado, como aquel base suplente de los Jazz noventeros de Malone y Stockton, con suma educación ha empaquetado un ‘remake’ aseadito y bien presentado, perfectamente entrenado para competir en taquilla.

El mortífero politono que desata una serie de homicidios activa una presunta trama detectivesca en la que se ven involucrados la exótica Shannyn Sossamon, nueva cara bonita de turno que se añade al colectivo de féminas atemorizadas presidido por Sarah Michelle Gellar, y un desconcertado Edward Burns, empeñado últimamente en coleccionar papeles apestoso (’27 vestidos’). La suya es una interpretación poseída por la desmotivación, el verdadero mal que anida en esta historia, no esa disparatada trama maternofilial vengativa perpetuada vía móvil. Burns deambula por ‘Llamada perdida’ plenamente consciente de la entidad producto en el que está trabajando, una actividad meramente alimenticia. Es el primero que no cree en lo que está pasando. No es una suposición, ahí está el careto impertérrito que exhibe cuando le anuncian el fallecimiento de un familiar en una de sus primeras escenas. Mal pinta el asunto si el encargado de solucionar el entuerto dimite del empeño de primeras.

Intrascendente e incapaz de generar un solo escalofrío, ‘Llamada perdida’ debe suponer otro paso más hacia la rendición definitiva del cine de terror de ojos rasgados que, puesto en manos estadounidenses, no es más que un inocente chascarrillo nocturno de hoguera de campamento religioso. Abriendo la puerta a la nostalgia, este tipo de cine –el original- estuvo bien en su momento, pero ya no tiene nada nuevo que aportar. Lo mejor que le puede pasar es que lo dejen descansar en paz. Y ya de paso, se agradecería que se apagara el dichoso móvil demoníaco para no volver a encenderlo nunca más.

domingo, 23 de marzo de 2008

'LA SOLEDAD'. Puñetazo descolocado

A riesgo de marchar a contracorriente, el cabezón que se apropió inesperadamente ‘La Soledad’ en los Goya’07 se une al listado de insensateces que ahogan la soga del vilipendiado cine que porta banderita española. Al reclamo del triunfo, un nutrido contingente de espectadores ha acudido raudo para asistir en primera fila a las bondades de la académicamente proclamada mejor película del año. Las carteleras rescataron una bobina perdida que hasta entonces sólo habían visto 41.000 personas, una cifra pírrica si se entra en el enfangado terreno de las comparaciones.

Con la perspectiva que ofrece el paso de un par de meses, un veloz recorrido ocular por los foros cinematográficos más concurridos por la red verifica que el triunfo de ‘La soledad’ en los Goya no ha hecho más que incrementar las sospechas sobre la incapacidad de las producciones nacionales de empaquetar un cine que combine calidad con eficiencia y entretenimiento. Tan injusto, ciertamente, como real. Poner al frente del cine español una cinta como la dirigida por Jaime Rosales ha resultado una torpe maniobra que dificultará todavía más el acceso del espectador poco asiduo al cine a una sala en la que se proyecte un trabajo del país. “Si está ha sido la mejor, habrá que ver cómo será el resto”, resume un forero que puntúa con un 1 “por la falta de acción” a ‘La Soledad’. Hay ser más inteligentes, si lo que se busca es encontrar el equilibrio entre respaldo social, taquilla y calidad. El palmarés de los Goya, como han entendido los Oscar desde hace tiempo, no debe equipararse al que se decide, por ejemplo, en Cannes, donde el cine profundamente íntimo y particular de Rosales, como el de Javier Rebollo y otros de la misma hornada, hace las delicias de los gurús del séptimo arte al adentrarse los directores citados en terrenos poco explorados en el uso de nuevos lenguajes cinematográficos.

Lo ha venido repitiendo Jaime Rosales en cuanto le colocaban un micrófono delante, como un disco rayado por el uso: al igual que la gélidamente analítica ‘Las horas frías’, ‘La soledad’ es una película para minorías. Las razones son múltiples. ‘La soledad’ asfixia, entristece, aburre, deprime y machaca. Se desentiende de esa máxima que dice que el cine debe servir de válvula de escape a la rutina y que lo equipara a una aventura con billete a lo desconocido que permite durante hora y media olvidarse de la problemática diaria. Al contrario, el cine de Rosales apuesta por la rutina y lo conocido. Ha colado una cámara en casa de unos desconocidos y ha desnudado las acciones insignificantes que componen el puzzle de su vida: hacer la compra, una cena entre amigos, conversaciones insustanciales, una ducha, la tabla de la plancha, discusiones familiares. Entre medias ha puesto un incidente que desencadenará la cuesta abajo que enfilarán las protagonistas, que incluirá un agónico plano cercano al final cargado de un brutal e hiriente dramatismo. Poca acción y demasiada desolación, ha sentenciado a modo de pareado el público, que para drama ya están las hipotecas, el paro, los antidepresivos y los sueños incumplidos con los que hay que lidiar fuera de los límites de la ficción.

La adrenalítica ‘REC’ (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007), un ingenioso y original producto de género más fácilmente vendible y con mayores posibilidades de ser exportado, hubiera sido el embajador perfecto, etiqueta que apareja la adquisición del Goya a la Mejor Película. Pero por lo visto, los académicos están a otra cosa. Una decisión renovadora y valiente la suya, sí, pero equivocada –no se discute la calidad del filme- y que acarreará nefastas consecuencias que ya están asomando. Si es por fallar, hasta se olvidaron de recompensar las sobrecogedoras interpretaciones de Petra Martínez y Sonia Almarcha. Un puñetazo encima de la mesa que ha descolocado lo poco que estaba bien puesto. Así le va a la industria.

lunes, 17 de marzo de 2008

'EL MENOR DE LOS MALES'. Político y corrupto (**)

CRÍTICA DE CINE

'El menor de los males' (Antonio Hernández. España, 2007)

La realidad supera con creces la ficción. Un tópicazo, y como todos los de esta estirpe, una verdad. Ante noticias de actualidad como la que ha puesto en la picota a un ex alto cargo del Ayuntamiento de Palma de Mallorca, un ultraconservador de doble vida que despilfarraba dinero público en recintos de moral laxa, lo relatado por ‘El menor de los males’ queda casi como un juego de niños. Casi, porque cuando entran en liza los revólveres el asunto pinta más oscuro. Un todoterreno de la cinematografía nacional como Antonio Hernández (‘Lisboa’, ‘Los Borgia’) ha llevado –llevó más bien, que a la película le ha costado un año en llegar a la cartelera- los líos de faldas de un político de derechas, nada excesivamente rompedor, a un terreno peliagudo como es el ‘thriller’. Espinoso porque el material manejado para hilar con solidez una propuesta tan ambiciosa no daba para mucho de sí.

‘El menor de los males’, como sinónimo de la humildad que exhibe su puesta en escena, no sale del caserón gallego en el que el político de marras, aspirante a un puesto en la cúpula del partido político al que está afiliado, se dispone a pasar un fin de semana dedicado al culto al cuerpo. En la finca se topa inesperadamente con su hermana, una Carmen Maura que no se quita el careto de incredulidad en toda la película. Normal, teniendo en cuenta la alargada duración, que pedía a gritos la asistencia a la hora de decidir el montaje final de un tipo como Eduardo Manostijeras, y el asistir en primera fila al mayor de los disparates que integran esta fallida intriga: un final inexplicable y que pone en duda el poco sentido común que hasta ese instante conducía la trama. Las incongruencias del guión, que se ve salpicado por un puñado de temas tan apretujados (pederastia, corrupción, adulterio, derecho a la privacidad) que terminan asfixiándolo, van minando lentamente la tensión de un relato que exigía más fuerza. Ni el oficio que se le presupone a Hernández logra enderezar el rumbo, perdido definitivamente a mitad de metraje en un laberinto de mensajes borrosos lanzados por personajes poco definidos y que se muestran incapaces de enganchar mínimamente, lo único que se debe exigir a un ‘thriller’ en condiciones. El máximo ejemplo en este sentido lo constituye la poca enjundia del incidente desecadenante de la trama, unas fotografías dispuestas a ser aireadas y que comprometerían la carrera del maquiavélico político. El otro posible surtidor de emociones fuertes, una venganza filial al más puro estilo ‘Hard Candy’, tan rápido se menciona como se desecha. La vía que podía haber aportado mayor dramatismo al relato queda olvidada instantáneamente por el anhelo del cineasta de potenciar en exclusiva la farsa política.

Si se suprime el epílogo, ‘El menor de los males’ al menos no dañará el buen gusto del espectador con el paladar cinéfilo bien encauzado. Por el camino deja una buena interpretación (Roberto Álvarez), alguna línea de diálogo precisa e interesante, cierta aproximación a un relajante humor negro –la cagada del paparazzi apesta a cruel metáfora- y un honesto intento de transmitir lo que ya se sabe, que una cosa es la imagen pública del conocido de postín y otra bien distinta la cara que pone en privado. Atisbos de lo que quería haber sido una comedia negra complementada por una ensalada de sablazos críticos al mundo político y que se define finalmente como un ejercicio de interiores que no conviene airear demasiado. Un mal menor, parafraseando el acertado título.

domingo, 16 de marzo de 2008

'LA TORTUGA DE DARWIN'. Quelonio 'cum laude'

CRÍTICA DE TEATRO

'La tortuga de Darwin'
Autor: Juan Mayorga
Dirección: Ernesto Caballero
Producción: Teatro El Cruce y Teatro de La Abadía
Escenario: Corral de Comedias (Alcalá de Henares). 14 de marzo de 2008

Juan Mayorga es un autor teatral que atesora ese don que se llama pegada. Sus textos aspiran a derrotar al contrincante, la mentalidad del asistente, por agotamiento. Lanza al aire un glosado surtido de reflexiones inteligentemente estructuradas y clava el aguijonazo en el instante preciso. Mayorga escruta la realidad desde arriba, como el vigilante solitario que trabaja en un faro asolado por la neblina oceánica. Un hábil cirujano capaz de desentrañar los males que corroen las entrañas de la sociedad contemporánea, labor que perfila desde dos puntos de vista complementarios. Le avalan sus conocimientos tanto en Historia como en Filosofía para emprender peripecias discursivas como la que afronta con ‘La tortuga de Darwin'. Ha recurrido al archivo histórico del siglo XX para tejer una fábula crítica y profundamente amarga que examina la presunta evolución del ser humano. Como en sus últimas incursiones, tarea en la que ha puesto un empeño ardoroso, habilita un espacio para la reflexión, al que ha añadido en esta ocasión una ironía mordaz y un humor a veces más que sutil. Ambas apuestas son de agradecer. Aligeran el tonelaje de las largas parrafadas que pueblan la representación, tan típicas del teatro académico, lúcido y versado que practica el madrileño.

Ya se ha comprobado, vista ‘La tortuga de Darwin', que Mayorga animaliza los ejes conductores de sus libretos (‘Últimas palabras de Copito de Nieve' y la inminente y esperada ‘La paz perpetua') para ofrecer desde un punto de vista externo una radiografía del ser humano contemporáneo. La mirada resultante de este proceso es eficaz, mérito de un método de trabajo ya plenamente consolidado, y, en un plano externo, triste y demoledora. Nadie mejor que los animales, dictamina Mayorga, para enjuiciar al hombre, con el que comparten hogar desde hace millones de años. "He visto dos tipos de hombres: los que se comportan como bestias y los que son tratados como bestias". La que sentencia, observa, se comunica e interactúa con los seres humanos en la obra que nos ocupa para llegar a semejantes conclusiones es un quelonio parlanchín, el publicitado como ser vivo más longevo del planeta.

Al matusalénico animal, Harriet Robinson para más señas, lo rescató Charles Darwin en su archiconocida travesía con parada en las Islas Galápagos. Tras dos siglos con el caparazón a cuestas, Harriet ha decidido regresar a casa. Debe pactar para ello con un historiador. A cambio de un billete de vuelta a sus añorados islotes le revelará lo que ha vivido en cuerpo presente. Mayorga se vale de ese original punto de partida para resumir en menos de dos horas los pasajes más determinantes de la historia del siglo XX.

Por la mirada de Harriet desfilan los acontecimientos que marcaron una época crucial en el devenir de la humanidad. No hay espacio para la esperanza, se lee en cada uno de los fotogramas revelados por la protagonista en sus extensas parrafadas. Harriet se desesperanzó con la Revolución Bolchevique, sufrió la otra cara de la Revolución Industrial, acudió a un mitin del "payaso" (Hitler), conoció el horror (Auschwitz), vivió en el gueto de Varsovia, asistió al bombardeo de Guernica, perdió un hijo y lloró a los pies del Muro de Berlín. Después de 1989, "nada". Un proceso de involución hasta llegar "al hombre-bomba". La pérdida absoluta en la buena fe del ser humano. Mejor sobrevivir entre los suyos. Un retrato descarnado, a pesar de lo cual Mayorga se las ingenia, además de para evitar caer en lugares comunes, para que el humor aflore, lo que alivia el vendaval de datos que salen de los densos monólogos de la tortuga.

La desolación, rasgo primordial que identifica al texto, no se escucha sólo en boca de Harriet Robinson. Los tres personajes que rodean a la tortuga bicentenaria son arquetipos del cinismo humano, al límite de pisar el territorio habitado por el cliché desestabilizador de la credibilidad: un historiador que ha puesto su vida al servicio de su profesión, un doctor que ve en la tortuga la posibilidad de pasar a la posteridad mediante la fórmula de la longevidad y, por último, la esposa del primero, una mujer frustrada que ansía utilizar al quelonio humanizado en un espectáculo de feria. El enfrentamiento entre historia y ciencia despunta en un par de escenas, pero queda por debajo del brutal choque entre la dialéctica mamífera que apunta soterradamente a la involución del ser humano y la -pérfida- actitud de los personajes que rodean al objeto de estudio.

Estamos, verdaderamente, ante una joya de la dramaturgia española contemporánea. Una lección de teatro estimulante y comprometido que no rehuye el cuerpo a cuerpo con la vocación de llenar plateas. Es oportuno, en ese sentido, la elección de Carmen Machi para caracterizar a la protagonista. Pero lo es más todavía vistos los resultados. Si ‘La tortuga de Darwin' toca cumbres de excelencia se lo debe en gran medida a la caracterización de Machi. Aída y otros personajes de perfil similar, simplemente, desaparecen y se olvidan desde el inicio, No es nada sencillo que una actriz se separe de un rol como el anterior, distinguido socialmente. Machi construye una tortuga que se hace querer, irónica, testaruda y tan dormilona como activa. Incorpora un repertorio de gestos y tics, como ese movimiento insistente de cabeza, que le dan viveza y la hacen única. Lo mejor que se puede decir de su trabajo, y sobrarían el resto de piropos, es que ha asimilado el papel como si realmente fuera una tortuga. Empequeñece Machi, mal que le pese, la labor del resto del reparto. La diferencia es ostensible en el caso del duelo dialéctico que libra con Vicente Díez, que arrastra durante la función molestos problemas de vocalización. El médico de cómic con el que lidia Juan Carlos Talavera se acerca premeditadamente -en exceso- a la parodia, regalando los momentos de mayor distensión sobre el escenario. Peor suerte la de Susana Hernández, a la que se ha adjudicado el papel que queda más desdibujado. Todo apunta a que se le podía haber extraído más rentabilidad. El cuarteto engrasa y unifica una fábula que pedía y necesitaba un anclaje para no quedarse en una aleccionadora conferencia magistral de Historia. Bien por el espectador.

Aciertos atribuibles a Ernesto Caballero son la suave y eficaz transición entre pasajes históricos, lo bien dosificado que está el ritmo y el resultado que depara el ingenioso giro final, que resume a la perfección el espíritu general que pretendía imprimir el autor. El único riesgo que puede padecer ‘La tortuga de Darwin', enésima maravilla que factura Mayorga, es que el poso de un texto tan medido, preciso, con tantos matices y del que conviene no perder detalle quede difuminado y tapado por la deslumbrante interpretación de Carmen Machi. Hasta esta quisquillosa acotación subraya lo positivo. Una obra que se acomodará mucho tiempo en la retina de los asistentes, como ya sucediera con ‘Hamelin'.

martes, 11 de marzo de 2008

NBA (I). EL BOCAZAS APRIETA LOS LABIOS

COLUMNA NBA (I) Perfil de Rasheed Wallace

EL BOCAZAS APRIETA LOS LABIOS

Pulverizó la plusmarca de técnicas en una temporada, elevando el listón a una altura infranqueable, sólo al alcance de malhumorados protestones de postín como Kobe Bryant. La policía le pilló escondiendo marihuana en el portamaletas del ‘buga’ que conducía por una carretera secundaria de Oregon. Escandalizó con unas irreflexivas declaraciones en las que descalificaba al organigrama de la NBA, la misma asociación que le permitía cobrar 17 millones de dólares por temporada. Rasheed Wallace (Philadelphia, 1975) iba coleccionando las papeletas necesarias para engordar el listado de ídolos caídos por asuntos ajenos al parquet. El ala-pívot nunca quiso ser uno más dentro del gallinero. Verdaderamente, no lo era. Había algo que lo distinguía de la clase media-alta de la NBA, etiqueta que le habían adjudicado dentro de la liga. Un repertorio de muecas y gestos llevados al límite, un andar genuino de los bajos fondos, una técnica de tiro impecable en su elegancia y hasta un característico estilo en el vestir le diferenciaban del resto. Puro aroma ochentero en pleno siglo XXI, faceta confirmada por el negocio con la aparición de una línea de calzado deportivo apadrinada por ‘Sheed’. Zapatillas blancas de bota alta diseñadas para estar complementadas con medias que cubren la mitad de la tibia.
Todo contradicción, Wallace salió por la puerta de atrás de los denominados con tono despectivo ‘JailBlazers’. A tiempo para no acabar como compañeros de correrías como Isaiah Rider, directo al listado de talentos tan inestables como incomprendidos. El nombre del desdichado Eddie Griffin, otro que bordeaba el filo del abismo, sale solo. Al contrario que este último, la fortuna se alió con Wallace. Le regaló una última oportunidad llamada Detroit. La capital del automóvil añoraba los tiempos de los Bad Boys. La impoluta silueta de Grant Hill había reformado la imagen del equipo, un esfuerzo baldío vistos los tristes resultados deportivos. Wallace aterrizó en mitad de temporada y añadió al colectivo lo necesario para que sus prestaciones ascendieran un peldaño. La conexión fue instantánea. Química, buen rollo y competitividad, factores psicológicos traducibles en la cancha en una defensa al límite de lo legal y en un amplio abanico de opciones en ataque facilitadas por su polivalencia. Ya no quería ser una estrella, cómodo al abrigo de los músculos de Ben Wallace y la sangre fría de Richard Hamilton y Chauncey Billups. Hasta se le veía menos irritado. La afición le tomó cariño. El bocazas apretó los labios y los arqueó, una imagen inédita en su época en Portland. Una sonrisa. Como la de los millones de espectadores planetarios al verle lanzar triples con las dos muñecas, izquierda y derecha, en el último All Star de New Orleans. Un jugador único, hasta el final. El chico malo de la liga participando en la gran fiesta de la NBA. Quién hubiera apostado por ello cuando vestía de negro y figuraba en la lista de jugadores con peor prensa del campeonato.

sábado, 8 de marzo de 2008

'10.000'. Mamut, ruge más alto (**)

CRÍTICA DE CINE

'10.000' (Roland Emmerich. Estados Unidos, 2008)

He aquí un ‘blockbuster’ de épico presupuesto, colosal envoltura y famélico contenido. Otro más a añadir en la cuenta del teutón Roland Emmerich, empeñado en coleccionar inverosímiles fábulas apocalípticas tipo ‘Independence Day’ o ‘El día de mañana’, más familiarizadas con el inquieto espíritu del jugón de videoconsolas que del prototipo de consumidor de ajetreada bobina cinematográfica. Así hay que entender, sin espacio para las dobleces, la mal titulada ’10.000’ -¿y el aC?-, una retrospectiva del ‘modus operandi’ de una tribu de trogloditas con vivienda en las alturas.

De entrada, el producto reivindica su condición de estrictamente palomitero por una distinguida característica. Emmerich, y en extensión el quinteto guionista, se olvidaron en la reunión decisiva a la hora de perfilar la trama del libro gordo de la prehistoria. Lo peor es que evidencian un desconocimiento absoluto en el área de la geografía, sumamente explícito si se atiene a factores meteorológicos. En este último aspecto, con un baile climático tan agitado que ni en la peor de las verbenas estivales de plaza mayor, el rigor, asido a blandengues pilares, se arrastrará por los suelos. Perdida la poca verosimilitud que se le podría solicitar, ’10.000’ se confía en manos del encanto que debería despertar la epopeya del héroe atribulado, un joven barbilampiño rastafari señalado por la profecía, una más de la decena que pululan por la historia, como el salvador de la humanidad, nada menos. El rapto de la damisela de lentes azuladas con la que anda encariñado desde la infancia le servirá de excusa para emprender un periplo por cumbres himalayescas, selvas birmanas y desiertos saharianos y que desembocará a los pies de la faraónica obra de un travestido megalómano -la referencia a la ‘Stargate’ que Emmerich dirigiera hace unos lustros es ineludible-. Así como se lee, toma disparate. Todo en cuestión de días y a pie, una caminata propicia para la aparición de las tan temidas ampollas, que ni eso. Un viaje lineal, en definitiva, poco dado a la irrupción de elementos sorprendentes y que atesora alguna escena que por sí sola puede justificar el pago de una entrada para visionar ’10.000’ en pantalla grande. Un solitario atisbo de lo que podía haber sido este largometraje si se hubiese cuidado el fondo tanto como las formas: la caza y captura del mamut que se organiza en el prólogo del relato. Vibrante, se pueden sentir las pisadas de esos familiares lejanos y cabreados de los elefantes actuales.

El resto será un suma y sigue de retos superados por el protagonista, acompañado del fiel escudero maldecido por los tópicos asociados a dicha figura. El héroe, sin un ‘anti’ delantero que reforzaría su atracción, irá superando pantallas como si de un videojuego plataformero se tratase. La dificultad, así como el nivel de los villanos –cuánta bondad y cuánta condescendencia en el tratamiento de las refriegas bélicas-, irá en aumento paulatinamente, incorporando a la aventura leyendas y secretos por descifrar. Alternará así ratos de frenético arcade con otros de simulador rompecabezas hasta hacerse fuerte como choque entre civilizaciones al más puro estilo ‘Ages of empire’. Un híbrido videoconsolero que se irá despojando de las capas oculares que lo protegían para quedar desnudo y atrancar en el sonrojante epílogo.

Como testimonio visual de la prehistoria, el producto aparece desenfocado. La garra, el salvajismo y la sangrienta e irracional lucha por la supervivencia que se atribuyen a esa era no han sido invitados a la cita, cualidades sustituidas por un talante, una armonía y una amabilidad multicultural que ya se quisiera para estos tiempos civilizados. En consecuencia, ’10.000’ se configura como un material amable, simpático, empalagoso en su grandilocuencia y salvo algún apunte pixelado, aliado con el aburrimiento. Todo lo enumerado, además, multiplicado por dos, puesto que Emmerich, ya se sabe, potencia todo lo que se pone al alcance de su bienintencionada cámara y le añade, de una forma soterrada y poco convencional, la inevitable lectura en clave imperialista. Mucha envoltura y un caparazón demasiado recargado para tan pírrico contenido, que ni siquiera se permite un mínimo de originalidad en el desarrollo. Un corta y pega de situaciones ya vividas a lo largo y ancho de la pesada filmografía del alemán, con el poso palpable de obras de gran tonelaje como ‘El patriota’ o ‘Godzilla’. Nunca el bostezo de un mamut sonó tan cercano y real.

martes, 4 de marzo de 2008

'EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA'. Mansa pasión (**)

CRÍTICA DE CINE

'El amor en los tiempos del cólera' (Mike Newell. Estados Unidos, 2007)

Libro de cabecera de unas cuantas generaciones, ‘Cien años de soledad’ encabeza un ranking de preferencias en el que los acólitos de Gabriel García Márquez sitúan en segunda posición a esa estilizada tragedia de lectura universal que es ‘El amor en los tiempos del cólera’. En el colegio, uno de los ejercicios que el profesor de Literatura recomienda practicar a los alumnos para afrontar con solvencia la lectura de ‘Cien años de soledad’ es acompañar la tarea de un bloc de notas y un bolígrafo. El lector evita así perderse en los laberintos de nombres, ciudades, paisajes y años que configuran los puzzles bibliográficos de García Márquez. Una complejidad la suya bien medida y, en contrapartida, de nefastas consecuencias en caso de mudanza a un largometraje. El universo fantástico del autor colombiano es tan frondoso como la vegetación del interior del país en el que nació, tesitura que se opone a la labor de compresión que exige empaquetar cientos de páginas en poco más de dos horas de metraje. Sagas familiares unidas por parentescos inverosímiles, un escaparate de pasiones sujetadas por hilos invisibles, relaciones que resisten los peores envites de la sociedad y el retrato descarnado de un tiempo y una forma de vida irrecuperable conviven con máxima intensidad en esta literatura, una obra arquitectónica de bullicioso diseño. Un menú sumamemente apetecible para el cine, pero muy complicado de ensamblar por mediación de una cámara. En la zona superficial no hay quejas, estampas de postal, ciudades coloreadas envueltas por la fragancia de lo exótico y por los altavoces banda sonora autóctona muy cuidada, nada que objetar. El principal problema es de otra índole.

La adaptación de ‘El amor en los tiempos del cólera’, encomendada al cumplidor, sin más, Mike Newell (‘'Donnie Brasco', 'Cuatro bodas y un funeral’), padece ese mal en toda su extensión. Bajo el planteamiento adoptado por los productores se configura como un trabajo funcionarial, aséptico, soso, blandengue y que deja frío, justo lo contrario que plantea la novela, una caldera en la que arden pasiones trágicamente indestructibles. En el peregrinaje que emprenden las palabras para mutar en imágenes se ha perdido la pasión que impregna el novelón de García Márquez. El apasionado romance que se establece entre dos pipiolos en la Colombia de finales del siglo XIX y que se alarga hasta la senectud de ambos, apenas queda esbozado entre una larga colección de escenas herméticas que no valen para captar la elevada temperatura que quemaba sus corazones. El tiempo es oro, y tres horas, quizá necesarias, es mucho pedir dentro del 'mainstream' estadounidense.

Verdaderamente, el núcleo fundamental de la historia no sale perjudicado en el tránsito al celuloide, puesto que el relato prescinde casi en su totalidad de las tramas paralelas, no así la hondísima textura emocional que debería embargar a la pareja protagonista ni esa metáfora que García Márquez desliza y que sitúa al amor no correspondido como una enfermedad a la altura del cólera. El amor en mayúsculas literario palidece ayudado por tono cursilón y empalagoso de los diálogos seleccionados. El proyecto multinacional capitaneado por Newell, afín al estereotipo apasionado que se adjudica a lo latino, se abona a la teoría con la que los críticos del Premio Nobel lo han martirizado: la que emparenta a ‘El amor en los tiempos del cólera’ con un culebrón enmascarado saturado de clichés destinados a enganchar a un lector apalancado en el género rosa. Es el principal peligro que afronta una adaptación empeorada, además de por su correcta frialdad que tampoco deja espacio al entretenimiento, por uno de esos caprichos capaces de hacer descarrilar los contados aciertos. La referencia viene al caso por el decadente maquillaje con el que se enmascara el paso de los años, casi un siglo, de los protagonistas, un trabajo postizo que aboca al sonrojo si se fija la vista en los roles principales. Ciertamente, tampoco ayuda Javier Bardem, que en pocas peores se habrá visto. Si quiere que se le bajen los humos del Oscar, no tiene más que pulsar el ‘Play’ de este DVD en el tramo en el que interpreta a un Florentino Ariza mocetón. Al menos la impostura posterior de las cremas le salva del ridículo en la fase de la vejez. El actor naufraga en un papel complejísimo, abierto a la fantasía e interpretación de cada uno de los millones de lectores de la novela. Bardem no aparenta ser uno de ellos.

Vistos los resultados, mejor dejar que el lector haga volar la imaginación y se deje de florituras fílmicas. Una postura con la que el propio escritor defiende con uñas y dientes a ‘Cien años de soledad’ de las garras de una posible versión cinematográfica. Tarde o temprano llegará -¿no dijo Gabo que admiraba el cine de Woody Allen?- e, irremediablemente y por respetuosa que sea, decepcionará. Cruel es el destino al que parecen condenadas obras maestras de este calibre. Por lo menos, la académica ‘El amor en los tiempos del cólera’ de Newell, un denso drama al que le falta picardía y un poco de alma, no ofende, desagrada ni coquetea con el subgénero del telefilme, que ya es meritorio.

'LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ'. Chanza a la antigua

CRÍTICA DE TEATRO

'La señorita de Trevélez'
Autor: Carlos Arniches
Dirección: Mariano de Paco
Escenario: Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares). 2 de marzo de 2007

Mal pinta un texto que apunta profundidad cuando se introduce un pie en sus aguas y se toca fondo sin que el líquido azul roce ni siquiera las rodillas. Carlos Arniches enmascaró bajo una apariencia formal atiborrada de piruetas lingüísticas y actitudes rozando la caricatura un dramón en el que se manipulaba aquello que debería ser intocable, los sentimientos más profundos de un ser humano tocado por el don de la ingenuidad. Ese arte tan genuinamente hispano de menospreciar al diferente y ridiculizar, preferiblemente por la espalda, al que se presume débil, acaricia una de sus cumbres dramatúrgicas con ‘La señorita de Trevélez’ que escribió el alicantino especializado en sainetes y piezas costumbristas cuando vivía en esa España gris, funcionarial y atascada de principios de siglo XX.

Conviven en dicho texto dos líneas que tienden a confluir en una única. Una responde a los mecanismos de actuación de la comicidad, labrada y ejecutada alrededor del plan montado por unos jóvenes burgueses para satirizar a una de esa damas que han superado la cincuentena y siguen instaladas en la soltería, con complementos como la fealdad y el estar sobrada de carnes, uno de los pocos anacronismos que perviven con la mudanza de siglo. La segunda línea va conquistando el terreno palmo a palmo hasta difuminar la vía humorística. Así se apodera del epílogo y deja -intenta- que se congele el buen rollo que se había plantado con anterioridad entre los asistentes. Al menos tal era la intención. El problema llega cuando una solapa a la otra con el notorio afán de conquistar a la platea. Tanto es así, que cuando se desemboca en la resolución ya será imposible recuperar la tensión propia del drama que anunciaba Arniches, algo que ocurre en esta adaptación.

Hay aparentemente un error de concepción en ‘La señorita de Trevélez’ que ha articulado el joven dramaturgo Mariano de Paco, que ya había demostrado magníficas hechuras en la dirección con piezas como ‘Danny y Roberta’, la reciente –y necesaria- ‘11 Miradas’ o la malograda reposición de ‘En la ardiente oscuridad’ de Antonio Buero Vallejo, cuya fortuna se perdió en la maraña del papeleo político. No son atribuibles los desatinos a elementos relacionados con la producción, puesto que ni la escenografía, iluminación o vestuario se salen de la línea de discreción marcada, nada que sorprenda, arriesgue o innove. El fallo se vislumbra desde otra perspectiva. El énfasis en subrayar lo cómico de una broma supuestamente sin gracia lo firma un reparto que lejos de la unión, se divide en dos grupos. Unos parecen haber entendido de una manera la complejidad del libreto y otros de la forma opuesta. Hay un empeño palpable en la interpretación guiñolesca de Numeriano Galán (Luis Fernando Alves), sirva como máximo ejemplo de lo negativo, en escuchar el estímulo procedente de la cuarta pared, como evidencian esos diálogos y miradas continuas fuera del plano escénico. Fuerza la situación hasta el extremo, dando lugar a escenas caricaturescas que restan potencial a lo contado. Mismo camino sigue en un inicio Gonzalo de Trevélez, atribulado defensor de la inocencia de su hermana, que recupera el tino en un desenlace bien ejecutado, aunque ya el clímax deseable se haya extraviado en un laberinto de inesperados gags populistas.

En el lado opuesto se sitúa en un meritorio ejercicio de contención Ana Marzoa, que lidia con temple con el rol de ingenua agraviada. Deja respirar a su personaje, hace que sean los diálogos y no la expresividad corporal o los guiños innecesarios los que lo transporten al sitio que le corresponde. Les cede los galones para que definan un estado de ánimo. Un ejemplo que no se prolonga, con alguna excepción, y que ubica a la representación en un comodón limbo. Pierde así parte de la eficacia que se le presupone. El espíritu que sobrevuela la trama se ve mancillado por las licencias que se toman y consienten en esa dirección, gustosamente recibidas por parte del asistente. Las réplicas agudas que rellenan el texto de Arniches se disipan –algunas resisten, véase esa sangre coagulada- entre la nebulosa de una broma que, desde luego, no es tan desternillante. Cuando la situación da una voltereta y se tensa, ‘La señorita de Trevélez’ gana enteros. Ocurre justo en el instante en que las interpretaciones principales -los secundarios apenas están dibujados- pasan a otro plano en detrimento de la densidad argumental, con esa segunda línea de guión marcando distancias. Hasta entonces, una notoria decepción esta adaptación de una obra clave del teatro español del siglo XX.

Hay apuntes brillantes que revelan, no obstante, un cuidado especial en el tratamiento de determinadas escenas. Quizá la más llamativa sea la del descubrimiento del dispositivo de chanza activado por los componentes del Guasa Club, un ágil y fluido duelo entre el pintoresco Picavea (Balbino Lacosta) y un Gonzalo de Trevélez (Tomás Gayo, productor de la obra) al que si bien le faltan los años que pide el personaje (un ridículo cincuentón disfrazado de veinteañero) sube enteros y credibilidad en la parte final.

Ya en esa última recta luce como moralizante columna de opinión de última página de periódico el discurso del autor, que puesto en boca del discreto don Marcelino (Pedro Miguel Martínez) sólo demuestra que casi siempre con las buenas intenciones no basta. Las posiciones de poder, y es indiferente la cuenta de libros leídos, son fuente de la que brotan relaciones desiguales, las propicias para levantar bulos como el que sostiene ‘La señorita de Trevélez’. Si sólo se tratase de poseer cultura, el mundo sería diferente, una utopía. Lo dijo Arniches y lo firmaría cualquiera con algo de sentido común en esta sociedad colmada de ambición en la que toca convivir. Pero los tiempos andan lejos de ese cambio que pronosticaba en aquel 1916 el dramaturgo alicantino. Ahí está el inefable Informe Pisa, entre otros, para atestiguarlo sociológicamente.

lunes, 3 de marzo de 2008

'EN EL PUNTO DE MIRA'. Salamanca picante (**)

CRÍTICA DE CINE

'En el punto de mira' (Pete Travis. Estados Unidos. 2008)

Arranca ‘En el punto de mira' con vigor, a un ritmo frenético, sin opción al respiro. Planos rápidos que lo aproximan al género televisivo, un estilo enérgico en el que se maneja con suficiencia Pete Travis, cineasta que se está especializando en el tratamiento de temas terroristas como ya demostrara en su debut con ‘Omagh'. Este segundo acercamiento al subgénero se aleja de forma conceptual de la seriedad que impregnaba su primera pieza. La consistencia formal y hasta de guión que plantea desde los inicios se torna en incoherencia una vez el relato se suelta la melena a lo afro que luce.

La fórmula de ofrecer una misma situación, el asesinato del presidente de Estados Unidos en un acto público ubicado -si se ensancha la pupila- en la Plaza Mayor de Salamanca, desde ocho puntos de vista, genera algo de interés en sus primeras aproximaciones al pasado de los personajes, un superficial escaparate de dieciséis ojos, material reciclable con poco que rascar. Al contrario que similares experiencias recientes, el mecanismo de funcionamiento de este sistema impresiona por la simpleza. Los datos para resolver el -sencillo- puzzle se van ofreciendo en base a flash-backs temporales que hacen retroceder la trama a los veinte minutos anteriores al magnicidio. El formato, al igual que el anglicismo anterior, remitirá de primeras a la serie ‘Perdidos'. Lógico, sólo hace falta teclear el término en ‘google' y ver a qué se refieren las entradas principales.

Una vez asimilada la estrategia, en cuanto el cronómetro se planta en el pasado por cuarta o quinta vez para volver a ver lo mismo, un Dennis Quaid atormentado con ganas de ‘tacklear' al primer incauto o el sprint a la nada de un descolocado Eduardo Noriega, el esquema ya proclama síntomas de agotamiento y pesadez. El plantel de intérpretes de relumbrón que va desfilando en procesión a velocidad de vértigo se habrá diluido. Unos por el ligero peso de sus papeles -Sigourney Weaver, de paso- y otros enredados en defensa de lo indefendible, caso del mencionado Noriega o del pobre Forest Whitaker.

Lo que seguirá a continuación será una caída en picado sin paliativos, un desvarío que se irá evaporando conforme Quaid vaya quemando el acelerador del coche con el que se enfrasca en una persecución. La congruencia de lo expuesto pasará a un segundo plano. Las piezas se harán encajar a la fuerza, sin ahondar en motivaciones ni recurrir en explicaciones que estarían de más dentro de un epílogo tan extravagante como mal resuelto. Todo se volcará lado del espectáculo y la acción, como esa alargada refriega automovilística narrada por Travis con buen nervio cinematográfico que engulle buena parte del metraje de la segunda mitad del filme.

El resultado final se queda así al servicio del lanzamiento de fuegos de artificio, petardos inofensivos que se guardan en la caja etiquetada como del entretenimiento vacuo, el que se olvida una vez se cruza el umbral de la puerta del cine. Esbozar segundas lecturas en clave geopolítica, contemporánea o imperialista, será una pérdida de tiempo. Si acaso, sí se verificará la manifiesta creencia del celuloide estadounidense de entretenimiento en el sistema establecido, por muchas críticas foráneas que lo pongan en duda. Esa postura se corrobora en la indestructibilidad con la que custodian la figura del presidente, aquí un hombre cargado de marciana humanidad. Y hasta este punto se puede contar, porque está película está sujeta a hilos argumentales tan finos, y a la vez tan poco consistentes, que corre el riesgo de desmontarse con apenas un par de palabras de más.

No hay que esquivar en el análisis de ‘En el punto de mira' el sumo disparate que significa localizar la acción en Salamanca. Por extravagante, daría para otro texto de amplia longitud. Cierto es que la cinta ni busca ni pretende rellenar depósito alguno de verosimilitud. Pero nada es comparable a la experiencia de contemplar a la ciudad charra totalmente mexicanizada. Lo peor es cómo se alardea de tal disparate. Ni se han preocupado en maquillar un poco el producto. Así, la gran mayoría de extras que pueblan el filme son naturales del país en el que está rodado. No sólo esa hinchada enfebrecida de manifestantes que apoyan un tratado de paz planetario que ni la Alianza de Civilizaciones podría imaginar en sueños. No se salvan ni los agentes de policía ni algunos actores secundarios que se comunican con acento mariachi. Un poco de rigor, tampoco es pedir tanto, no hubiera estado nada mal. La veracidad, por los suelos, si es que acaso importaba. Porque de lo que se trataba era de generar un artefacto de entretenimiento sin otra pretensión que la de ennoviar con la taquilla, y ahí, el objetivo está más que cumplido.