jueves, 30 de agosto de 2007

DAVID BISBAL. Negocio de cadera

David Bisbal
Género: Pop
Escenario y fecha: Huerta del Palacio Arzobispal (Alcalá de Henares). 28 de agosto de 2007

Para pasar una noche divertida, un recital de David Bisbal es una buena opción. Como pasatiempo, inmejorable. Para apostar, perfecto. ¿Cuántas veces dice la palabra ‘amor’ a lo largo de un concierto? ¿Y ‘os quiero’?. En lo musical, es como una etapa de alta montaña del Tour de Francia. Costosos ascensos y descensos a tumba abierta, sin llano ni espacio para recuperar fuerzas. De la baladita de turno al desenfreno discotequero.
En directo, se constatan dos de los tópicos que les persiguen. El primero, que artísticamente son flojos, por mucho estruendo y parafernalia tecnológica que traten de adecentarlos. La gira actual la han rodeado de pantallas gigantes que no ocultan ningún detalle de lo que pasa en el escenario. De paso, hacen negocio en los tiempos muertos, con el anuncio de la consabida descarga de melodías por móvil. Aquí dinero y música van juntos. Lo segundo, que el ex triunfito se entrega a la causa, sin opción al reproche. A estas alturas de gira la voz le empieza a fallar, pero persevera, la lleva hasta el límite y no reserva ni un miligramo de energía para el futuro.
Pues eso, una maratón. Es el mismo Bisbal de siempre, el que contonea la pelvis para mayor gloria de las que acechan en las primeras filas. El que trata al público como si fueran parte de su pandilla de amigos. Cercano y a la vez poco creíble en la interpretación de las canciones, como si siguiera estando en la academia con Chenoa, Bustamante y compañía. En el fondo, se ha constituido como el gran baluarte de los triunfitos, la garantía de un producto en decadencia, desgastado por el uso.
Bisbal, sobre las tablas, ha seguido manteniendo los mismos principios, ejemplo de resistencia. Le sobra actitud y le faltan canciones. Para el talento musical ya tiene a la banda. Y si la voz se le quiebra, para eso está el auditorio, complacido de corear y bailar piezas tan intrascendentes como lúdicas del estilo de 'Ave María', 'Oye el boom' y 'Torre de Babel'. Una aproximación inocente al break dance ('Calentando voy') o a letras de vestimenta más social pusieron el leve contrapunto al enérgico despliegue de pista de baile que sirvió en Alcalá el ex ricitos, que ahora apuesta por un peinado, vacío a los lados, espigado y elevado al frente, que roza el afro. Es lo único que le aleja de lo que ofreció por la pantalla grande.
Un pasatiempo que se puede disfrutar más allá de prejuicios con o sin fundamento, un negocio para el artista y su equipo y un entretenimiento energético para sus seguidores, de número elevado y ya estabilizado.

'CAÓTICA ANA'. 'Estilo propio' y existencial (***)

CRÍTICA DE CINE

En una escena fundamental por su emotividad, Antonio Vega canta casi al oído el tema que dedicara Enrique Urquijo a su hija, 'Agárrate a mi, María'. El músico madrileño se ha convertido en un fijo de la filmografía de Julio Medem. Estaban condenados a un acercamiento. Ambos viven a su manera, habitan un mundo particular, diferente al resto. Teorizan y reflexionan sobre la existencia, uno con el cine y otro con la música, cada uno con un estilo.
El poder melódico de Antonio Vega, ya casi al límite del susurro, y la fortaleza visual de las imágenes de Medem, de una profundidad infinita. Son universos plagados de metáforas, con doble sentido, más existencial el del cineasta y universal el del músico. La suma de estos motivos hace que el instante en el que ambos se cruzan en 'Caótica Ana' sea mágico, especial. Todo, en el fondo, tiene un sentido en este trabajo personalísimo, otro más, del vasco.
Quienes no deseen aventurarse en la travesía semionírica que plantea Medem, sin tantas diferencias a la recorrida en 'Lucía y el sexo', que no lo hagan. 'Caótica Ana' acentuará esa división entre detractores y acérrimos seguidores del director. Es un Medem a sus anchas, con un camino limpio de piedras, con el punto de mira afinado y por fin sujeto a un hilo argumental que, por poco creíble que resulte, es fidelísimo al mensaje absoluto que intenta transmitir. Es ahí donde se encuentra la razón última de 'Caótica Ana', con un feminismo latente que se inicia con el personaje en el que Bebe hace de sí misma, un filón, y que explota con crudeza en la reprochable escena final, perfilando un discurso de izquierdas fácilmente prescindible.
Medem, en definitiva, sigue fiel a sus principios, ahora con la historia más personal que se le recuerde. Con 'Caótica Ana' seguirá dando motivos a sus detractores para criticarle y a sus simpatizantes para aplaudirle, sin término medio. Lo bueno de esta 'Caótica Ana' es que ya no existe el barullo argumental de anteriores trabajos suyos y que mantiene firme esa etiqueta tan minusvalorada y dura de conseguir que responde por 'estilo propio'. Medem lo tiene, por mucho que duela.

A LA PISCINA (VII). Otro trato

La gente del teatro precisa de un trato especial. Son hipersensibles. Las críticas positivas les llevan a un estado eufórico. En las negativas ven intereses ocultos que sólo buscan causarles un perjuicio, sin que interceda una reflexión. Andan en los extremos de las emociones. Hay que tener tacto en la relación con los que se manejan en el mundillo de las artes escénicas. Cuando el arte se convierte en profesión, entran en juego baremos que desde la platea no se pueden apreciar. La cultura de hoy se ha convertido en una ruleta de subvenciones, en una maraña de presupuestos, en un gremialismo incapaz de fabricar interrogantes, en una suma de intereses ocultos auspiciado por las instituciones que disfrutan de la billetera. Históricamente, el teatro ha tenido una relación estrecha con Guadalajara. Aquí se han plantado certámenes y festivales de todo tipo. La cronología marca el inicio del enamoramiento siglos atrás, aunque explotó en el último tercio del siglo XX. La ciudad fue cuna de uno de esos dramaturgos que marcan una época, Buero Vallejo. Y ya rozando en la actualidad, asistió al nacimiento de un Teatro casi faraónico teniendo en cuenta la demografía alcarreña. Con ese panorama, más el añadido de tres compañías profesionales que suben y bajan por el mapa peninsular con asiduidad, de otro escenario de primer orden como el Moderno y de una Escuela de Teatro de inicio renqueante y a la que falta ambición, nos encontramos con un flagrante olvido. El teatro apenas ocupa dos líneas en el programa de Ferias y Fiestas de Guadalajara. Ni una más. La actividad cultural, a excepción de determinadas salvas caídas en mitad del océano, se volcará hacia un sector de público, no precisamente 'teatrero'. Se puede ver en la evolución de lo programado por el Teatro Buero Vallejo los últimos festejos. El hipermusical de turno llegará con retraso y ya ni siquiera se ha reservado butaca a renqueantes veteranos como Juanito Navarro y Quique Camoiras o a las ‘Matrimoniadas’, como sucediera en temporadas precedentes, antiguallas conceptuales que al menos entretenían a unos pocos. El teatro no es lo único que la minoría echará de menos. Los nostálgicos recordarán aquellas noches en las que la Plaza Mayor se convertía en un reducto musical a millares de kilómetros de distancia de lo que retumbaba en el Auditorio Municipal. Para el recuerdo quedará esa maravillosa letanía que brindó Jorge Drexler el año del debut de la iniciativa ante una escasísima parroquia. Otra despedida, a la espera de la definitiva.

lunes, 27 de agosto de 2007

'EL CLUB DE LOS SUICIDAS'. Guadaña funcionarial (**)

CRÍTICA DE CINE

Está tan reciente el epílogo de la sempiterna e inolvidable 'A dos metros bajo tierra', que cualquier otra aproximación con una cámara a una temática mortuoria se expone a una comparación injusta. De una crueldad extrema si se agarra 'El club de los suicidas' y se le coloca al lado de la creación de Alan Ball, ambas unidas por esa cuerda tensa que separa la vida de la muerte. Sirva esta confrontación para cuestionar el rumbo elegido por Roberto Santiago para moldear su segunda película, adaptación libertina de la obra que Robert Louis Stevenson, el de 'La isla del tesoro', escribiera en 1878.

El cineasta, en un guión a tres bandas, hila una historia con una base aceptable, un desarrollo tibio y un desenlace a la española, que discurre entre la comedia y el drama social e individual sin profundizar en ninguno de los campos ante la desconfianza que genera una cuestión como el suicidio, con mala, o mejor dicho inexistente, prensa. Así se prefiere, aunque los datos indiquen lo contrario. Santiago ha elegido moverse por terreno de nadie, no mojarse, cuidarse de herir sensibilidades, alejarse de lo que podría haber sido un acercamiento de otro talante, lo que no ha hecho más que desmejorar el producto final. El tema del suicido y sus circunstancias es escamoteado por brochazos de comicidad que escurren el bulto en el tratamiento dramático del relato.

La presencia de Fernando Tejero, limitadísimo y desde la primera escena parcheado por los estereotipos, tampoco ayuda a sostener 'El club de los suicidas', como sí lo consiguiera en la anterior incursión de Santiago, 'El penalty' más largo del mundo', que en el fondo sigue los mismos derroteros de lo que en principio se aventuraba como un paso al frente en la carrera del cineasta. La decepción al tener en cuenta esta premisa es doble, puesto que a 'El club de los suicidas' le cuesta funcionar como comedia, por mucho empeño que no ponga Tejero, y como drama, al ramificarse en caminos paralelos de base superficial como el fracaso laboral, la trascendencia única del amor, la ludopatía y hasta la obesidad.

Las ideas con más jugo para sacar provecho, como esa reunión subterránea y clandestina en la que se juega a una ruleta rusa sin disparos, están escasamente explotadas y finalizan escondidas bajo el peso que van adquiriendo tramas secundarias. Nefasta es la que protagoniza la neurótica psicóloga, culminada bochornosamente bajo el soniquete que ha perpetuado Sergio Dalma. Eso es el revés del llamado humor negro. Otra que falla, un gesto de desagrado más para los que confiaban en su buen gusto, es esa Lucía Jiménez dispuesta a repetir cuantas veces sea necesario en ese arquetipo de mujer fatal de gélidos sentimientos. Le ha dado por elegir papeles de estas características, cuando está llamada a cimas más altas de las que últimamente frecuenta.

No es por comparar, pero qué lejos queda de todo lo que aborda y ha abordado la muerte y las circunstancias físicas y emocionales que le rodean 'A dos metros bajo tierra', teatro en la televisión. Cuánto se la echará de menos. Y en correspondencia, qué rápido se olvidará 'El club de los suicidas'.

sábado, 25 de agosto de 2007

'UN BUEN DÍA LO TIENE CUALQUIERA'. Más vitaminas (**)

CRÍTICA DE CINE

El espectador medio español no está familiarizado con comedias del calado de 'Un buen día lo tiene cualquiera'. Santiago Lorenzo, que ya había mostrado hace una década habitar un microcosmos muy particular, vuelve a tirar de estilo personalísimo para facturar una película diferente, que busca sonrisas sin carcajadas. Dibujarlas y estabilizarlas en el silencio.
Sin caer en el histrionismo ni en una elaboración que lleve al humor al calificativo de 'inteligente', 'Un buen día lo tiene cualquiera' es una desconcertante y arrítmica historia por la que transita una vorágine de perdedores sin remedio. En el centro, un treintañero fracasado, opositor para más señas, que vaga desconcertado por la Valladolid actual. Sin dinero y, peor, sin vivienda. La convivencia de este héroe contemporáneo, aquí trazado sin mucha profundidad, con el abuelete que le toca en suerte (gran Juan Antonio Quintana) depara los momentos más hilarantes de un trabajo que, sin embargo, no llega a cuajar por diferentes motivos, resumidos en la acuciante falta de ritmo.

La galería de secundarios que desfilan por la trama están insuficientemente perfilados y resultan insípidos. Son títeres que deambulan al paso que impone el protagonista, algo constatable en los dos perfiles femeninos que dibuja Lorenzo, insustanciales y sin peso específico en la trama. Con el toque social sucede algo parecido. Se queda apagado entre la luminosidad costumbrista tan del agrado del cineasta, un autor que, eso sí, derrocha originalidad en las localizaciones, con ese hallazgo en el que se constituye la confitería colocada en el interior del bar en el que se citan los personajes. El piso del octogenario, con ese tablero y piezas de ajedrez decimonónicas, es otro de los descubrimientos, orfebrería para los que están atentos al detalle más insignificante.

Ya en su significado más profundo, 'Un buen día lo tiene cualquiera' queda como una apología más de la redención, de la existencia de segundas oportunidades y de la honestidad del destino, tan condescendiente él con los que más necesitan un empujón. El retrato final es un simpático elogio a la figura del perdedor, con el único riesgo de no ser captado en su totalidad, culpa de la concepción personalísima de un cineasta que con dos películas ya ha demostrado tener un mundo propio, lleno de referencias ochenteras y con un estilo característico.

martes, 21 de agosto de 2007

A LA PISCINA (VI). En panorámico

Separados apenas por un metro, Loquillo conversaba con Jordi Badel, el ex megaconcejal, en el interior de un conocido bar de copas de la ciudad. Eran otros tiempos, cuando el Festival Panorámico Musical llegó a autorreivindicarse como el más importante de la zona centro en otoño. Hoy, languidece a la espera entre recuerdos como los de aquella noche con Loquillo o esa otra en la que Antonio Vega reventó el Teatro Buero Vallejo, las gradas y su capacidad acústica. Desde su creación, la trayectoria del Panorámico ha ido ligada a la figura del hombre que lo inventó. Los inicios fueron duros. La música en directo apenas sonaba en la ciudad. En ese aspecto, el Panorámico puede considerarse uno de los pioneros. No demostraba grandes ambiciones. Apostó por los grupos de casa –con restricciones, ahí queda esa memorable anécdota de Badel con los Despistaos- y fue dando oportunidades a aquellos que empezaban a despuntar en el panorama nacional, como Deluxe, Circodelia o Sidonie. El salto llegó cuando Badel accedió a la Concejalía de Cultura. El programa aumentó sus prestaciones, con nombres ya de primera categoría. Siguiendo un mismo esquema, pop-rock y rock sin demasiados asteriscos alrededor. El Panorámico alcanzó el cénit hace dos años, en sintonía con la actitud de su fundador, obcecado en el empeño de revolucionar la que había sido tranquilísima vida cultural de la capital. En esa edición se vio a Loquillo, de ahí esa conversación de madrugada, Josele Santiago, Chucho Valdés y Diego El Cigala, Marlango, Vargas Blues Band o Capercaille. La siguiente intentó mantener el listón, pero algo falló. La séptima y última hasta el momento fue la confirmación del bajón. A un lado quedó el libro de estilo del Panorámico, desdibujado por la irrupción avasalladora de lo ‘indie’. Otro rollo. Un cambio de orientación desconcertante. Lo queda ahora es un futuro lleno de interrogantes. Badel fue apartado de la política por las urnas. El Panorámico, como ha pasado a lo largo de su trayectoria, tendrá que amoldarse a otra nueva situación. La octava edición, ya con fechas, contribuirá a despejar o a espesar más la neblina que se cierne sobre un festival en descenso con los frenos al borde del desgaste. Qué bien sabía el cubata compartido con Loquillo.

lunes, 20 de agosto de 2007

'RATATOUILLE'. Reflexión animada (****)

CRÍTICA DE CINE

La diferencia es una cualidad de difícil ubicación. Lo que en ocasiones puede ser visto como un indiscutible privilegio suele acabar convertido en una losa que pesa más de lo esperado. Las masas homogéneas, las costumbres aceptadas y los comportamientos mecanizados surgen cuando desaparecen los principios, las ideas románticas y las utopías demasiado breves. Sólo un puñado de soñadores, habitualmente incomprendidos y reacios a traicionarse a sí mismos, resisten las embestidas de una realidad que les aparta e ignora.

'Ratatouille', la última película de animación de Disney Pixar, encierra, debajo de un elaborado envoltorio apto para todos los públicos, un sólido mensaje sólo comprensible para el espectador adulto. Remy, una rata dotada de un excepcional sentido del olfato y el gusto, sueña con convertirse en chef de cocina. Tiene talento y sensibilidad, pero sus deseos se desvanecen entre imposiciones, uniformidad y roedores comunes.

Un inesperado accidente le lleva hasta las alcantarillas de París. Allí comienza su periplo hacia la cima de la 'cuisine française', un viaje que no busca el reconocimiento social ni las bonanzas económicas, sino la satisfacción personal. Con la sencillez como eje central, característica necesaria para mantener la atención del público infantil a lo largo de todo el metraje, los creadores de 'Ratatouille' perfilan un filme que oscila entre la vorágine de un restaurante de renombre y la calma entrañable de un sencillo bistrot escondido en las calles parisinas.Historias de amor, malos estereotipados, críticos de pluma afilada y buen corazón y fantasmas bondadosos componen el collage de una película que continúa el exitoso camino de la animación por ordenador, terreno en el que Pixar ya ha facturado propuestas como 'Toy Story', 'Bichos', 'Monstruos', 'Buscando a Nemo', 'Los increíbles' o 'Cars'.

'Ratatouille' da una nueva vuelta de tuerca al cine pensado para todos los públicos. Los mensajes educativos y tolerantes, que en ocasiones no pueden evitar desplazarse hacia el terreno de la moralina fácil, dejan paso a una sincera reflexión. Lástima que en el mundo real, no demasiado distinto a la ficción propuesta por Pixar, los finales felices vuelvan la espalda a quienes más lo merecen.

miércoles, 15 de agosto de 2007

'LOS SIMPSON. LA PELÍCULA'. Esos señores amarillos (***)

CRÍTICA DE CINE

En Francia, escuchar la voz de Homer Simpson traslada otra vez a España. En Estados Unidos, la original -siempre estamos hablando de seres animados-, igual. Así hasta el infinito. La unanimidad alrededor de la familia de la tez amarilla es absoluta, hasta en detalles que podrían pasar por insignificantes. Por motivos que se expanden más allá del razonamiento lógico y que en este caso no importan demasiado. Escribir a estas alturas algo novedoso de Los Simpson es una tarea llena de dificultades. Absurda se podría decir. Las explicaciones están de más cuando el mismo día que se estrena la película, un proyecto largamente acariciado por su equipo de creadores, se repetía por trigesimoquinta vez uno de sus más célebres episodios. Y no hay dudas, seguro que en todas habrá gozado de una audiencia honrada en estos tiempos que corren.

El secreto de Los Simpson, ejemplo de longevidad televisiva sin precedentes, puede que se encuentre ahí, en que ya forman parte del paisaje, sin que insten a preguntarse cómo, por qué y cuándo llegaron, se instalaron y se quedaron. La película, que no es más que un episodio cuidadosamente tratado en su versión digital y alargado hasta la pertinente hora y media, congratula así tanto a esa legión de incansables seguidores, de atención intermitente, todo hay que decirlo, como a los desconocedores de toda esa subcultura 'Simpson', resumida en esa receta misteriosa que combina crítica feroz con transigencia y una tolerancia políticamente correcta hacia todo aquello contra lo que carga. Una buena prueba es la película. Por el medio circula una guillotina de ácida hoja por la que desfila parte de la realidad social norteamericana, con guiños localistas complicados, una de las pocas rémoras que resquebrajan el que por otro lado es un minucioso trabajo de impecable y profesional acabado.

Tratándose de un pasatiempo veraniego, 'Los Simpson. La película' desvela alguna pista profunda sobre la trascendencia de este producto universal. No es tan vital Homer, auténtico eje creativo de la serie, escudado y a veces superado por Bart, como esa pléyade de secundarios con vivienda en Springfield. A pedacitos, todos gozan de su cuota de protagonismo en el largometraje, un aviso de lo que probablemente se constituirá en una saga intrascendente aunque indudablemente divertida. Colocada en verano, además, se convertirá en un sofisticado ejercicio de diversión para los más pequeños, en una época en la que la gran pantalla riñe con el concepto de calidad.

Metidos en el contenido, 'Los Simpson. La película' marca un ritmo decreciente desde el apabullante inicio, a la velocidad de vértigo que impone el monopatín de Bart, probablemente la escena más lograda. El resto del metraje no es más que un resumen muy abreviado de la personalidad de cada uno de los componentes de la familia Simpson. Con la supervivencia de Springfield como telón de fondo, Homer y Bart se enfrascan por enésima vez en la tarea de reconstruir la relación paterno-filial. Lisa mantiene esa línea ecológico-idealista, aquí tema fundamental, que traslada en esta ocasión al amor, y Marge, heroína muchas veces en la televisión, es solapada por Maggie, humorista sin voz, al mejor estilo del cine mudo en blanco y negro.

El cóctel se agita con una historia intrascendente, travesuras para encandilar a todos los públicos, alguna soflama de altura parapetada entre la ingenuidad de los personajes y, con cuentagotas, escenas que justifican el paso al celuloide, como la mencionada del monopatín o el intento de linchamiento masivo sufrido por los Simpson. Así se desglosa este primer acercamiento de la archiconocida familia al cine, con toneladas de entretenimiento inteligente e inocuo. Por lo visto y por los antecedentes familiares, no será la última.